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Perú: repaso a una crisis política que no cesa

El país andino sigue lastrado por el desgobierno y la corrupción, con oposiciones cainitas que utilizan la desestabilización para erosionar los aparatos gubernamentales y satisfacer las ambiciones de poder

Una mujer sujeta una piñata de Pedro Pablo Kuczynski, en protesta por el indulto a Fujimori. / EFE
Una mujer sujeta una piñata de Pedro Pablo Kuczynski, en protesta por el indulto a Fujimori. / EFE

Los últimos dos años de la vida política peruana han estado lastrados por el desgobierno y la corrupción, sumiendo al país en una crisis a la que solo se le puede dar solución si se atienden algunos de los males endémicos e irresolutos de la democracia peruana. Su composición bicameral, tras las elecciones de 2016, dejó un país marcadamente polarizado, con un Legislativo fujimorista, organizado en torno a Keiko Fujimori, y a un empresario con trayectoria política como presidente. Éste, Pedro Pablo Kuczynski (PPK), fue ministro con Belaúnde (1980-1985) y Toledo (2001-2006), y se impuso por un escaso margen de votos frente a la hija de Alberto Fujimori.

Como era de esperar, el fujimorismo se mostró agresivo desde el inicio y tan pronto pudo intentó revocar algunos cargos del Gobierno de PPK, tal y como sucedería, primero con la ministra de Educación, Marilú Martens, y después con todo el gabinete en su conjunto. Esto, tras un intento de envidar las presiones de la oposición de quien fuera presidente del Consejo de Ministros, Fernando Zavala, al promover una cuestión de confianza truncada. Cuestión que tendría lugar el 14 de septiembre y que se resolvió la madrugada del día siguiente dejando consigo la dimisión en bloque y la conformación, de manera totalmente imprevista, de un nuevo Ejecutivo por parte de PPK.

Apenas transcurridos unos pocos meses desde aquello, y con unas relaciones con el Legislativo de absoluto descrédito, acontece una nueva situación que azota los cimientos del Gobierno de Kuczynsky. Lo anterior, como consecuencia de un escándalo de redes clientelares del mismo presidente que, cuando hacía las veces de ministro de Estado durante la presidencia de Alejandro Toledo, utilizó su posición de poder para favorecer servicios a Odebrecht a cambio de suculentos reembolsos. Nuevamente, el fujimorismo encontraba la ocasión perfecta para erosionar la figura del maltrecho presidente, de manera que en diciembre de 2017 solicita la renuncia presidencial, arguyendo impedimentos morales.

Si bien ésta no fructificó, PPK quedó arrinconado y su respuesta para reducir la presión de la oposición no fue otra que la de indultar a Alberto Fujimori. El indulto de quien fue responsable entre 1990 y 2000 del derrumbe de la democracia peruana gracias a una suerte de ‘patrimonialización’ del Estado y que dejó consigo crímenes de lesa humanidad, dejaba perplejas a miles de víctimas y millones de ciudadanos, cuestión aparte de la comunidad internacional. Además, huelga recordar que dicho indulto se daría en la Nochebuena de 2017.

Fruto de lo anterior dimitieron tres ministros del Ejecutivo y se sucedieron presiones desde la izquierda peruana, pero también desde el fujimorismo, al entender que aun con todo había nuevas pruebas que responsabilizaban al presidente por sus tratos de favor como ministro. De hecho, este intento de remoción prosperó, y hacia marzo de 2018 obtuvo el respaldo del Legislativo, en medio de un conjunto de filtraciones y evidencias de pagos irregulares que no hicieron sino minar, si cabe más, la de por sí afectada popularidad del presidente.

A todo ello hay que sumar el hecho de que el segundo de los hijos de Alberto Fujimori, Kenji Fujimori, también congresista, filtró una serie de vídeos en los que altos mandos del Gobierno negociaban con el partido presidido por Keiko Fujimori, su hermana, una serie de desembolsos en ciertas regiones del país a cambio de no promover su dimisión. Era un punto sin retorno que, al día siguiente, el 23 de marzo de 2018, hacia dimitir sin reservas a PPK y hacía que esa misma tarde, quien fuera hasta entonces vicepresidente, Martín Vizcarra, asumiera las riendas del Gobierno peruano.

Apenas tres meses después de todo lo anterior, el portal IDL-Reporteros, con el reputado periodista Gustavo Gorriti a la cabeza, destapa el enésimo caso de corrupción política en Perú. En esta ocasión se hacen públicas una serie de grabaciones que recogen tratos de favor, gratificaciones y favores de miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, los cuales se cobrarían la dimisión del ministro de Justicia, Salvador Heresi, y del presidente de la Corte Suprema. Este hecho dejaba de nuevo miles de proclamas y altercados de una población civil que abandera el lema, ya recurrido, “que se vayan todos”. La respuesta inteligente del oficialismo, la cual consiguió calmar los ánimos, fue la de convocar un referéndum en contra de la corrupción, y cuya medida nuclear era poner fin a las reelecciones de congresistas y magistrados.

