Las dos prisiones de la señora K
¿Será posible, Keiko Fujimori, que esta temporada de casi 13 meses privada de libertad te haya hecho recapacitar?
HACE MENOS DE un mes, pocas horas después de abandonar el penal de mujeres de Chorrillos, circulaste una fotografía al lado de tu esposo, tus dos hijas y tus dos perros. Todos sentados en un sillón, al lado de una tarta y unos globos de helio. Más que la foto, fue la frase al pie lo que atrajo mi atención. “Doy gracias a Dios y a la vida por esta nueva oportunidad”, escribiste.
No deja de ser curioso que hayas elegido esa combinación de palabras; después de todo quien agradece una “nueva oportunidad” admite, de forma implícita, haber despilfarrado las anteriores y deja entrever un propósito de enmienda. ¿Será posible, Keiko, que esta temporada de casi 13 meses privada de libertad te haya hecho recapacitar? ¿Es que acaso estás dispuesta a declinar tus aspiraciones políticas para dedicarte a tu familia y, por primera vez, a tu profesión? ¿O esa foto y esa declaración representan una nueva argucia efectista, otra promesa retórica de un cambio que jamás llegará?
A veces pienso que desocupaste una cárcel solo para regresar a la anterior: la cárcel de tu apellido, de tu imagen, de lo que caprichosamente consideras tu “destino”. En rigor habitas esa prisión desde los 15 años, cuando te hiciste famosa por ser la hija mayor de un ingeniero nipón que de buenas a primeras se convirtió en presidente de Perú, un tal Alberto Fujimori. Pero esa prisión no elegida pasó a ser enteramente tuya a los 19, cuando aceptaste ser primera dama luego de que tu madre abandonara a tu padre acusándolo de haberla torturado. Eso marcó un punto de inflexión sin retorno. Lo que en su momento pareció el automatismo propio de una primogénita obediente y hasta cierto punto incauta (cuyo nombre en japonés significa “hija bendita”), con el tiempo fue revelándose como un creciente, a ratos enfermizo, deseo por gobernar. Esa necedad, Keiko, te ha llevado a enfrentarte a tu propio padre, romper relaciones con el menor de tus hermanos y rodearte de los personajes más siniestros e ignorantes que hayan atravesado la historia de la política peruana. Lo irónico, más bien trágico, es que mantener esas disputas familiares no te ha valido rédito alguno: fracasaste dos veces como candidata a la presidencia; fuiste una parlamentaria que apenas se caracterizó por su elevado índice de ausentismo al Congreso; el partido que heredaste atraviesa su mayor crisis de desprestigio; y actualmente lidias con la acusación de un grupo de fiscales que considera que encabezas no una organización política, sino una mafia corrupta coludida con la peor escoria judicial y el empresariado conservador más impresentable.
Como tú, tengo 44 años. Crecimos en la misma ciudad, en la misma época. Los hitos de mi adolescencia, como los tuyos, ocurrieron mientras tu padre convertía un Gobierno democrático en una dictadura salpicada de muertos y desaparecidos. Tú nunca supiste cómo deslindar con aquello.
Lo que quiero decir, Keiko, es que quizá ha llegado el momento, no de hacer una "breve pausa", sino de renunciar, de abocarte a defender en tribunales la inocencia que tanto alegas y permitir que el fujimorismo se reinvente o desintegre lejos de los Fujimori. Sal de esa otra cárcel. No vuelvas. Tus hijas te lo agradecerán. Que las ansias de poder no te quiten por segunda vez a tu familia.
Renato Cisneros es autor de 'Algún día te mostraré el desierto' (Alfaguara)
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