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Por un pelo

Arriba, fragmento de los apuntes de anatomía de Leonardo da Vinci.
Arriba, fragmento de los apuntes de anatomía de Leonardo da Vinci.Getty Images
Martín Caparrós

Este es un asunto de bigotes. Saber cómo vivimos y por qué. Vivimos sin mirarnos. Hemos ido armando un mundo donde nada tiene explicación.

ACABO DE ARRANCARME un pelo del bigote —con perdón. Lo miro, es uno de los oscuros todavía, me da pena: ya no me quedan muchos y lamento y extraño cada uno que se va. Pero el hombre es un animal optimista —¿son los animales optimistas?— y consigo, todavía, preguntarme si en su lugar me crecerá otro oscuro o una cana prepotente, desdeñosa; no lo sé. La ignorancia —esa pequeña ignorancia, esa ignorancia que debería ignorar— me impresiona: no sé siquiera si el pelo que crece cuando me arranco uno es otro igual —si es la misma raíz que retoña o es una nueva que ocupa el lugar de la anterior y si, aun así, conserva sus caracteres principales.

Llevo mi bigote conmigo a casi todas partes desde hace más de cuatro décadas. Me identifican por él, con él; para mi sorpresa y mi vergüenza, soy de muchos modos, mi bigote. Y ni siquiera sé cómo crecen sus pelos. Supongo que podría averiguarlo, pero no lo sé. Y sí sé que he vivido todos estos años sin saberlo.

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Es un ejemplo muy menor —y es, por eso, un gran ejemplo. Vivimos sin saber cómo vivimos ni por qué: vivimos sin mirarnos. Sin saber, sin ir más lejos, cuáles son los billones de procesos que se suceden todo el tiempo para que yo pueda escribir las palabras todo el tiempo, para que usted pueda leerlas, para que ambos podamos olvidarlas.

A veces creo que esa ignorancia es necesaria: que si pudiéramos ver lo que sucede dentro de nuestros cuerpos nos sería muy difícil mirar cualquier otra cosa. “Que ese espectáculo sería tan fascinante, tan aterrador, tan exigente para su único espectador interesado que ese espectador —hipnotizado, rehén de lo que el espectáculo produzca— no podría distraerle su atención ni un segundo. Que la fascinación sería completa: que no habría nada más o mejor en el mundo. Que en esto, como en tantas otras cosas, la ignorancia es condición indispensable. Que tener piel nos salva”, escribió un autor casi contemporáneo. Así que vivimos —“nos dejamos vivir”, decía el maestro— sin saber cómo.

Nunca necesitamos saberlo: somos máquinas que funcionan más allá de la supuesta voluntad de sus supuestos conductores. Pero cuando empezamos a crear máquinas más allá de nuestros cuerpos, tuvimos que entenderlas. Y así lo hicimos, las hicimos. Durante la mayor parte de la historia los utensilios y herramientas que los hombres y mujeres usaban fueron lo suficientemente simples como para que todos los comprendieran. Un martillo, un tornillo, una palanca, un engranaje, una vela, un telar incluso estaban claros. El hombre era, entonces, un amo de la creación: un cuerpo opaco, lleno de misterios, controlando cuerpos comprensibles.

Es obvio que ya no. En los dos últimos siglos nuestras máquinas se fueron humanizando: volviéndose, a imagen y semejanza de nuestros cuerpos, incomprensibles, oscuras. Y ahora no sé más sobre el proceso biológico que consigue que mi dedo anular pulse una tecla con la I que sobre ese electrónico hace que, tras la presión, aparezca, en esta pantalla, una letra I.

Parece tonto y es, sin embargo, uno de esos grandes cambios civilizatorios: hemos ido armando un mundo donde nada tiene explicación —o, por lo menos, donde la inmensa mayoría vive sin conocerla. No entendemos procesos, conocemos funciones. Y eso funciona para todo. Somos máquinas que no entendemos que manejando máquinas entendemos menos. Por eso, supongo, tantas cosas nos dan tanto miedo.

O, por eso, nos resignamos a no entender, en general, el mundo: a dejar que otros “lo entiendan” y lo manejen por nosotros. Por eso, supongo, nos dejamos gobernar por quienes nos gobiernan, contar cuentos por quienes nos los cuentan, rezar por esos que nos rezan. Decidimos no saber, y así estamos tan bien. Si el bigote, al fin y al cabo, crece igual. 

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