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Columna
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El síntoma

Un hombre con máscara se refleja en un anuncio sobre el coronavirus, en Brasilia (Brasil)
Un hombre con máscara se refleja en un anuncio sobre el coronavirus, en Brasilia (Brasil)Joédson Alves (Efe)
Martín Caparrós

La duda es su alimento. Encerrados para no tenerlo, nos preguntamos sin parar si lo tenemos. Nos pasamos los días palpando con la mente nuestros cuerpos.

Estos días vivimos acurrucados, atrincherados, temiendo al enemigo, rodeados por metáforas de guerra. Vivimos en un mundo bajo asedio, con costumbres distintas, esperanzas distintas, el mismo miedo viejo. Tantas cosas nos turban y hay, entre tantas, una palabra que se apoderó de nuestras vidas: síntoma.

La palabra síntoma tiene más de 2.000 años. La inventaron médicos griegos con ese sufijo que su lengua usó tanto: syn. Nuestros idiomas están llenos de palabras que empiezan con ese sin que significa con, junto:simpatía es compartir el pathos, un dolor; síntesis es juntar thesis, opiniones, posiciones; sinfonía es reunir phonos, sonidos o voces. Y síntoma quiere decir lo que coincide, lo que aparece al mismo tiempo. Un síntoma es lo que te sucede junto con alguna otra cosa para decir que esa otra cosa te sucede.

Ahora mismo esa otra cosa es ese virus que nos ha detenido, que ha cambiado nuestras vidas en pro de nuestros cuerpos. En sociedades que viven para cuidar y mostrar sus cuerpos, que los esculpen, los retratan, los aman y detestan, viven pendientes de ellos, nunca hemos estado tan pendientes. Estos días nos encerramos para preservar nuestros cuerpos, y ese encierro subraya todo el tiempo ese cuidado. Estos días los cuidamos tanto que no dejamos que nuestros cuerpos toquen otros cuerpos. Y en ese encierro y aislamiento los examinamos obsesivos, buscamos con horror esos síntomas del horror que no sabemos cómo evitar: solo sabemos esperar que no nos toquen, rogar a ningún dios que no nos toquen, y oscilamos entre el a mí nunca y el a mí seguro.

Esa duda es el alimento de los síntomas. Los síntomas siempre son preocupantes, pero estos días nos ocupan. Nos cuentan mil veces cuáles son; encerrados para no tenerlos, nos preguntamos sin parar si los tenemos. Nos pasamos los días palpando con la mente nuestros cuerpos, chequeando cada una de sus reacciones, preguntándonos con el corazón en la boca si esa tos no será por fin la señal tan esperada inesperada desesperada, tan temida: el síntoma. El síntoma se apoderó de nuestras vidas.

Y es curioso que el síntoma funcione con modos tan actuales: no importa por lo que es sino por lo que dice. Un mínimo sofoco te molesta pero más que nada te preocupa porque no sabes qué lo causa, qué te dice sobre los desarreglos, las asechanzas de tu cuerpo. El síntoma es la forma que tiene el cuerpo —nuestro cuerpo, nosotros mismos— de hablarnos, de amenazarnos, y no siempre es del todo comprensible. El síntoma te obliga a escucharte el cuerpo con una escucha temerosa: establecer con tu cuerpo relaciones de miedo. Un síntoma —es su ferocidad, nuestra desgracia— puede significar cosas tan distintas.

El síntoma es un animal lleno de astucias, de pequeñas perfidias. Puede ser objetivo o subjetivo, y se aprovecha. Si el cuerpo se te llena de manchitas alguien lo mirará, evaluará, dirá de qué se trata. Pero cansarse o sentir dolor en la cabeza o en el pecho es imposible de medir con precisión, siempre sospechable: lo embustero, socarrón del síntoma.

“Manifestación reveladora de una enfermedad”, lo define la Academia, que prefiere la concisión sin más alardes. Aunque enseguida se pone más mistérica: “Señal o indicio de algo que está sucediendo o va a suceder”. Sin decir que el problema es precisamente ése: porque algo está sucediendo, tanto va a suceder. En estos días tener alguno de los síntomas temidos puede ser el principio de una ordalía incalculable. Por lo cual, tan a menudo, mientras podemos, nos hacemos los tontos, no escuchamos los síntomas: no, no debe ser nada, me confundo; no, esto me pasa siempre; no, es pura sugestión, estoy nervioso. Si algo sabemos —está claro—, es negar lo evidente, lo innegable. Si algo sabemos es mentirnos. El síntoma, a veces, lo permite, se ríe y regodea, espera con la paciencia del que sabe, no se apura.

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