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La madre de las elecciones

La productora Grace Wyndham Goldie, en los estudios de la BBC en 1955.
La productora Grace Wyndham Goldie, en los estudios de la BBC en 1955.George Konig / Hulton Archive (Getty Images)
Martín Caparrós

En 1950, cuando la radio era el medio dominante, la británica Grace Wyndham Goldie se inventó la primera cobertura televisiva de unos comicios.

NO SOLO ERA mujer; tenía, además, ese acento escocés lleno de erres y vocales raras, y algunos de sus colegas, tan hombres, tan ingleses, la miraban con esa mezcla de sorpresa y desprecio que solo se aprende, con cierto esfuerzo, en Oxford o en Cambridge. Pero ella también había estudiado filosofía por allí, y eso la hacía más extraña todavía.

Grace Wyndham Goldie se llamaba así porque se había casado con un actor que se llamaba así. Antes, al nacer, en 1900 y en un pueblo de Escocia, se había llamado Grace Murrell Nisbet; su padre era un ingeniero colonial que la llevó a vivir en Egipto y estudiar en Alejandría; después volvió, estudió más, se casó, enseñó historia, empezó a escribir —por casualidad— columnas en la revista de la BBC y, de allí, saltó a la radio y, por fin, a la televisión. Ya tenía más de 40 años.

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La tele, en esos días iniciales, era el hermanito bobo de la radio. En 1947 la radiodifusión británica llegaba a decenas de millones; la televisión, a unas 20.000 casas de Londres. Pero se desarrollaba rápido, cada vez más personas podían comprarse un aparato y había que llenarlos. Aun así, cuando se lo ofrecieron, la señora Wyndham dudó mucho: “Entonces, la radio era la figura paterna, bien establecida y responsable; la televisión era el adolescente extravagante y pesado”, escribiría después. Pero la tentó la evidencia de que allí nada estaba hecho, todo por hacerse: que podría inventar. Y esa noche inventó.

El 23 de febrero de 1950, el Reino Unido se jugaba otra vez su destino en unas elecciones. Tras la guerra, los laboristas de Clement Atlee habían desplazado al gran héroe bélico, sir Winston Churchill, y dedicado esos cinco años a nacionalizar los ferrocarriles, la minería, la salud y el Banco de Inglaterra; querían seguir, pero los conservadores amenazaban con ganarles el Gobierno. En esos días, una elección era algo que los ciudadanos podían seguir, si acaso, con dificultades, por la radio. Wynd­ham pensó que ya era tiempo de que la televisión se ocupara de eso —y que no había mejor medio para mostrar cifras, mapas, debates, esquemas, opiniones: para contarlo como nadie. Nadie, antes, en ningún lugar del mundo, lo había hecho.

El programa se anunció para las 21.00. Habitualmente las emisiones terminaban a las 22.30 pero esa noche, avisaron, durarían un poco más —aunque los ingenieros pronosticaron que los transmisores explotarían por el esfuerzo. Sin embargo, todo fluía: un presentador anunciaba cifras y noticias, tres expertos comentaban y una conexión con el centro electoral agregaba resultados en directo. “Nadie, ni siquiera aquellos líderes cuyo futuro dependía de los resultados, supo qué pasaba antes que un pastor en las Highlands o un ama de casa en Islington. El privilegio de unos pocos volvió a ser ampliado a muchos”, escribiría Wynd­ham años después. El programa terminó a eso de las dos de la madrugada: los laboristas seguían gobernando Inglaterra y ella había inventado algo —y aumentado la tasa general de democracia.

Wyndham era, según uno de sus colaboradores, “como un pajarito, una mujer pequeña con una cara muy bien dibujada, una mente afilada y mucho encanto” —que tenía asustados a todos. Muchos dijeron que debería haber dirigido la BBC, pero era una mujer y ese mundo —su mundo— no estaba preparado para eso. Se retiró a sus 65 y vivió 20 años más, escribiendo, recordando, aburriéndose.

Ahora, lo que queda de ella es un fondo de caridad, una gran foto en la entrada del palacio londinense donde hacía sus programas y el hecho de que las elecciones son, en todo el mundo, algo que sucede en las pantallas de los televisores. Es curioso cuando nos enteramos de que algo que ya parece natural fue el invento de alguien; es un gusto descubrir que ese alguien fue la más inesperada, la que sí era distinta. Suele suceder. 

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