No amanecemos
Somos una cultura que no considera que la aurora sea parte de sus días. En sentido absolutamente literal: nuestros días empiezan cuando el día ya está hecho.
ESTÁ CLARO: somos una cultura que abandonó el amanecer. Es eso nada más, pura insistencia, la frase que me repiquetea desde hace días y días: somos una cultura que abandonó el amanecer.
No sé si la idea tiene mucho desarrollo. Está claro que es una tontería: con tantos problemas tan serios que requieren y merecen nuestra atención, a quién le importa. Y para colmo acecha, despiadado, el peligro de caer en la metáfora barata o el jugueteo pavote: que ya no miramos los principios del día, que ya no nos importan los principios, que no nos despertamos, que nos sentimos más cerca del ocaso —y otras sandeces de ocasión. Y no se trata de eso; es algo mucho más concreto y más real: somos una cultura que no considera que la aurora sea parte de sus días.
En sentido absolutamente literal: nuestros días empiezan cuando el día ya está hecho. Nos levantamos —los clásicos decían “nos recordamos”— cuando hay luz en el mundo. Es, antes que nada, un efecto secundario de la electricidad. Durante milenios, los hombres vivieron al ritmo del sol: en la noche todo era tanto más difícil, e iluminarse era envidiado privilegio de unos pocos. Entonces las personas se despertaban con las primeras claridades —o un rato antes, para aprovecharlas— y se iban a acostar poco después de las últimas.
La difusión de la luz eléctrica cambió esas costumbres: podemos aclararnos cuando queremos y podemos inventarnos los horarios y podemos consagrar la noche como el espacio más apetecido, el trofeo de nuestro triunfo sobre la naturaleza. La luz del día es para trabajar —para entregar fuerza de trabajo a cambio de los medios para reproducirla— y la de la noche para divertirse; el día es ajeno y la noche se hace propia, es nuestra recompensa. Y en esa conquista de la noche perdimos el amanecer.
Es raro, como ajeno; solo lo vemos por un desvelo o un insomnio o un viaje o una enfermedad o, más a menudo, por un exceso bienvenido: al terminar una juerga o unos amores tan felizmente largos que llegas a ver nacer el día. Es un momento extraordinario en el sentido más estricto: que rompe con la forma ya aceptada, ya normal del tiempo.
Aunque es cierto que vivimos en ciudades, montones de cemento donde se hace difícil ver el alba o el ocaso: donde todo está organizado para que los fenómenos naturales intervengan lo menos posible —y se vean lo menos posible. Y es cierto que el amanecer perdió buena parte de su lugar hace más de 2.000 años, cuando los romanos armaron este horario raro en que los días no empiezan cuando empiezan sino en el medio de la noche —y eso le sacó al alba la fuerza de ser una hora cero verdadera, la hora del comienzo.
Pero aun así, el fenómeno es más amplio: no creemos que ver amanecer forme parte de nuestras actividades habituales. Lo siento, y no lo siento por ninguna nostalgia naturalista; como decía el maestro Voltaire, “mi culo es natural y no por eso ando exhibiéndolo”. Lo siento porque hay pocos momentos en que el mundo resplandezca tanto. Y porque hay pocos en que el renacimiento, ese ciclo que vuelve a empezar y te vuelve a ofrecer promesas y esperanzas, se sienta tan potente. Belleza: lo que perdemos es belleza y un modo peculiar del optimismo, cuando todo es posible todavía.
Es eso, un despilfarro, y no me queda mucho por decir. Solo que somos una cultura que abandonó el brillo del amanecer y ganó, a cambio, las deseadas sombras de la noche. Son elecciones —de esas, faltaba más, que otros hicieron por nosotros; de esas que actuamos, sin pensarlas, día tras día, noche tras noche, bombilla tras bombilla. Y que estos días, mientras celebramos que algo vuelve a empezar, suenan aún más extrañas.
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