‘Suc de portocale’
La mayoría de las veces no entendía lo que querías decirme, pero no hacía falta, hay personas que están destinadas a comprenderse
QUERIDO RAFAEL. Lo primero que aprendí a decir en castellano fue Raúl González Blanco. Recuerdo que lo pronunciaba con elegancia delante de los chicos del pueblo porque quería presumir de que ya sabía español. Qué inocentes éramos todos.
Luego llegué aquí y, como era de esperar, me topé con la realidad. Lloraba porque no sabía hablar. Ni siquiera era capaz de ir a pedir una barra de pan. El nombre de Raúl no me servía para nada.
Hasta que llegaste tú, Rafael.
Mamá y papá me dijeron que tendría que ir a casa de un profesor particular para que me ayudase con el idioma, cosa que me pareció un lujo por aquel entonces. Nada más pisar tu portal, me recibiste con una sonrisa y me preguntaste amablemente si me apetecía tomar un suc de portocale. Así lo dijiste, en rumano. Un zumo de naranja. Era la primera vez que entendía lo que hablaba un español. Qué ironía, ¿verdad?
Y ahí comenzó todo, Rafael.
Pasábamos todas las tardes juntos, en tu salita. Yo hablaba en rumano y tú hablabas en inglés; y cuando los idiomas fallaban, tratábamos de comunicarnos en español. Me enseñabas tus cuadernos, tus manualidades, y me quedaba boquiabierto al ver cómo le sacabas partido a todo lo que te caía entre manos.
Me contaste historias de la España lejana que tú viviste, de tu trabajo, del amor que le tuviste y le sigues teniendo a tu mujer, a Rosario, de la casa de Chozas, de tu perrita Chiqui y de lo orgulloso que estabas de tus hijas.
Yo te escuchaba, embelesado. La mayoría de las veces no entendía lo que querías decirme, pero no hacía falta porque hay personas que están destinadas a comprenderse aunque no hablen el mismo idioma.
Después llegaron los versos. Tú los escribías para Rosario. De tu boca aprendí la palabra “poesía”. Me gustaba cómo sonaba. La apunté en mi cuadernito. Luego empecé a leerte. Tampoco te comprendía del todo, pero qué bien sonaban tus rimas. Tú fuiste el primer escritor que leí a conciencia, el primero que me fascinó. El primero al que imité. Tú me regalaste el primer libro que leí, la historia de Kiki Chatarras. Me encantaba la sonoridad del título.
Yo me convertí en tu fan, Rafael.
Te debo muchas cosas, no solo la palabra. Yo era un niño de 10 años asustado y tú me enseñaste qué es la esperanza. Y ahora sé que apostaste por mí cuando me pusiste delante la literatura y me salvaste la vida. No tenías por qué hacerlo, pero lo hiciste. Y esa es la diferencia entre la buena y la mala gente.
A veces me preguntan quién es ese Rafael del que tanto hablo. Fíjate, hay gente que te ha confundido con Alberti. Yo sonrío y me callo porque me gusta quedarme para mí la respuesta. Pero a partir de hoy todos sabrán cómo te llamas.
Rafael Ávila García. Ese es tu nombre.