Sin embargo, lejos de dicha realidad, el poder del fujimorismo en el Legislativo es tal que automáticamente puso en marcha una serie de leyes que dejaban en una compleja situación al poder del Ejecutivo. Por ejemplo, se revalidaba la elección de diputados y se promovieron elementos a favor de la opacidad y de las relaciones clientelares de los representantes del poder Legislativo, lo cual era respondido nuevamente desde el Ejecutivo y el Poder Judicial. En este vaivén de presiones y confrontaciones, Keiko Fujimori terminaba detenida por financiación irregular en su campaña de 2011, y Alan García, igualmente presionado por lavado de activos y relaciones con Odebrecht, solicita un derecho de asilo en Uruguay que fue tajantemente denegado por Tabaré Vásquez, el 3 de diciembre de 2018.

La enésima colisión entre el Ejecutivo y la rama fujimorista del poder judicial desencadenó el último proceso de crisis política de los últimos dos años. Esto, coincidiendo con el viaje del presidente Vizcarra para la toma de posesión de su homónimo brasileño, Jair Bolsonaro. El 31 de diciembre, el controvertido fiscal de la Nación, Pedro Chávarry, removía de sus puestos a dos de los valedores de la persecución a la corrupción presidencial de los exmandatarios Alejandro Toledo, Alan García y el mismo PPK. Es decir, destituía a Rafael Vela y José Domingo Pérez, desatando numerosas movilizaciones sociales. Así, a su vuelta, el 2 de enero de 2019, el mismo Vizcarra instaba al Congreso a declarar la emergencia del Ministerio Fiscal y conseguía la recuperación de dos fiscales de referencia en la investigación del caso Lava Jato.

El Estado se basa en una circulación de elites personalistas que limitan la función de los partidos políticos y personifican la acción pública de una manera tan vertical como despótica

Desde finales de enero, podría decirse que cuatro han sido los momentos de mayor notoriedad en una situación en la que, como se puede observar, confluyen voluntades políticas y judiciales manifiestamente enfrentadas. El 23 de enero retornaba Alberto Fujimori a la cárcel, y tres semanas después se suscribía un acuerdo con Odebrecht para el esclarecimiento de los casos de corrupción y tráfico de influencias. Tras esto, el 17 de abril sucedía un hecho sin precedentes: el expresidente Alan García se suicidaba en su vivienda cuando la policía acudía a detenerlo cautelarmente producto de las nuevas informaciones de vínculos con Oderbrecht, y PPK era detenido cautelarmente por un período de 36 meses con el fin de poder avanzar en las investigaciones judiciales.

En definitiva, y sobre la base de lo anterior, los últimos dos años han contribuido a visibilizar, cuando menos, tres males endémicos de Perú en particular y de buena parte de América Latina en general. El primero de ellos es la transnacionalidad de Odebrecht, protagonista del caso Lava Jato, que hace las veces de actor cohesionador de la corrupción y las redes clientelares organizadas en torno a esta empresa de construcción brasileña. Sus tentáculos han afectado a buena parte de los gobiernos de la región en la última década, si bien con suerte dispar. Se registran acciones de cohecho, corrupción y tráfico de influencias en Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá. Perú o Venezuela, si bien las consecuencias más visibles han sido desarrolladas en el país andino, en donde hubo acusaciones y procesos directos que involucran hasta cuatro presidentes –Ollanta Humala, Alan García, Alejandro Toledo y PPK- e incluso a Keiko Fujimori.

Esto iría conectado con dos elementos que tradicionalmente vienen desdibujando la democracia peruana, y buena parte de los sistemas políticos de la región. De un lado, un proceso de polarización política donde los sistemas partidistas tienden hacia contextos centrífugos, en donde lejos de coaliciones gubernamentales nos encontramos oposiciones cainitas que anteponen la desestabilización como razón de ser para, con ello, erosionar los aparatos gubernamentales y satisfacer sus ambiciones políticas. Unido a ello, reposa una ‘patrimonialización’ del sistema estatal en favor de una circulación de elites personalistas, que por un lado limitan la función de los partidos políticos per se, y por otro, personifican la acción pública de una manera tan vertical como despótica, tal y como sucede con Alan García y el APRA o, en su antípoda, con Fujimori y sus correligionarios.

Lo peor de lo anterior es que estas elites y apellidos han ido permeando, poco a poco, en buena parte de las estructuras del Estado, y han terminado por afectar a las estructuras judiciales y a los órganos de control, que más que parte de la solución se tornan en muchas ocasiones parte del problema. Más si cabe cuando la corrupción y la politización de la justicia se erigen como un binomio indisociable de parte de la política peruana.

La clave fundamental y, por suerte, así lo entiende la otra parte del sistema político y judicial peruano, reposa en fortalecer las claves de la democracia: mayor inversión pública, mejores mecanismos de rendición de cuentas y transparencia, unido a la necesidad de acotar los circuitos clientelares y los ámbitos de acción de las familias políticas que instrumentalizan para beneficio propio el Estado. Así, en definitiva, se trata de fortalecer los cimientos institucionales del Estado y, en particular, las responsabilidades y garantías del ejercicio de la acción pública como urgencias hacia las que debe mirar la democracia peruana. En especial, para dejar atrás el legado de un aprismo, de un fujimorismo y de un secuestro en general de las elites peruanas que solo podrá cambiar con nuevos vientos de una cultura política, ‘parroquializada’ a la fuerza, pero que en ciertos sectores críticos y con alta capacidad movilizadora de la sociedad civil, especialmente limeña, puede encontrar aires de necesaria renovación.

* Jerónimo Ríos es investigador postdoctoral y profesor de Geografía Política y Geopolítica en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (@Jeronimo_rios_)

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