Paraisópolis, una favela contra el virus
Paraisópolis es pobre, algo que no diferencia este enclave de São Paulo de otras favelas brasileñas. Pero aquí, en medio del duro impacto de la pandemia, una proactiva red de activistas vecinales y pequeños empresarios locales ha abierto ventanas a la esperanza
La señora Brito, viuda de 58 años, está acostumbrada a cuidar de otros. Durante años mimó a su marido tras un ictus, visita a enfermos postrados en cama, tiene adoptada a una vecina anciana que vive sola y que, según sus cálculos, debe de rondar los 90 años. Un auténtico triunfo en una favela brasileña como esta de Paraisópolis. Lo que jamás le había ocurrido a Isabel Brito es que alguien estuviera tan pendiente de su familia. “Es la comida, la cesta básica, todo. La muchacha que viene todo el tiempo… Pregunta si estamos enfermos, si tenemos fiebre; trae mascarillas, gel desinfectante…”, detalla maravillada sin quitarse la mascarilla esta mujer que vive con su nuera y tres nietos en una de las mayores favelas de São Paulo. Toda esa ayuda es fruto de un dispositivo organizado no por las autoridades, sino por el potente movimiento vecinal de Paraisópolis para afrontar el desafío más reciente en sus casi 100 años de historia. El coronavirus.
La “muchacha” que menciona Brito es una vecina de toda la vida convertida con la pandemia en presidenta de calle. Su misión, vital, es visitar en una ronda diaria a 50 familias. Reparte comida, investiga si alguien tiene síntomas de haber contraído el virus, si salen a buscarse la vida…, lleva ayuda y recaba información como los mejores cotillas con la vista puesta en conseguir que sus vecinos sobrevivan a esta peste y sus consecuencias en uno de los países más desiguales del mundo. Gracias a los 660 alcaldes de calle, calibran las necesidades hasta en el último rincón de este laberinto de callejuelas empinadas. La desigualdad en Brasil es tan brutal que en São Paulo la diferencia en la esperanza de vida entre el mejor y el peor barrio es de 71 a 85 años.
La primera batalla que tuvieron que librar los activistas vecinales fue contra la falsa creencia de que los pobres estaban a salvo del coronavirus. Como los primeros brasileños hospitalizados eran ricos de los que viajan a Madrid o a Milán, cenan en restaurantes franceses con tinto o pertenecen a clubes exclusivos, muchos de entre los que ni siquiera pueden soñar con eso se creyeron inmunes. También caló la idea de que la nueva enfermedad sería menos cruenta en países tropicales. Estas falsedades, unidas al discurso del mismísimo presidente Jair Bolsonaro, que desdeñaba la amenaza como “una gripecilla”, eran un cóctel potencialmente devastador en las barriadas de Brasil. De forma inmediata se pusieron manos a la obra con un coche y un megáfono para convencer al vecindario de que la amenaza era real. Si no actuaban pronto, las consecuencias serían catastróficas en la favela. Bastaba ver en la televisión el colapso hospitalario en países como Italia o España.
El coordinador del programa de música del barrio —un pastor evangélico— y un bombero se turnaron al micro mientras recorrían el puñado de calles asfaltadas que cruza Paraisópolis para intentar concienciar a sus habitantes sobre todas esas cosas que la epidemia ha vuelto cotidianas, como salir lo estrictamente necesario o lavarse las manos a menudo. Un desafío descomunal en esta favela de São Paulo, donde confinarse es un lujo al alcance de pocos y donde ya les gustaría a las familias tener ahorros para cuando surgen imprevistos. Informar y concienciar fue la primera misión de los veteranos activistas curtidos en mil batallas.
