Aquellas vacaciones de siempre
De La Manga del Mar Menor a Torremolinos y Comillas, los destinos de toda la vida esconden sorpresas que merece la pena recuperar. Descubrimos por qué los enclaves del Spain is different con los que este país se convirtió en potencia turística siguen teniendo su punto. Diez clásicos de la costa española revisitados.
El eterno Verano azul de Nerja
— “¡Chanquete ha muerto!, ¡Chanquete ha muerto!”. Pancho se desgañita mientras corre al encuentro del resto de la pandilla de Verano azul, que le espera en la Caleta de Maro, en Nerja. La muerte del viejo pescador es la escena cumbre de esta serie que marcó a la generación EGB. El episodio, que se emitió en 1982, concentró a toda España frente el televisor, en una especie de luto colectivo que dejó huella en la memoria sentimental de un país en pleno cambio. Nerja, entonces, representaba el anhelo vacacional de una clase media que luchaba por sacudirse la sombra gris del franquismo. Casi 40 años después, esta localidad malagueña sigue siendo uno de los grandes iconos del turismo familiar. “El espíritu de Verano azul sigue muy presente. Ese ambiente de pueblo pequeño, de calitas y de chiringuitos, es lo que la gente respira cuando viene aquí”, explica Miguel Joven, que encarnaba en la serie a Tito, el benjamín del grupo y el único nacido en Nerja. Con los años, Joven se ha convertido en el mejor embajador de un municipio en el que el paseo marítimo lleva el nombre de Antonio Mercero y en breve se va a levantar una estatua en homenaje a Antonio Ferrandis. “En 2011, coincidiendo con el 30º aniversario de la serie, organicé una ruta por los lugares más emblemáticos, muchos de los cuales siguen igual: La Dorada, el Balcón de Europa, la taberna de Frasco, la lechería de Pancho…”. El éxito le desbordó y tuvo que prolongar las visitas cinco veranos más. Los turistas le paran por la calle para hacerse selfis en un revival nostálgico sin fin. “Muy pocas cosas duran 40 años, pero Verano azul va para 40, y para otros 30 más”.
Lujo vintage en Palma
— Gente sofisticada y con una cuenta corriente desahogada. Eso es lo que busca atraer Can Bordoy, el nuevo hotel de gran lujo inaugurado a finales de 2018 en el casco histórico de Palma. Concebido como una residencia privada victoriana, el establecimiento “rompe con la rigidez y la formalidad de un cinco estrellas convencional”, explica Giovanni Battista Merello, su director general. Aquí el desayuno se sirve a cualquier hora, no hay prisa por dejar la habitación el último día y no existe la clásica recepción de hotel. A cambio, tres mayordomos —Joan, Clementina y Alexandra— “están a tu disposición las 24 horas del día”, hasta el punto de que hacen de despertadores humanos, si el cliente lo pide expresamente: “Por la mañana entran en tu habitación y, mientras te desperezas, te llenan la bañera y te preparan la ropa”. Lujo vintage dirigido a aquellos que necesitan una dosis extra de mimos y atención: “Hay huéspedes a los que saludamos con abrazos porque ellos mismos lo piden. Tres o cuatro noches con nosotros y ya es como si fuéramos tu familia”. Pero aquí el cariño no se regala. Cada una de las 24 suites que alberga este imponente palacete, que antes fue un colegio de monjas, no bajan de los 400 euros la noche, llegando a rozar los 700 las más exclusivas. Quizá por eso, desde su apertura nunca han estado ocupadas más de 12 o 13 al mismo tiempo. Cuando se remodeló el edificio, se decidió volver a abrir las grietas que afectaban a la fachada para dotar a este hotel boutique del “romanticismo decadente de sus inicios”.
Hondarribia, el ombligo de la gastronomía vasca
— Pocos pueblos del norte de España pueden presumir de concentrar en tan pocos metros cuadrados una oferta gastronómica como la de Hondarribia. Tradicional retiro de la burguesía madrileña que huye de la canícula, esta villa amurallada de casas blasonadas oferta multitud de restaurantes y tabernas de pintxos. Dos sobresalen sobre el resto: La Hermandad de Pescadores y el bar Gran Sol. Al frente del primero están Iñaki Bergés y su mujer, Maite Martínez, que tomaron las riendas de este templo de la cocina vasca en 2010. Bergés aprendió el oficio de cocinero en alta mar. “Con 14 años tomó el mando de los fogones y sus compañeros ya no le dejaban hacer otra cosa”, recuerda su mujer. Su plato estrella es la sopa de pescado. “Tampoco tiene secretos, es la que hacían toda la vida nuestras madres”, explica Maite. A diario, también cuando aprieta el calor, preparan entre 40 y 50 litros. Y nunca sobra nada, aseguran. El caldo, cuyo ingrediente principal es la merluza del Cantábrico, es el banderín de enganche para las riadas de japoneses que acuden regularmente a probarla. En el bar Gran Sol, en cambio, son sibaritas del pintxo, “la quintaesencia de lo vasco”, según David Barrado, al frente de una barra donde se despachan cada jornada 4.000 muestras de esta codiciada cocina en miniatura. “Y todos se comen, está estudiado”. La chef Mika Pop aporta la materia gris necesaria para que estos exquisitos bocados rebosen sofisticación y originalidad, como el cerdo en tres texturas envuelto en tinta de chipirón.
