La distancia social
Si todo sigue así, el mundo será, durante años, un lugar asustado con mucho menos tacto, caras enmascaradas, alcohol hasta en la sopa.
Me los imagino oyendo esas historias viejas con incredulidad, riéndose, codeándose; imagino a sus mayores insistiendo.
—Uy, el abuelo ya empezó a hablar de esas épocas en que la gente se tocaba.
—Claro, abuelo, y ahora nos vas a decir que también se daban besos…
Y el abuelo mascullará ay estos jovencitos y les pasará trozos de series o películas para mostrarles que eso era tan común, y el menor le dirá que bueno, también en otras los superhéroes vuelan. Y el abuelo insistirá y los nietos vale, yayo, que ya está bien de batallitas, por qué no hablamos de otra cosa.
La primera columna que publiqué en estas páginas, hace casi siete años, versaba sobre el beso de los argentinos: decía, entonces, que quien entendiera por qué los varones de mi primera patria nos besábamos al encontrarnos habría entendido muchas cosas. Hasta ahora era así: algunos nos acercábamos más que otros. Los pueblos mediterráneos se toqueteaban, por ejemplo, mucho más que los nórdicos; los sudacas tanto más que los gringos. Pero la pandemia viene, se diría, a acabar con todo eso. A reemplazar los diversos toques por la unánime “distancia social”. La expresión no es nueva, tiene años. Y sin embargo a fines de este, cuando nos caigan los balances, alguno de los infatuados habituales dirá que distancia social es la palabra(s) del año y creo que, por una vez, tendrá razón.
La noción, claro, es muy antigua. La idea de que no hay que tocar a ciertos enfermos es un clásico. Durante siglos fueron los leprosos: los metían en prisiones especiales para que no nos rozaran —y nos salváramos de verlos. Tardamos generaciones y generaciones de leprosos condenados al encierro hasta entender que la lepra no se contagia al toque: que se necesitan años de contacto continuo para que una persona con ciertas predisposiciones la contraiga.
Ahora también el miedo del contagio nos aparta. La gran diferencia es que el corona nos convierte a todos en leprosos transitorios —y que no se nos nota. Vivimos en un mundo que imaginamos lleno de pequeñas bestias terroríficas, tan pequeñas que no podemos verlas pero pululan en toda superficie, en el aliento de los otros. Cualquiera puede estar infectado, leproso sin saberlo, sin signos distintivos, y entonces lo que siempre fue una forma de discriminación se convierte en puro miedo indiscriminado. Esa es la belleza del truco: todos podemos ser portadores de la condena, aun sin querer, aun sin parecer. Por lo tanto no hay que acercarse a nadie. Hay una forma nueva de la sociabilidad que, hace dos meses, habríamos calificado de asocial.
Vivimos en el miedo, y no parece probable que este miedo se disuelva rápido. Ya nos dicen que hay que temer rebrotes, recaídas, y que habrá que seguir sin arriesgarse a acercarse a un semejante. Una generación crecerá con la admonición constante de sus padres: no lo toques, que puedes enfermarte. Y muchos le harán caso, y cuando pase lo más agudo del asunto muchos seguirán haciéndole caso por si acaso: si todo sigue así, el mundo será, durante años, un lugar asustado con mucho menos tacto, caras enmascaradas, alcohol hasta en la sopa. Un mundo donde los inadaptados de siempre irán de la mano por la calle, se besarán, intentarán saludar a los demás con un beso o un abrazo o tenderán su mano y provocarán saltos hacia atrás, hacia la seguridad de la distancia. Un mundo donde darse la mano será un gesto de coraje, de confianza extrema —y muchos lo harán y correrán a lavarse. Un mundo donde el infierno, más que nunca, serán los otros.
El corolario es claro: si quiere tocar a alguien, tóquese usted mismo. Es la cumbre de la distancia social, de esta idea tan actual de que no hay nada seguro fuera de sí. Ya lo recomendó el Ministerio de Salud de mi otro país: lo mejor es la masturbación —siempre que después, por si acaso, se lave bien las manos.
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