Dirigidos por un diablo

Me pregunto si Melania fue consciente de que había asistido al acto de investidura de Trump disfrazada de viuda de alta costura. Yo diría que sí, que lo hizo a conciencia porque sabía que aquella aparente toma de posesión era en realidad un velatorio. Hay que tener talento para distinguir una cosa de otra, pero a esta mujer le sobra: fue, de hecho, la única persona de este mundo que se dio cuenta de cuanto allí ocurría y de la etiqueta con la que era preciso acudir a una ceremonia mortuoria tan solemne. De ahí también su hieratismo corporal y su gravedad luctuosa, que eran el hieratismo y la gravedad propios de un funeral de Estado.
Melania iba de luto porque es una experta en protocolos y conoce muy bien la diferencia entre un tanatorio, aunque se trate de un tanatorio de lujo, y un salón de bodas y bautizos. Su marido era un cadáver con un aspecto formidable porque había pasado por las manos de los mejores tanatoprácticos de la Tierra, que no ahorraron ni en maquillaje ni en productos químicos para mantenerle las carnes y el cabello en su sitio, un cadáver muy bien presentado, de acuerdo, pero un difunto al fin, un fantasma que no pudo alcanzar a dar un beso a su elegante viuda, no por culpa del ala de ese magnífico sombrero de réquiem, sino porque tal es el drama de los espíritus que nos rodean y cohabitan con nosotros: que a veces no pueden tocarnos.
Así las cosas, aseguramos sin miedo a equivocarnos que estamos dirigidos por un diablo (no cabe duda de que fue directo al infierno) que busca para el resto de la humanidad la condena que labró para sí mismo.
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