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"Hola, me llamo Manuel y soy adicto a los 'snacks' en el trabajo"

Un periodista explora con humor los motivos que hacen que los segundos desayunos, los dulces y los pequeños aperitivos sean una costumbre tan difícil de evitar durante la jornada laboral

Los improperios de Andrés golpeando la máquina de vending mientras jura en arameo retumban por toda la oficina y, en mi mente, la imagen de un troglodita con taparrabos de piel y hueso en mano se fusiona en mi mente con la de Pedro Picapiedra gritando: "¡Vilma, ábreme la puerta!". La afrenta, haberle dispensado una botella de agua en vez de su innegociable refresco de las 18.30. Reniego de su comportamiento, me avergüenzo como especie por una actitud tan primitiva hacia los alimentos. "¿Y nosotros somos seres racionales?", repito con altivez para mí mismo, ladeando la cabeza. Pero mi argumento se vuelve hipocresía apenas unos instantes después, cuando oposito a figurante de la próxima temporada de The Walking Dead. Cual zombi ávido de porquerías que llevarse a la boca, mi propia imagen, reflejada en el cristal de la misma máquina, desencajada mientras busco con desesperación esa moneda de 50 céntimos que había reservado para la bolsa de arroz inflado, me golpea sin piedad. Hola, me llamo Manuel García Garrido y soy adicto a los snacks en el trabajo.

Siempre es la misma historia, o parecida. Estoy apurado porque no llego al cierre de la edición, he discutido con un compañero, el jefe me ha tirado de las orejas… lo que sea, y tengo que desahogarme ¿Me fumo un cigarro o me deleito con un donut? No fumo, conque tendré que ir a por la rosquilla. Pero, ¡vaya!, el paquete trae dos unidades... Caen los dos donuts, que se convierten en la viva imagen de lo que se conoce como comida emocional, un atajo para regular las sensaciones de ansiedad, estrés (que puede engordar tanto como una hamburguesa con queso), tristeza o desasosiego, y "una de las maneras en las que se empieza a generar una relación conflictiva con la comida", advierte la psicóloga experta en nutrición Itziar Digón.

Otro disfraz afable que esconde una cara perturbadora de la alimentación es la gratificación (en mi caso: que he terminado de escribir un artículo, ¡terrón de azúcar al canto!). Usarla como recompensa no siempre está mal, porque una función legítima de la comida, aunque secundaria, es la del disfrute, el confort y el hedonismo; "el problema es convertirla en la única fuente de placer", matiza Digón. Caemos en ciertos resortes y cuando queremos recompensarnos, aliviarnos y distraernos recurrimos a los snacks, y no suelen ser muy saludables. Pero no es una costumbre que necesariamente nazca de los empleados, algunas empresas han sido partícipes de ello porque en las reuniones de equipo se agasaja a la plantilla con bandejas de dulces tras un trabajo bien hecho.

Otro de los motivos por los que los aperitivos son tan bienvenidos en la oficina es que el acto de comer puede convertirse en un salvoconducto para posponer una tarea compleja que genera pereza; somos un poco procrastinadores y esa pausa de avituallamiento es la excusa perfecta para dejar un encargo en barbecho, aunque la experta en recursos humanos Eva Collado considera que quienes aprovechan esa pausa para escaquearse son una minoría. "Muchas veces se trabaja por objetivos, y si se pierde el tiempo luego habrá que terminar las tareas en casa. Eso viene de una cultura del 'presentismo' absurda. Hay gente que se pasa ocho horas sentada y no hace nada, y otra que en cuatro hace el doble". Por supuesto, este no es mi caso y me pregunto: ¿por qué no puedo dejar de comer en el trabajo?

La procesión (bioquímica) va por dentro

"Hay muchos estímulos que nos llevan a comer que no vienen del hambre. Nuestro cerebro, al pensar en la comida, recrea de manera anticipada la recompensa de placer que tuvo la última vez que la ingirió". Es la explicación de Digón para la costumbre de engullir sin esperar a notar esa necesidad fisiológica, el motivo por el que uno a veces se ve a sí mismo leyendo con fruición, con una mano en el ratón, y la otra… ¿la otra? Asegurándose de que le hincas el diente a esa crujiente barrita de chocolate y relames el envoltorio.

