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CARTA BLANCA
Columna
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Palabras aladas

Comprendí que lo primero que tenía que hacer era hablar de ti, de un campesino analfabeto que parecía un héroe de la antigüedad

LOS PROTAGONISTAS del primer libro que escribí somos tú y yo. También aparece mi padre, es decir, tu hijo, pero está como apretujado entre nosotros dos. En la historia aparecemos los tres al amanecer de un día de verano, saliendo de Milán para ir a vender tu casa de Puglia, la que compraste cuando os casasteis, la casa en la que nació mi padre y en la que yo pasé los veranos de mi infancia y de mi adolescencia. Para ti simbolizaba tu vida de campesino, para papá su juventud, para mí las vacaciones en la playa. La casa, tanto en la novela como en la realidad, se caía a trozos, las paredes se desmoronaban igual que nuestra memoria, para entonces ya rebosante de otros recuerdos. No llegamos a tiempo de hacer aquel viaje, así que me lo imaginé. Porque, por otra parte, ¿para qué sirve escribir? Para redimir la brutalidad del tiempo.

Cuando hablo de ti, me doy cuenta de que en mi fantasía te has transformado en una especie de héroe homérico. Te imagino más alto y más FUERTE de lo que eras. Es como si solo ahora comprendiera quién eras en realidad: un campesino analfabeto. ¿Te acuerdas? Cuando los nietos te poníamos delante los cuadernos del colegio, fingías que sabías corregirlos: el analfabetismo era tu vergüenza. Qué crueles pueden llegar a ser los niños… Solo ahora comprendo que aquella ignorancia contenía una fuerza extraordinaria, desconocida para todos los demás. Cuando nos contabas una historia, los nietos nos sentábamos en silencio, muy juntos, sobre la alfombra llena de migas de la merienda y poco a poco íbamos dejando de masticar. Nos quedábamos inmóviles con la boca abierta, contemplándote absortos. Los horrores de la guerra los conocí y comprendí a través de tus relatos, no a través del libro de historia que usábamos en el colegio. Allí todo parecía una abstracción.

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Luego fueron pasando los años. Aprendí a leer y a escribir, y pronto empecé a elegir yo mismo los libros, a leerlos con mi propia voz. Año tras año, la tuya se iba debilitando, sofocada por el asma y por todo el polvo de hierro que habías respirado trabajando, y yo ya no cabía en la alfombra llena de migas.

Cuando me sentí capaz de escribir una novela, comprendí que lo primero que tenía que hacer era hablar de ti, de un campesino analfabeto que parecía un héroe de la antigüedad y, sin embargo, era un hombre de mi época. Y que tenía que hablar también de mi padre, aquel personaje que en el libro aparece apretujado entre tú y yo, nacido y criado después de la guerra, emigrado a Milán en los años del boom económico, un hombre completamente distinto a ti. Rendir cuentas con vosotros era una forma de intentar rendirlas conmigo mismo, hijo de la precariedad, de la crisis y, sin embargo, el primero con estudios. Pero la raíz de mi mundo narrativo eres tú: la guerra, la emigración, los viajes, el trabajo sin derechos laborales… Es más, estoy convencido de que si ahora te escribo esta carta es por aquellas historias que me contabas junto a la ventana. Homero las habría llamado “palabras aladas”. Pero las tuyas, te lo aseguro, jamás emprendieron el vuelo.

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