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Lo que puedes hacer para controlar el hambre y no picar de más durante el confinamiento

Sea por estrés o aburrimiento, la convivencia con la nevera es difícil estos días. Recordamos algunos consejos para mejorarla

Andrés Masa Negreira

Estos días de confinamiento me he reencontrado con una vieja enemiga. Me acordé de ella pocos días después de iniciar el encierro y la saqué del armario. Sabía que volvería a necesitarla porque, desde que no piso la calle, la comida que debería durar una semana se esfuma en cuatro días. Bueno, no toda... Aún conservo las judías, la ensalada y el brócoli; son las patatas fritas, los cacahuetes y todo lo que encaja entre dos rebanadas de pan lo que vuela a una velocidad pasmosa. En realidad, la báscula no puede más que certificar que, pese a no ser el mayor de mis problemas en este momento, he constatado que no sé convivir con la nevera. ¿Cómo consigo decir que no a sus constantes invitaciones para preparar un aperitivo furtivo?

Será el estrés, me digo. Y no me falta razón

A veces, la tensión hace que el estómago se cierre y no entre un bocado, pero muchas otras provoca el efecto contrario: activa lo que se conoce como hambre emocional. En este terreno hay estudios científicos para todos los gustos, incluso uno que concluye que la ansiedad, la emoción que más a menudo acompaña al estrés, desata el apetito con tanta intensidad que estar estresado es comparable a comer una hamburguesa doble con queso. Eso sí, hay un matiz fundamental que apuntó a BUENAVIDA Fernando Fernández-Aranda, coordinador de la Unidad de Trastornos de la Alimentación del Hospital de Bellvitge, en Barcelona, cuando la revista informó del trabajo. Según él, lo que puede engordar son las estrategias utilizadas para aliviar el estrés, unidas a una vida sedentaria. Y lo peor "es que se generará un círculo vicioso que activaremos en futuras situaciones de impacto".

Las técnicas de relajación, combinadas con herramientas de gestión emocional, pueden ayudar. Al menos lo hacen en casos extremos como el de los comedores compulsivos. Recursos como la respiración diafragmática, que trata de incidir en funciones vitales como la frecuencia cardíaca a través del control de la respiración; o a la relajación muscular progresiva, que busca aliviar la tensión corporal con ejercicios específicos, pueden marcar el camino. Intentar beneficiarse de estas técnicas cuando el estómago ruge sin necesidad al menos será mejor que prepararse un bocadillo y abrir un refresco.

El problema es que todo lo que me apetece engorda

Todo lo sabroso, lo palatable en la jerga nutricional, me tienta. A veces son alimentos dulces, otras veces, ricos en grasa. Son precisamente los dos tipos de comida que se relacionan con el hambre emocional. Pero no son los únicos que están saboteando mi salud, aquellos ricos en sal también tienen su peligro. El sodio, la grasa y el azúcar configuran la tríada de ingredientes que los científicos han relacionado directamente con los alimentos hiperpalatables, esos que si pruebas un bocado no puedes dejar de comerlos. Aunque lo suyo es no comprarlos, pues es raro que tengan un valor nutricional interesante, si los metes en casa están mejor en la despensa que dando vueltas por la encimera, a la vista de cualquiera. Eso de que comemos por los ojos es tan cierto como que a nadie le amarga un dulce (o a casi nadie).

Lo bueno es que, según un trabajo de la Universidad de Kansas, en Estados Unidos, quizá se puedan detectar los alimentos hiperpalatables solo con mirar la etiqueta nutricional. Las conclusiones del análisis apuntan a que uno debería tener cuidado con aquellos productos en los que más del 20% de las calorías proceden de las grasas y otras tantas del azúcar; cuando más del 25% de las calorías están en la grasa y el 0,3% del peso del producto, o más, es sodio; y cuando más del 40% de las calorías proceden de carbohidratos y el contenido de sodio es igual o superior al 0,2%. No comprar es la salida fácil (en principio, porque si entras al supermercado con hambre puedes salir con cualquier cosa), pero hay veces que hace falta algo más.

¿Pero qué se puede hacer? ¿Cómo consigo comer menos?

Sigo haciendo las mismas tres comidas que antes de tener que quedarme en casa, el problema está en el tiempo que pasa entre ellas. El indulgente momento de picoteo al llegar del trabajo se ha multiplicado hasta el punto de que he perdido la noción de las veces que visito la nevera cada jornada. Afortunadamente, para apuntalar la fuerza de voluntad hay pequeños trucos y grandes retos que los expertos han apuntado en esta revista. Empecemos por el final: si eres capaz de repartir la ingesta calórica diaria en cinco comidas tendrás el problema medio resuelto (aquí tienes una buena guía para conseguirlo). Dividir el desayuno en dos capítulos, uno a primera hora y otro a media mañana, es un buen comienzo. Con esta estrategia, no te sentirás nunca lleno del todo, pero tampoco con un hambre voraz, lo que hará que sea más sencillo dejar de picar entre las comidas.

Si esta solución es inviable y vas a seguir con las tres comidas, hay pequeños gestos pueden marcar la diferencia. Ver los envoltorios de lo que comes ayuda a ser consciente de que te estás extralimitando y a poner un límite. Beber agua durante todo el día también mantiene el estómago ocupado (la Academia Española de Nutrición y Dietética recomienda tomar 1,8 litros de líquido al día, preferiblemente agua, mientras dure el confinamiento). Repetir los sabores es un truco sorprendentemente útil: si vas a comprar varias bolsas de patatas fritas, por ejemplo, es mejor que sean todas iguales porque eso puede aburrir un poco al apetito. Quien no debería aburrirse eres tú, ya que comer sin necesidad no siempre es cosa del estrés, también suele ser una manera de superar el aburrimiento. Por eso buscar un entretenimiento para desviar la atención suele dar buen resultado. Uno muy bueno es el ejercicio físico.

Moverse ayuda a elegir una dieta más sana

Según un pequeño estudio de 61 personas de mediana edad e inactivas, el ejercicio físico puede hacer que se coman menos alimentos de los que engordan. Los científicos de la Universidad de Leeds y otras instituciones que firman el trabajo, publicado en la revista Medicine & Science in Sports & Medicine el pasado noviembre, comprobaron que a los voluntarios que pasaron tres meses haciendo ejercicio les seguían gustando comidas calóricas como las galletas, pero que mostraban menos interés por ellas. O sea, que eran capaces de tomar elecciones más sanas para sus comidas, una habilidad que al final se refleja en la báscula.

Los voluntarios hicieron ejercicio cinco días a la semana, durante una hora cada sesión, o hasta que quemaban 500 kilocalorías, un nivel de exigencia que probablemente no vayas a alcanzar. Pero eso no debería impedirte tratar de alcanzar el mismo efecto con un esfuerzo más modesto, al fin y al cabo los científicos no tienen claro a qué se deben los resultados de esta curiosa investigación. Eso sí, ten en cuenta que hay que entrenar la fuerza de voluntad para evitar compensar el hambre extra que puede dar el deporte. No es que vayas a adelgazar forzosamente, pero tampoco vas a perder nada: hacer ejercicio físico durante el confinamiento es una buena idea para el cuerpo y la mente, y sobran las maneras de conseguirlo.

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