A la cabeza de este esfuerzo descomunal, un tipo carismático de 36 años, Gilson Rodrigues. Su título oficial es el de presidente de la Asociación de Vecinos y Comerciantes de Paraisópolis. En el día a día es el tipo al que acuden sus 75.000 vecinos cuando tienen un problema, lo más parecido a un alcalde que conocen en esta favela, una de las mejor organizadas de São Paulo y de las más ricas de Brasil. “Tengo una responsabilidad. Y creo mucho en dar ejemplo. Intento cometer pocos errores y corregirlos rápido”, dice este experimentado activista que ha logrado que su favela se distinga del resto. Paraisópolis es conocida no por la venta de drogas, que la hay, o las operaciones policiales, sino porque engendra negocios de impacto social, tiene una orquesta y hasta un ballet (por cierto, no es la única favela con escuela de ballet). Rodrigues es un tipo tenaz de vestimenta informal pero impecable. Otras barriadas pobres están replicando sus iniciativas.
Él y su equipo idearon una solución para cada uno de los muchos problemas que trajo la pandemia que ha matado a unos 140.000 brasileños y contagiado a 4,6 millones. Cifras a tomar con pinzas porque, como Brasil hace muy pocos test, están muy por debajo de las reales. Solo en Estados Unidos y en la India el virus ha sido más letal. “¿Si el Samu [el servicio de ambulancias] no viene a Paraisópolis? Nosotros contratamos ambulancias. ¿La gente necesita comer? Montamos los platos de María. ¿La gente necesita mascarillas? Empezamos a producirlas. Fuimos encontrando caminos para que la gente pudiera superar esta pandemia”, explica Rodrigues en el pabellón que se ha convertido en el corazón y cerebro de un complejo engranaje para mitigar el golpe. Tras el pánico inicial, encararon el desafío con imaginación y eficacia.
Los más de 75.000 vecinos de esta barriada de São Paulo y de las muchas similares repartidas por todo Brasil lo tenían todo en contra cuando asomó el virus. Las favelas como esta se mantienen superpobladas, más que viviendas tienen cuchitriles, disponen de pocos servicios, casi siempre precarios. Son barrios donde el Estado está muy poco presente por miedo o por desidia, donde los vecinos quisieran tener mejores maestros, más médicos y menos policías. La obesidad y la hipertensión están extendidas.
“Paraisópolis y otras favelas desgraciadamente fueron abandonadas durante mucho tiempo. Nosotros vamos a hacer 99 años ahora. Son 99 años de abandono en los que se dejaron de aplicar políticas públicas para que los vecinos pudieran desarrollarse. Ya que el Gobierno no hace nada, los vecinos nos estamos uniendo para transformar esta realidad”, sostiene Rodrigues.
A la crónica desatención se unía el caos que caracteriza la gestión política de la epidemia desde el minuto uno en Brasil. Bolsonaro ha echado a dos ministros de Salud, saboteado los esfuerzos de los gobernadores, promovido un medicamento de eficacia no probada… Sin importarle si agravaba la crisis sanitaria, su planteamiento siempre ha sido que un colapso económico mataría más que la covid-19. Con buenos reflejos políticos, en un mes había aprobado una renta básica que cobra un tercio de la ciudadanía. Pese al reguero de muertos, es más popular que nunca.
El líder comunitario de Paraisópolis y los activistas-emprendedores que le rodean buscaron donaciones por tierra, mar y aire. Abrieron varias líneas de crowdfunding en Internet, donde se manejan con destreza y, como dicen, rinden cuentas en Facebook o Instagram. Funcionó. La pandemia activó en Brasil una auténtica carrera de pedir y dar donativos. La asociación de vecinos contrató médicos y enfermeras que hacen guardia 24 horas al día y una ambulancia porque las de la sanidad pública no se atreven a entrar en la barriada.