Incomprensible resultado de un proceso bioquímico que la evolución ha afinado durante milenios para sobrevivir en entornos muy lejanos al de mi oficina. Resulta que la comida produce una reacción en cascada de neurotransmisores como la dopamina, una sustancia asociada al aprendizaje de las recompensas y que se segrega en grandes cantidades cuando se anticipa la consecución de algo positivo. Algunos estudios determinan que no es necesario ingerir ese producto en cuestión, solo pensar que lo vamos a hacer es suficiente para que se active. Lo mismo ocurre con la serotonina, que se vincula a la felicidad. Los carbohidratos incrementan su segregación, lo cual nos hace sentirnos mejor y más alegres, con cierto alivio. Otro activo bioquímico importante es el cortisol, una hormona que libera el cuerpo en situaciones de estrés, que también responde a bajos niveles de glucosa en sangre y que nos incita a consumir dulces o chucherías (por mucho que algunas frutas con alto contenido en determinadas vitaminas sean más efectivas para regular la sustancia).

Pero ¿por qué nos convertimos en la oveja de Los Simpsons cuando prueba el "tomaco" cada vez que llega la hora del aperitivo en el trabajo, especialmente cuando tenemos a tiro dulces y alimentos procesados -y no de los que sí comerían los nutricionistas-? Digón resume la respuesta en que tenemos bocas caprichosas, paladares hechos al inigualable sabor de los procesos industriales. "Nos han engatusado. Han conseguido que nos gusten los productos con muchísimo sabor, con texturas crujientes, con el toque justo de sal y azúcar, con palatabilidades atractivas, que llaman la atención. La boca sucumbe a los sabores potentes", dice Digón. Es un planteamiento que cuenta con un refuerzo químico con nombre y apellido: glutamato (suena a sicario) monosódico, más conocido en las etiquetas de los productos como aditivo E-621.

Se usa para conseguir el umami, que bien podría ser una exclamación de placer pero que significa "sabroso", en japonés. No engancha, pero tiene la capacidad de incrementar hasta un 40% las ganas de repetir, por eso regresamos en busca de la siguiente dosis aunque estemos saciados. Se suele asociar este sabor a alimentos con alto contenido en sal, grasa y azúcares añadidos, lo cual lo convierte en un mal compañero de atracones. "La clave es la curva del sabor, inicialmente son muy explosivos y luego baja, de manera que la boca dice: 'Uy, aquí ya no hay nada, dame más de esto, y no puedes parar de comer, pero no es algo natural".

El azúcar no es el combustible que necesitas

Ahora encaja todo. Como sin ganas y, a veces, ni siquiera soy consciente del motivo por el que me lo pide el cuerpo. Pero lo peor es que a veces recurro a algunos snacks con la falsa creencia de que nos va a aportar energía y propiedades nutritivas. Un bostezo, dos… Párpados pesados, fatiga muscular, me recoloco en la silla, me levanto, doy un paseo. Bostezo otra vez, la concentración se esfuma. No queda más remedio que ir a por gasolina superazucarada y rellenar el depósito. Error.

Las chocolatinas y cualquier bollería industrial están compuestas por azúcares de absorción rápida, es decir, la mayor parte de su energía no se va a usar y se termina acumulando como grasa. En cambio, los carbohidratos más complejos, de absorción lenta, economizan más su aporte y es más gradual, al tiempo que sacian. Es el caso de los frutos rojos, las hortalizas, las legumbres y los cereales. El problema, según el concepto de boca caprichosa de Itziar Digón, es que unos 'kikos' son fuegos artificiales mientras unas fresas no pasan de un documental de pesca con hilo en nuestro paladar, pueden ser aburridas. Y si a eso se le añade la presión social…

