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PALOS DE CIEGO
Columna
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El timo de la tercera España

Javier Cercas

Cuando una sociedad democrática se rompe es imposible quedarse en medio; mejor dicho, es posible —la cobardía obra milagros—, pero es un error.

NO SÉ DE QUIÉN fue la idea, pero ahora mismo goza de un crédito cada vez mayor. La idea es más o menos ésta: en la Guerra Civil ninguna de las dos Españas tenía razón, porque ambas —la republicana y la franquista— cometieron atrocidades sin cuento; la razón la tenía la tercera España: aquella que, como los dos bandos eran igual de malos, se declaró neutral. En esa inhibición, en esa equidistancia entre violencias opuestas se halla el germen de la España de hoy, cuya democracia ha logrado superar la lucha fratricida entre extremos inconciliables, y esa es la herencia que hay que reclamar.

¿Tiene esto sentido? Recapitulemos. En 1931 se instauró en España una democracia en forma de República que un lustro después fue víctima de un golpe de estado que provocó tres años de guerra y 40 de dictadura. Es verdad que, en 1936, la República era una democracia pobre y frágil, muy imperfecta —mucho más, desde luego, que la democracia actual—; pero era una democracia, así que, al menos para nosotros, afortunados ciudadanos de una democracia, no puede caber la menor duda de quién tenía la razón política en la guerra: quienes defendieron la democracia, no quienes la atacaron. Claro está que ni mucho menos todos los que pelearon por la República creían en la democracia, pero el caso es que pelearon por ella; claro está que los republicanos también cometieron atrocidades, pero el caso es que defendían el Gobierno legítimo de la República. O dicho de otro modo: antes de 1936 la tercera España no sólo era una posibilidad sino una urgencia (eso fue la República: un intento, tan torpe como se quiera, de forjar un lugar de convivencia pacífico para las llamadas dos Españas); pero a partir de 1936, cuando la democracia fue atacada y el país se partió por la mitad, la tercera España se convirtió en una ficción, en una fantasía, en un timo (y, en la práctica, en un respaldo a la España de Franco). Es lo que ocurre siempre en situaciones extremas. En la II Guerra Mundial los aliados cometieron muchas atrocidades, pero ni Hiroshima ni los bombardeos de las ciudades alemanas autorizan a decir que los nazis y los Aliados eran igual de malos, y que quienes tenían razón eran los neutrales. También cometieron graves errores los Gobiernos que lucharon contra ETA, igual que el que se enfrentó a la intentona separatista catalana de 2017, pero eran ellos, que poseían la legitimidad democrática, quienes tenían razón, y no quienes se inhibieron, equidistantes entre los que defendían la democracia y los que, con muertos o sin muertos, intentaron acabar con ella. George Orwell, que luchó por la II República y denunció sus atrocidades, lo dijo así: “Cuando se piensa en la crueldad, miseria e inutilidad de la guerra (…) siempre es una tentación decir: ‘Los dos bandos son igual de malos; me declaro neutral’. En la práctica, sin embargo, no se puede ser neutral, y difícilmente se encontrará una guerra en la que carezca de importancia quién resulte vencedor, pues un bando casi siempre tiende a apostar por el progreso, mientras que el otro es más o menos reaccionario. El odio que la República española suscitó en los millonarios, los duques, los cardenales, los señoritos, los espadones y demás bastaría por sí solo para saber lo que se cocía. En esencia fue una guerra de clases. Si se hubiera ganado, se habría fortalecido la causa de la gente corriente; pero se perdió, y los potentados de todo el mundo se frotaron las manos. Esa es la cuestión de fondo; todo lo demás es apenas espuma en la superficie”.

Claro que es la cuestión, y por eso la democracia ­actual debe reclamar la herencia de la II República. Cuando una sociedad democrática se rompe es imposible quedarse en medio; mejor dicho, es posible —porque la cobardía obra milagros—, pero es un error: o se está con la democracia, por imperfecta que sea, o se está contra ella. Por supuesto, hay que evitar que una sociedad se rompa; pero, si eso ocurre, no queda más remedio que hacer lo que hizo Antonio Machado, que defendió la II República hasta el final, y que escribió: “Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au-dessus de la mêlée”. 

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