La casa de Bernarda Alba
A través del implacable espejo lorquiano, certificamos lo mucho que este país nuestro ha cambiado ya. A mejor
Recuerdo la primera vez que vi sobre un escenario La casa de Bernarda Alba. Lo protagonizaban Berta Riaza en su menuda pero aterradora reencarnación de la tirana y Ana Belén en el papel de Adelita. No solo me impresionó esa prisión simbólica donde Lorca encerró a sus cinco criaturas con aquella perra carcelera mayor, cautiva de sus propias esclavitudes sadomasoquistas, que descuartizaba las vidas de sus hijas escudándose en la excusa del luto.
También quedé impactado por la cercanía emocional que me sobresaltaba en cada frase con soniquetes familiares. Me sentía directamente unido a aquel mundo real y posible: lo reconocía como herencia entre un zoológico marchito de tías solteras parientes de mi padre, que convivían más o menos en comuna muy atentas a los horarios de misa y a no mezclarse demasiado con los del pueblo. Entre tanto, no hacían más que arrojarse buenas dosis de frustraciones mutuas y convertir la casa solariega de verano en un amable infierno de retiro con la rígida disciplina de mi tía Mercedes, que quedaba más o menos por encima del bien y del mal.
Desde entonces, la obra se ha convertido en una obsesión recurrente a lo largo de mi vida. La reviso a menudo y me zambullo como en una penitencia entre sus frases. Son zarpazos que cuentan para mí con la clarividencia de una estampa genial en la que aún, los de mi quinta, sabemos reconocernos e identificarnos entre la dolorosa disonancia de sus truenos.
Hace apenas seis meses me acerqué a la vega de Granada, donde Lorca pasó su infancia, para conocer el edificio en el que se inspiró. Es una casa con patio, estancias marcadas y un pozo a través del que Federico, con oído superdotado de autor desde la cuna, escuchaba al otro lado —eran vecinos— las conversaciones de quienes convertiría en criaturas de fantasmagórica teatralidad tan real. Asquerosa se llamaba el pueblo. Hoy responde al nombre de Valderrubio. Frasquita llevaba por nombre la carcelera. El apellido no se preocupó en cambiarlo: Alba.
Tras años de odios y silencios que le llevaron en parte a la muerte por haberse atrevido a desnudar y abrir compuertas entre todos aquellos secretos ocultos aireados, el Ayuntamiento anda reformando el lugar para mostrarlo en un circuito turístico del que esperan sacar buen partido. La familia ha querido cerrar heridas y venderla para tal fin. Sin rencores apenas ya.
Pero la certificación de que aquel mundo va quedando apartado por la obra de arte que a veces lleva a cabo el tiempo la tuve de nuevo como espectador. Fue en el montaje que Lluís Pasqual hizo junto a Núria Espert en las Naves del Español. Quise mostrarle a mis hijas, cuando contaban 14 años, la pieza que en su día tanto impacto me había causado. El efecto se repitió. Pero era un soplo del pasado con el que no sentían ninguna conexión directa, solo testimonial. A través del implacable espejo lorquiano, certificamos lo mucho que este país nuestro ha cambiado ya. A mejor.
Jesús Ruiz Mantilla (Santander, 1965) es periodista y escritor.
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