Consiguieron que las autoridades les cedieran dos de las escuelas públicas para montar unos centros de acogida donde poner en cuarentena a contagiados asintomáticos que viven en infraviviendas donde aislarse resulta imposible. Médicos de uno de los mejores hospitales privados de São Paulo pasaban consulta por videoconferencia. Tuvieron casi a 500 pacientes aislados. En agosto, al caer los donativos y la demanda, cerraron. Otras iniciativas siguen a pleno rendimiento cinco meses después. La premisa fue adaptar lo que tenían a las nuevas circunstancias. Para empezar, la sede. Como el centro de día para los ancianos del barrio tuvo que cerrar por el virus, lo reconvirtieron en su cuartel general. Varias de las empresas de impacto social —apellido en el que insisten sus fundadoras— alumbradas al amparo de la asociación de vecinos se quedaron súbitamente sin contratos ni clientela. En cosa de días, empezaron a trabajar para suplir las carencias de sus vecinos.
Lunes. Una hora antes de que empiece el reparto se va formando la cola. Lo mismo ocurre el martes. Es la primera vez que Daniele Brasiliana, de 34 años, madre de tres hijos, viene a por la marmita, comida caliente para su familia. Aunque perdió el trabajo en un mercado, se había ido apañando, pero en su casa ya no tienen qué comer. Y aquí está. La primera de la fila. Mãos de Maria (Manos de María), que daba catering en eventos y comidas en escuelas, ahora cocina y reparte 5.000 raciones diarias para neutralizar el fantasma del hambre. Un plato contundente que incluye arroz, alubias, carne y ensalada. Desde el inicio de la crisis han cocinado y distribuido más de 700.000 platos, pero el ritmo ha bajado porque las donaciones han mermado. Otra de las empresas, Costurando Sonhos (Cosiendo Sueños), pasó de crear su primera colección de moda sostenible a reclutar mujeres y conseguir máquinas de coser para fabricaran mascarillas en sus casas. Más de 270.000 cubrebocas gracias a 68 modistas. Aquí nadie hace cola sin mascarilla, pero no es raro que se la coloquen al llegar al centro de reparto.
Paraisópolis era un solar baldío destinado a acoger residencias para paulistanos de clase alta cuando hace 99 años empezó a ser poblada por gentes que llegaban desde lejos con lo puesto y no tenían donde vivir. Aquellos inmigrantes procedentes de Bahía, Pernambuco o Ceará —lugares pobrísimos, víctima de sequías periódicas— arribaban a la dinámica São Paulo en busca de trabajo y un futuro decente. “Cuando llegué no había casas, todo era bosque, unos cultivos y chabolas”, recuerda la señora Brito, la que se esmera por cuidar a otros. Llegó en autobús a los 17 años. Solo entonces aprendió a leer un poco.
Hoy, el barrio donde vive es uno de los puntos de São Paulo que mejor ilustran la desigualdad que carcome Brasil. Rascacielos con piscinas en los balcones —en la terraza de cada piso— se alzan majestuosos sobre endebles construcciones de ladrillo visto y tejado de chapa arracimadas sin orden ninguno.
La paradoja es que precisamente esa cercanía que muestra en carne viva el abismo que separa al 1% de los brasileños más privilegiados de los millones de compatriotas que viven en favelas es uno de los motivos por los que Paraisópolis es una de las barriadas más vibrantes del país. La oferta y demanda de mano de obra están a dos pasos, y eso en una megalópolis de casi 20 millones de habitantes con un tráfico horrible es de vital importancia.
Paraisópolis ha logrado con su respuesta comunitaria minimizar los daños, evitar una catástrofe mayor, pero el golpe ha sido duro. El virus demostró pronto que sí hace distinciones de clase, normalmente en favor de los privilegiados. También en Brasil, la pandemia ha impactado más duramente en los pobres y negros. En mayo, la tasa de mortalidad de la covid-19 era en esta favela menos de la mitad de la media de São Paulo, según un estudio del Instituto Polis. Un dato que llamó la atención porque la distinguía de barrios similares y la asemejaba a otros más privilegiados, aunque los autores del estudio advertían de que la media de edad en Paraisópolis era menor.
