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IDEAS | UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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Flujo de consciencia

La pobreza está llena de urgencia y confusión. Cuesta pensar cuando el dolor se hace crónico

Un cartonero en Buenos Aires en 2018.
Un cartonero en Buenos Aires en 2018. EITAN ABRAMOVICH (AFP/ Getty Images)
Enric González

Hoy 16 de junio, algunos celebramos el Bloomsday. Es la jornada en que transcurre Ulises, la célebre (por admirada o aborrecida) novela de James Joyce. Hay quien la encuentra aburrida, pedante e incomprensible. No comparto esa opinión. Da igual, tampoco es cuestión de hacer proselitismo. Ulises cuenta una jornada cualquiera de un dublinés de clase media llamado Leopold Bloom y recurre para hacerlo al flujo de consciencia, un recurso estilístico que intenta trasladar al texto el chisporroteo léxico causado en el cerebro por la continua acumulación de sensaciones, reflexiones, ansias y recuerdos.

Se trata de un mecanismo ajeno a la lógica y a cualquier tipo de algoritmo racionalizador. Como la política, cuando se mira a ras de tierra.

Examinemos, por ejemplo, un fenómeno concreto. En Buenos Aires, un litro de leche cuesta 45 pesos. Al cambio, casi un euro. En la capital de un país donde si abunda algo es el ganado vacuno, el litro de leche se paga más caro que en Madrid o en París. Hay explicaciones: los insumos de los ganaderos están dolarizados, hubo calor y sequía, la devaluación del peso y la alta inflación han dañado al sector, etcétera. Y hay consecuencias: el consumo de leche ha caído un 20% en los últimos tres años, a la vez que aumenta el consumo de no leche, un producto más barato, blanco y líquido denominado “alimento lácteo”.

¿Cómo es el flujo de consciencia de un padre o una madre que recorren el supermercado e intentan llevar alimento a casa con un presupuesto cada vez más limitado? Quizá se parezca al flujo de consciencia de un cartonero, un miembro de ese ejército de sombras que se sumerge cada noche en los contenedores de basura en busca de algo aprovechable. Tienen mala prensa, los cartoneros. Lo dejan todo sucio y revuelto. La municipalidad de Buenos Aires está ensayando ahora unos contenedores con cerradura para que esa gente deje de ensuciar las calles.

Sospecho que en ciertos flujos de consciencia queda poco espacio para el discurso ortodoxo. Ese que dice que debe reducirse el déficit fiscal para apuntalar la moneda, que la libre competencia es buena, que el sacrificio salarial es necesario, que la corrupción es un cáncer, y la demagogia populista, un atajo hacia el desastre. La pobreza está llena de urgencia y confusión. Cuesta pensar con frialdad cuando el dolor se hace crónico porque no hay dinero para médicos o medicinas o porque el poco que había se ha gastado en un “alimento lácteo” parecido a la leche. Cuesta ser ecuánime en una vivienda húmeda. Cuesta evitar el resentimiento cuando solo se te permite mirar desde lejos los barrios de la abundancia.

Las neuronas de Leopold Bloom rebotan de un lado a otro al pensar en la infidelidad de su mujer (a la que él tampoco es fiel) y dejan en su hoguera mental jirones de humillación, desprecio, envidia, excitación, indiferencia y pesadumbre. En último extremo, se quieren. Así acaba Ulises. El relato argentino, este año, podría acabar de forma muy distinta. El flujo de consciencia de millones de desposeídos podría desembocar en el voto a cualquiera que prometa leche accesible y tranquilidad para rebuscar en la basura. Siempre habrá quien diga que ese relato resulta incomprensible.

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