Un cumpleaños, la comunión de un hijo, un ascenso, un nuevo cliente… O lo que es lo mismo, ensaimadas, cruasanes, quesadas o baklaba recién traída de Turquía (cómo resistirse a un manjar tan exótico y único). Ni te planteas si te apetecía, picas un poco y continúas con tus tareas. ¿Cómo ibas a mirar para otro lado si está tan rico y es gratis? Algo parecido ocurre con los desayunos en horario laboral. A las 8.00, en casa, has tomado tu tostada, tu café, unos cereales, pero tus compañeros bajan sobre las 11.00 como flautista de Hamelin y tú les sigues cual rata dócil. 'Un café -quizá el mejor que he tomado- y me subo', te convences, pero la napolitana no te la quita nadie… y lo sabes. "Como vas a desayunar, ese pensamiento implica que hay alimentos y tienes que comer, pero a lo mejor no lo necesitas. Antes de proceder tenemos que preguntarnos si simplemente me apetece tener una conversación distendida con otros trabajadores. Eso te permite ahorrar unas calorías", recomienda la psicóloga.

Las empresas prefieren la fruta, pero el 'vending' sigue ahí

Pasamos un porcentaje elevado de nuestro tiempo en el trabajo y los vicios que adquirimos en él se trasladan al resto de las esferas de nuestra vida. Sobrepeso, compulsiones y pérdida de control, cuadros de ansiedad… Son problemas que redundan en una menor productividad, un aumento de las probabilidades de absentismo laboral y bajas por depresión. Y eso no le interesa a las empresas, que "están poniendo los medios para que la vida de los empleados sea más saludable", comenta Jaime de Nardiz, director de Transformación Cultural y Ranking de Great Places to Work, una consultora que elabora una clasificación de los mejores lugares para trabajar. ¿Cómo? Les ofrece seguros de salud y potencia que se hagan chequeos habituales, apostando además por el bienestar al incentivar la práctica de ejercicio y, sí, al introducir en el entorno laboral alimentos sanos. "Los objetivos son que la gente se sienta bien y estrechar los lazos entre las personas que comparten esos espacios comunes", resume Eva Collado.

Cuenta De Nardiz que Liberty Seguros paga un kilometraje a los empleados que vayan en bicicleta a la oficina, "ese tiempo y hábito personal depende de cada uno, pero influye en la calidad del trabajo que realiza, por eso invierten en esa parte". Comenta, además, que en EE UU se hicieron varios estudios que vinculaban la dieta sana y gozar de días de asuntos personales a mayores avances en innovación de la compañía. La tendencia es cuidarse y las corporaciones se devanan los sesos para que se perciba su compromiso en ese loable objetivo. Hay un quid pro quo, se pide compromiso con la empresa, pero es vital ofrecer algo distinto.

Hasta se organizan talleres con chefs que enseñan a cocinar recetas, a combinar alimentos para aprovechar mejor sus propiedades y se entregan tablas nutricionales a los trabajadores. "Lo que hemos visto es que las empresas que tuvieron una máquina de vending han abandonado ese concepto por el de la fruta y el siguiente paso es el reducir el azúcar que aportan los refrescos", explica De Nardiz. La empresa se convierte, así, en la reencarnación de Pepito Grillo o la abuela machacona en el entorno laboral, aunque de una manera más sutil y sibilina. Parece que la tendencia apunta a un futuro sin chucherías en el trabajo. Te tocará esconderlas en el cajón y engullirlas a hurtadillas para no sentirte el bicho raro entre tus compañeros.

Los médicos recomiendan consumir productos frescos y naturales, y la compañía te pone a tu alcance fruta. "Está dando el primer paso por ti" dice el experto, y "si solo ves la fruta te ayuda a tomar decisiones más saludables. Todos queremos portarnos bien y el hecho de saber que otros compañeros se han pasado a lo 'healthy', también acentúa tu responsabilidad en torno a tu salud", añade la psicóloga Itziar Digón.

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