Los datos más recientes componen una foto diametralmente opuesta. El mismo equipo académico comprobó que, a finales de agosto, la media en São Paulo era de 133 fallecidos por 100.000 habitantes, pero la de Paraisópolis suponía más del doble (293 por 100.000). “Aquellas medidas solidarias de apoyo mutuo tuvieron un impacto que se fue reduciendo porque las personas siguen saliendo a buscar su sustento y faltó un apoyo decidido por parte del Gobierno”, sostiene uno de los autores del estudio, el médico Jorge Kayano. Al especialista le indigna que la sanidad pública brasileña, que tan buenos resultados logró frente al VIH, esté en manos de alguien como Bolsonaro.
La catástrofe asomó primero en forma de despidos. Mientras los patrones se recluían para seguir trabajando en remoto con reuniones por Zoom, poco tardó la mayoría en despedir a sus niñeras, conductores, cocineras, empleadas del hogar, porteros…, los vecinos de al lado, los de la favela. Otro de los negocios nacidos del activismo vecinal, conocido como el Linkedin de la favela, lanzó la campaña Adopte una diarista. O sea, una de esas mujeres que trabajan como empleadas del hogar en jornadas sueltas. “Muchas son cabeza de familia que tienen que pagar alquiler. Con el confinamiento tenían dos opciones: o me quedo en casa y me muero de hambre, o salgo a buscar trabajo y me arriesgo a contagiarme”, ilustra Rejane dos Santos, de 35 años, la fundadora de esta compañía que conecta empleadores con desempleados. Fue un éxito. Pretendían ayudar a 500 y lograron donaciones para 1.032. Con el progresivo retorno a la normalidad, el programa se ha reconvertido en Contrate una diarista.
Tanto el negocio de Dos Santos como los que ahora ofrecen platos calientes o cosen máscaras nacieron como talleres para formar a mujeres del barrio, que tuvieron una educación mucho peor de lo deseado, en oficios con los que obtener independencia económica y la consiguiente libertad. Estas activistas y emprendedoras han logrado dar empleo (y nuevos horizontes) a sus vecinas. Como ellas dicen siempre, negocios de impacto social.
Paraisópolis mostró su cara más amable en una telenovela hace años, pero también tiene una siniestra porque, como otras favelas, está bajo el control de una organización criminal. Este mercado de drogas es especialmente lucrativo y valioso para el Primer Comando de la Capital, por su cercanía a un barrio rico.
Como a millones de personas, a Claudia Regina di Silverio, de 48 años, se le cayó el mundo a los pies al inicio de la pandemia. Perdió el trabajo porque se dedicaba a cuidar en su casa a nueve críos a los que sus madres no tenían con quien dejar cuando salían a trabajar. Hasta que las despidieron. De repente, aquellas madres no podían pagarle ni la necesitaban. Y su exmarido seguía sin pasarle la pensión por los dos hijos. Di Silverio fue a tocar la puerta de la asociación de vecinos, como otras veces. No tenían un empleo para ella, pero sí una propuesta: ¿quería ser presidenta de su calle? Fue así como empezó a visitar a diario a 50 familias.
Lunes, poco después de mediodía. Di Silverio carga dos bolsas repletas con platos de comida caliente mientras se cruza con unos obreros por el callejón Harmonía. Con mascarilla, redecilla y una camiseta que proclama “Quédate en casa”, toca la puerta de Natalia, una niña de 7 años que ahora sigue las clases escolares gracias a un teléfono móvil. Por aquí casi nadie tiene ordenador. La cría recoge la comida para su hermano y su padre. De ahí, la presidenta de calle va a casa de Celia Gomes, una madre de 14 hijos que a los 40 años ya tiene el sexto nieto en camino. Tampoco antes de la pandemia tenía un trabajo decente, rebuscaba entre las basuras materiales que reciclar. Forma parte de los millones de brasileños que viven literalmente al día. Si no salen a buscarse la vida por la mañana, ellos y sus familias se quedan sin comer. Después de la ronda, Di Silverio vuelve a su casa a hornear bizcochos que luego vende. Con eso paga las facturas y cría a sus hijos mientras se asegura de que sus vecinos se protegen del virus y tienen lo necesario para aguantar hasta que llegue la vacuna.
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