Necesitan una representación, un sindicato


Tratamos a las gallinas como si fueran bobas, y no es eso, es que están asustadas. Llevamos 8.000 años robándoles los huevos y utilizándolas luego para carne. Cuando, dada su edad, no sirven ni para una cosa ni para la otra, van al desguace, donde las convertimos en cubitos envueltos en papel de plata para hacer consomé. Por eso están neuróticas las pobres; de ahí que no dejen de mirar a un lado y otro, como para predecir de dónde les va a venir el nuevo golpe. Con frecuencia, las estabulamos en una pila de jaulas por las que solo pueden sacar la cabeza para picotear el pienso. Están inmovilizadas de tal forma que por pura desesperación se sacan los ojos entre sí. No les hemos devuelto ni la mitad de lo que nos vienen dando desde tiempos inmemoriales.
Es cierto que a veces se han utilizado también en rituales de carácter espiritual o religioso, muchos de los cuales, sin embargo, incluyen su degollamiento porque a través de su sangre el mundo visible se pone en contacto con el invisible. Eso creen en algunas culturas. En la nuestra son meras proveedoras de proteínas y placer gastronómico. Sus huevos combinan con todo, desde el caviar a la berenjena, y se pueden servir revueltos o enteros y hasta crudos, para sorberlos como el que aspira una ostra. Les exigimos que engorden rápido, que produzcan más, que no ensucien tanto el gallinero. En algunas de sus instalaciones, cuando llega la noche, se les enciende la luz para que crean que es de día y vuelvan a poner. Necesitan una representación, un sindicato, algo que alivie la crueldad con la que las tratamos. A ver.
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