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carta blanca
Columna
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Cosas que no le dije al señor Roth

Isabel Coixet

Me leíste tu libro. Tres veces. Te parabas en algún párrafo y decías: “¿No es esto magnífico?”. Yo asentía. Nunca hablamos de la película

NUNCA TE LLAMÉ Philip, porque desde que tu mayordomo me condujo hasta tu estudio, te hizo gracia lo de señor Roth. Recuerdo cómo ensayaba en el coche que me llevaba desde Manhattan a Connecticut, lo que te diría, el acento, el tono, la mirada. Fue en agosto de 2007 y un par de meses después iba a empezar a rodar una película, Elegy, basada en una de tus obras, El animal moribundo. Te habías negado a leer el guion (“Los escritores de Hollywood son rameras a las que se paga para que te limpien los mocos”, me dijiste más tarde) y exigías que el director de la película fuera a tu casa de Litchfield County para contarte en primera persona qué iba a hacer con el libro. Los productores, alarmados porque la producción peligraba si él me vetaba, me habían enviado en un avión privado desde Los Ángeles hasta Nueva York para que le convenciera. El piloto del avión había estado en la guerra del Golfo y durante el vuelo me enseñó una extraña maniobra de despiste muy popular, al parecer, en la aviación de guerra.

Llegué a la puerta de tu casa, después de siete horas de vuelo con un pirado y casi tres horas de coche. Me condujeron a tu estudio, un establo restaurado imponente al lado de la mansión principal. No te levantaste, me dabas la espalda. Me indicaste, sin mirarme, que me sentara ante él, al otro lado de la mesa de tu despacho, estabas escribiendo algo. Cuando levantaste la mirada, no pudiste ocultar tu sorpresa. Dijiste: “¿Eres la ayudante del director?”. “Soy el director”. “¿De dónde eres?” “De Barcelona”. “¿Has leído mis libros?”. “Todos, algunos dos veces, bueno, American Pastoral dos veces, es una obra maestra”. “Hummmm. ¿Y por qué, por qué crees que es una obra maestra?” “Porque eres el único escritor americano que, desde mi punto de vista, ha conseguido capturar la esencia y las contradicciones no sólo del sueño americano, sino de la inocencia, la inocencia infantil y maligna con que los americanos veis el mundo y os apoderáis de él”. Sí, te lo confieso, lo había ensayado porque ya tus agentes me habían dicho que no escatimara los elogios hacia tus libros y que no se me ocurriera alabar a otro escritor que no fueras tú en tu presencia. Pero sentía de verdad lo que había dicho. Pareciste satisfecho con mi respuesta, te levantaste y me estrechaste la mano. Yo miraba el pelo que te salía de las orejas para recordarme que eras mortal.

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Los tres días que siguieron los recuerdo entre una especie de niebla, parecida a la que cada mañana cubría las colinas que rodeaban tu casa. Me leíste tu libro. Tres veces. Te parabas en algún párrafo que te gustaba especialmente y me decías: “¿No es esto magnífico?”. Yo asentía: las primeras veces con sinceridad, después mecánicamente, pensando cuándo llegaría la hora de comer o cuándo íbamos a hablar de la película. Siempre te detenías en la escena cuando Consuela, la protagonista de El animal moribundo, le mordía la polla al profesor Kepesh. Hacías un ruido extraño con los dientes, me mirabas como esperando que me escandalizara. Me preguntabas cómo iba a rodar esa escena. Yo sonreía con firmeza diciendo que esa escena no iba a estar en la película porque nadie quiere ver un primer plano de unos dientes mordiendo una polla. Gruñías, maldecías a Hollywood, seguías leyendo. El tercer día quisiste que saliéramos a pasear, me preguntaste por mi escritor favorito, sabía que no podía mencionar a tus contemporáneos, así que dije Cervantes. “Daría un brazo por escribir como él”, dijiste. “Bueno, él también lo dio”, dije. Te reíste. Nunca hablamos de la película, pero no pusiste ningún problema a que yo la dirigiera. No te volví a ver, pero un día en mitad del rodaje recibí una llamada tuya. “¿Has puesto en la película la escena de la mordedura?”. “Eres incorregible, señor Roth, ¡por supuesto que no!”.

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