La vuelta a casa
El trabajo domiciliario, hoy llamado teletrabajo, no es nuevo. Se inventó en Inglaterra en el siglo XVIII. Es probable que ahora se quede en muchos hogares.
En esos días las personas trabajaban en sus casas. Inglaterra, 1750: su prepotente producción textil era obra de hombres y mujeres y niños que hilaban y tejían con ruecas y telares en sus hogares pobres. El — digamos— empresario recorría la comarca para llevarles lana o algodón; después recogía el producto terminado y lo vendía por un buen dinero: mucho más, por supuesto, que el costo de la materia prima y el trabajo de esos señores y señoras. La plusvalía no tenía nombre todavía pero era tan real.
El sistema en cambio sí tenía: lo llamaban home working, pero no iba a durar. Ruecas y telares ya se estaban haciendo más complejos cuando uno de los grandes inventores de la historia, el escocés James Watt, aprendió a manejar la energía del vapor y otro, el inglés Edward Cartwright, la usó para hacerlos funcionar. Las nuevas máquinas eran tan grandes y tan caras que ninguna familia podía tener una en su casa, y llegó el cambio decisivo: señores con dinero o crédito —en Liverpool, Mánchester, Birmingham— se atrevieron a instalar docenas de esos monstruos en un mismo galpón y contratar personas para manejarlas. Habían inventado la fábrica, y lanzado una forma de sociedad distinta.
A principios del siglo XIX la Revolución Industrial avanzaba, con máquinas más y más astutas; los tejedores más calificados las quemaban porque pensaban que los dejarían en la calle. Las fábricas necesitaban más mano de obra sin calificar y las ciudades donde se instalaban se agrandaron con los campesinos que llegaban a ofrecerla —y armaron la primera clase obrera. Y se necesitaron transportes para llevar tanta mercadería y se hicieron caminos y canales y después trenes y barcos de vapor, y se formaron sindicatos y partidos y los banqueros e industriales se volvieron poderosos y todo empezó a parecerse al mundo en que vivimos.
Desde entonces, para la gran mayoría, trabajar fue ir a trabajar, desplazarse a un lugar donde alguien poseía el espacio y las herramientas laborales. Pero ahora, para demostrar que la historia tiene, a veces, tentaciones de círculo vicioso, parece que vamos a volver a aquel home working, que queremos llamar teletrabajo.
Es otro efecto de los cambios técnicos: los ordenadores sintetizan tantas máquinas que entonces muchos tienen, en su casa, todas las necesarias para hacer el trabajo que sus patrones quieren. El teletrabajo ya avanzaba, pero llegó a todos los rincones gracias a la peste —y es probable que se quede en muchos.
El teletrabajo tiene sus ventajas: el patrón no debe pagar y limpiar y custodiar un lugar para sus empleados, no necesita vigilar entradas y salidas ni bancar comidas y traslados. Parece, a primera vista, más barato, más controlable, más moderno. Pero hará mucho más difícil esa colaboración casual —fuente de beneficios importantes, inesperados— que los marketineros llamaron sinergia.
El trabajo ya no será un lugar de encuentro, de sociabilidad, de cruces; no iremos a él, él vendrá a nosotros. No será tampoco aquel tiempo fijo, separado del tiempo del ocio: nueve a cinco es de ellos, el resto es mío. El tele te pone en modo trabajo semipermanente; mediciones de la pandemia dicen que los teletrabajadores teletrabajan, de media, dos horas más que cuando iban a la oficina. También es cierto que no invierten horas —que nadie paga— en llegar hasta ella.
Al ritmo de los tiempos, el teletrabajo también aumentará las desigualdades: solo podrán hacerlo quienes tengan un ordenador y una conexión buena; tantos no los tienen. Y, para los que sí, será más complicado juntarnos con los compañeros para exigir mejores condiciones. El sindicalismo empezó en el siglo XIX cuando acabó el home working. Ya me han contado alguna asamblea en Zoom: no parece lo mismo.
Y faltará, sobre todo, la mejor excusa que ahora tienen tantos para salir de su ámbito chiquito, conocer personas, asomarse a otros mundos. La claustrofobia va a ser, si seguimos así, la próxima pandemia.
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