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Columna
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La humanidad existe

Distancia social en el Domino Park de Brooklyn, el pasado día 17.
Distancia social en el Domino Park de Brooklyn, el pasado día 17.Johannes Eisele (AFP)
Martín Caparrós

Esta pandemia nos lo dejó claro: lo que le pasa a cada uno de nosotros depende de lo que le pase a todos los demás.

Decíamos que los momentos fuertes de la historia son aquellos en que no hay modo de negar que el destino de las personas no es individual sino común. Sucede muy de vez en cuando: por eso, los solemos llamar “hechos históricos”.

El resto del tiempo la mayoría de las personas se empeña en creer que lo que les pasa a ellos depende de ellos: que son más fuertes que sus circunstancias. Y depende, por supuesto, pero depende tanto del mundo en el que viven, su país, su clase, su familia.

Esta pandemia nos lo dejó claro, con claridad casi excesiva: lo que le pasa a cada uno de nosotros depende de lo que le pase a todos los demás. O, dicho de otra manera: el contagio puede venir de cualquier cosa, de cualquier persona, de tu cónyuge o una baranda o un repartidor de pizza. Si ese repartidor está infectado, tú también podrás estarlo; para salvarte necesitas salvarlo. Es una muestra muy visible de que nuestros destinos están ligados, son comunes.

Solo que común, ahora, incluye a cada vez más gente. Esta crisis pone en la práctica otra cosa que sabíamos si acaso en teoría: que la globalización hace que, a veces, la humanidad no sea solo una idea sino una realidad.

Humanidad es una idea de cuando la humanidad no existía: de cuando había pequeñas comunidades donde el destino de uno implicaba de algún modo el de los otros. O, digamos: donde era fácil de ver que el destino de cada uno implicaba de algún modo al de los otros —y entonces las personas se cuidaban. Quiero creer que el momento culminante de esa idea fue aquella Atenas, cuando los ciudadanos descubrieron que dependían unos de otros en el combate porque habían inventado la formación hoplítica, donde cada hombre valía lo mismo que el de al lado porque alcanzaba con que uno desfalleciera para que la formación se rompiese y los mataran. Entonces produjeron eso que llamaron democracia, donde el voto de cada hombre valía lo mismo que el de al lado —siempre que ese hombre fuera ciudadano y se las arreglara para vivir del trabajo de los esclavos y los inmigrantes. La democracia convirtió aquella idea de humanidad en una forma política. La humanidad, en síntesis, era eso: que todos los hombres importan —y, de algún modo, se equivalen. Pero eso es fácil de ver cuando los que importan son Abel el pescador de aquella casa, Mabel la hija del herrero, Jezabel la morocha tetona: los vecinos.

El cristianismo quiso —¿quiso, realmente?— trasplantar esta noción de barrio a escala general con esa idea universalista de la ecclesia y de que hay que tratar al prójimo —a todo prójimo— como a uno mismo: un discurso atractivo que nunca practicó. Y después, en el siglo XVIII, la idea de humanidad se usó para pelear contra esa misma religión, y se consolidó en el XIX cuando Marx leyó a Terencio y repitió que nada de lo humano le era ajeno. Pero, en cuanto pudieron, los marxistas empezaron a hablar de socialismo en un solo país y que se pudran los demás, y de Siberia y gulags.

Todo en nombre de la humanidad: la idea de que todos somos parte de lo mismo y que el bien de uno necesita el bien de todos y por eso todos tenemos que cuidarnos mutuamente. No hay idea más resistente: las conductas siempre la contradijeron, pero esas conductas se entienden como errores, desviaciones. Las mejores ideas, las más poderosas, son las que nunca se verifican —y su irrealidad constante las conserva y realza.

La humanidad es una de ellas. Es fácil, en general, ver su irrealidad: basta con ir a cualquier pueblo de la India, a los suburbios de mi ciudad natal, a un CIE aquí muy cerca. Solo que ahora, en estos días, su realidad atacó: frente a los virus, que son tan brutos que no discriminan, la humanidad existe —y es, para muchos, un engorro. Ya vendrán tiempos de olvidarla, que no nos cuesta nada.

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