Londres se rinde al talento de Monteverdi
Una genial y contenida interpretación de las ‘Vísperas’ del compositor, de cuyo nacimiento se cumplen 450 años, desata el entusiasmo en el festival de música barroca
Era el hombre adecuado, nacido en el momento justo y arropado por la cultura del país llamado a abanderar una de las más grandes revoluciones musicales de la historia. Predecesores y coetáneos le allanaron en parte el camino, pero él dejó el listón inalcanzablemente alto a sus sucesores. Claudio Monteverdi, bautizado en Cremona el 15 de mayo de 1567, nació en pleno Renacimiento. Cuando murió en Venecia en 1643, consolidado ya el Barroco, la música había cambiado radicalmente su fisonomía y él había contribuido de manera decisiva a ello, dando un paso decidido para que la música vocal pasara, por utilizar su terminología, de la prima prattica a la seconda prattica, esto es, de la vieja polifonía al parlar cantando, a esa fusión indisoluble de música y texto, una traducción directa, certera y sensual de las pasiones humanas que, entre otras cosas, permitió y dio lugar al nacimiento de la ópera.
Apenas cuatro meses antes de cumplir 40 años, Monteverdi daba el primero de sus dos grandes aldabonazos para anunciar que todo había cambiado y que él, tras numerosas elucubraciones teóricas y algunos amagos prácticos, asumía con gusto el papel de heraldo de la revolución. El 24 de febrero de 1607 se estrenaba en la Accademia degli Invaghiti de Mantua L’Orfeo, una favola in musica que, pasados todos aquellos experimentos pioneros por el inevitable tamiz del tiempo, ha acabado por erigirse en la primera ópera de la historia. Se publicaría dos años después, en Venecia, con una dedicatoria en italiano al duque Francesco Gonzaga, su patrón. Pocos meses más tarde, las planchas del mismo impresor veneciano, Ricciardo Amadino, daban a conocer al mundo el segundo gran testimonio del autor: una misa característica de la prima prattica, apoyada en la auctoritas contrapuntística de Nicolas Gombert, y 14 piezas que podrían conformar un servicio de Vísperas. En estas últimas se dan la mano las dos prácticas, la antigua y la moderna, lo que convierte la colección en una suerte de mirada jánica a uno y otro lado. Portada y dedicatoria están ahora en latín y el lugar del duque lo ocupa un papa, Pablo V. ¿El motivo? Monteverdi buscaba trabajo fuera de Mantua y estaba lanzando sus redes: estos eran sus poderes.
Su destino, en 1613, acabaría siendo no Roma, sino Venecia, y allí viviría como maestro de capilla de la Basílica de San Marcos hasta su muerte en 1643. Al igual que L'Orfeo, las Vísperas son también una obra fronteriza, una síntesis de elementos antitéticos. Si los personajes de su primera ópera se movían entre la tierra y el infierno, los “conciertos sacros” de las Vísperas oscilan entre la tierra cuyas vides cultiva una esclava amada por su rey (Nigra sum) y el cielo desde donde cantan jubilosos dos ángeles (Duo seraphim), o el que responde —receptivo— como un lejano eco en uno de los momentos más hermosos de la obra (Audi coelum). Y es que la música de Monteverdi, aunque nace a ras de suelo, tiene casi siempre el extraño poder de elevarse —y elevarnos— muy por encima de él.
Versión sobria y austera
L'Orfeo se ha representado ya este año en Madrid y Bilbao, mientras que en Barcelona pudo verse hace poco Il ritorno d’Ulisse in patria dirigida por John Eliot Gardiner, que va a pasear las tres óperas conservadas de Monteverdi por Europa y América. El Festival de Música Barroca de Londres, consciente de su relevancia, ha programado tanto las Vísperas como L’Orfeo, esta última el jueves con el grupo I Fagiolini. Y ha tenido el acierto de confiar al grupo belga Vox Luminis la interpretación de la obra religiosa. Era su primera aproximación a una partitura compleja y llena de elementos antitéticos, pero todos los congregados en St. Martin’s Smith Square recordarán lo escuchado ayer durante mucho tiempo.
La iglesia londinense no ofrece muchas posibilidades espaciales para ubicar o desplazar a los cantantes y todo quedó limitado a hacer subir a un tenor y a una corneta a la galería superior, invisibles al público, para los ecos de Audi coelum y el Deposuit potentes del Magnificat. Su versión fue marcadamente sobria, austera, con el énfasis puesto, como es marca de la casa del grupo belga, en la límpida dicción de los textos, que llegaron con la misma claridad e inmediatez en los salmos y en los conciertos sacros. En ese sentido, podría decirse que fue una traducción más romana que veneciana, decidida a hacer el puente entre ambas prácticas —antigua y moderna, polifónica y monódica, sacra y profana— lo más estrecho posible.
La parte instrumental corrió a cargo de solistas de la Orquesta Barroca de Friburgo, con especial lucimiento de trombones y cornetas, entre las que figuraba la barcelonesa Núria Sanromà. Pero los cantantes de Vox Luminis absorbieron todo el protagonismo, con intervenciones modélicas de la soprano Zsuzsi Tóth y el tenor Raffaele Giordani, aunque no es justo destacar nombres en un trabajo colectivo y compacto guiado e inspirado, que no dirigido, por el bajo Lionel Meunier. Fue en el Magnificat final, al igual que sucede en la propia música, donde se compendiaron todas las virtudes, con esa asombrosa convivencia de canti fermi y ornamentadas líneas vocales. Al tiempo que la obra declinaba en las sucesivas secciones del Magnificat, empezaba a caer la noche sobre Londres en lo que ha sido una reivindicación alta y clara de la grandeza de Claudio Monteverdi.
Un pequeño gran libro de Ramón Andrés
Difícilmente se publicará este año en España, al calor de la efeméride del músico italiano, un homenaje más original y de tanto calado reflexivo como Claudio Monteverdi. Lamento della Ninfa, del polígrafo Ramón Andrés, que acaba de ver la luz en la colección Cuadernos de la editorial Acantilado.
El diminuto monodrama del libro octavo de madrigales del compositor, integrado por piezas “guerreras y amorosas”, se convierte en la espoleta que activa un brillante y personalísimo excurso que solo al final nos deposita en la meta que anuncia la portada: los versos de Ottavio Rinuccini y la música milagrosa que ideó para ellos Claudio Monteverdi. Ramón Andrés va trazando una serie de incesantes círculos concéntricos a su alrededor, solo posibles gracias a muchas lecturas que recalan con frecuencia en la Antigüedad clásica y en las que confluyen con naturalidad arte, literatura, filosofía y vida.
Claudio Monteverdi es, ante todo, y de ahí su vigencia, el gran maestro en retratar y despertar las emociones que dimanan de la dicha y el sufrimiento de estar vivo.
Babelia
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