Comillas, un pueblo con pedigrí convertido en plató de cine
— Un novio despechado al que acaban de dejar plantado el día de su boda vuelve al lugar donde veraneaba de niño para intentar reconquistar a su amor platónico. Así arranca Primos (2011), la taquillera película de Daniel Sánchez Arévalo filmada íntegramente en Comillas, bastión del veraneo aristocrático en Cantabria. “Cada vez que hay un rodaje y buscan figurantes acuden todos los comillanos”, relata con orgullo la alcaldesa, María Teresa Noceda. La Ruta del Cine que organiza su Ayuntamiento hace paradas en 10 rincones inmortalizados por directores como Narciso Ibáñez Serrador, Juan Antonio Bardem, Mario Camus y, más recientemente, Carlos Therón, Miguel Martí o el propio Sánchez Arévalo. Pero la ficción del cine no ha alterado la realidad sociológica de Comillas, que sigue siendo uno de los destinos preferidos de la alta alcurnia, una foto fija sin apenas cambios en generaciones. Aunque en los últimos tiempos, explica la regidora, esa vieja aristocracia se ha visto eclipsada por “la llegada de grandes empresarios del Ibex 35”. La gran concentración de poder y dinero no impide que en sus calles empedradas cuajen sitios sencillos como La Gilda, un gastrobar situado en una casa solariega frente al palacio de Sobrellano. Al frente del negocio, inaugurado en 2018, está la bilbaína Pilar Corral, que aplica en sus recetas lo aprendido en Nueva York, donde se formó como cocinera. En su original propuesta sobresalen el po’boy de vieras y langostinos, “un sándwich típico de Nueva Orleans que solían comer los trabajadores”, y las rabas de calamar con mayonesa picantona, “las mejores de la zona”. Todo a precios comedidos, aunque quizá esto no sea lo más importante en Comillas.
Benicàssim, cuando la música y la fiesta no las ponía el FIB
— Mucho antes de que el rock del FIB cambiara para siempre la imagen que Benicàssim proyecta al mundo, esta localidad castellonense era un elitista refugio para la burguesía levantina de comienzos del siglo XX. Fue un periodo de esplendor para el municipio, en el que se llegaron a construir una treintena de villas solariegas frente a las playas de Voramar, Almadraba y Torre San Vicente. Ahora se organizan visitas guiadas para descubrir el veraneo exclusivo de aquel “Biarritz valenciano”, que tuvo su apogeo en los felices años veinte, cuando la alta sociedad organizaba fiestas llenas de glamour que se coronaban de madrugada con fuegos artificiales. Las mansiones donde se movía el cotarro eran las ubicadas en el Infierno, “separadas por un antiguo barranco del Limbo y la Corte Celestial, donde se agrupaban el resto de villas, cuyos habitantes eran bastante menos ruidosos”, explican desde el Ayuntamiento. La Guerra Civil sepultó la fanfarria para siempre y la mayoría de palacetes fueron requisados.
Lanzarote, yoga y surf en tierras volcánicas
— Más allá de la omnipresente huella artística de César Manrique, Lanzarote es un paraíso volcánico que tardó en ser descubierto por el turismo de masas. No abandonó su marginalidad hasta los ochenta, gracias a la pujanza de los nórdicos, sobre todo daneses, convirtiéndose en uno de los destinos alternativos favoritos para europeos y españoles. También es una meca del surf, que se practica con denuedo en las playas del norte, cuyas arenas blancas se extienden en un suave manto que recubre los sedimentos volcánicos y las rocas del fondo. Famara es un majestuoso arenal de seis kilómetros azotado recurrentemente por los vientos alisios, circunstancia que convierte a este lugar en el ideal para cabalgar olas en sus aguas prístinas. Por algo le llaman la Hawái de Europa. En el pueblo de La Caleta hay establecidas varias escuelas de surf. Una de las decanas es Calima, puesta en pie por los hermanos Cruz —Michael y Deborah— en 1996. Abierta todo el año, ahora también imparte yoga. “Te ayuda a mejorar tu equilibrio, reduce el riesgo de lesiones y calma la ansiedad”, explica Deborah. La mayoría de los que llaman a su puerta (1.500 alumnos al año) buscan adquirir los rudimentos básicos para no caerse de la tabla, pero muchos acaban rendidos a la meditación. Dos horas diarias de surf y una buena ración de espiritualidad también les hace estrechar lazos. “Al verano siguiente vuelven como parejas, algunas incluso con niños”. Muy cerca de allí, a pie de playa, está el restaurante El Risco, que elabora “una comida de kilómetro cero con guiños a otras latitudes”, explica Marcos Rodríguez, uno de sus tres socios. Al entrar, un enorme mural de Manrique preside el comedor, “un homenaje a los pescadores de La Graciosa”, islote del archipiélago Chinijo, la mayor reserva marina de Europa, que luce descomunal desde su terraza.
Un vergel a la sombra de los rascacielos de Torremolinos
— “Todos me dicen lo mismo: no sabía que esto estaba a la vuelta de la esquina, qué maravilla, menudo oasis”. Javier, uno de los encargados del Molino de Inca, reconoce que, pese a llevar abierto al público desde 2003, este frondoso jardín botánico de 15.000 metros cuadrados sigue siendo un gran desconocido para muchos vecinos y, sobre todo, para la horda de turistas que cada verano abarrotan las más de 20.000 plazas hoteleras del destino con mayor demanda en la Costa del Sol. El jardín alberga una impresionante colección de 350 árboles, entre los que se cuentan nogales, algarrobos y eucaliptos centenarios, así como 150 palmeras de 40 especies distintas. A eso se suma una nutrida representación de pájaros exóticos que pueden ser observados en libertad. Un auténtico vergel agazapado entre un bullicioso parque acuático y el intenso tráfico de la autovía que une Málaga y Cádiz. Para adentrarse en el Torremolinos más kitsch hay que ir a la zona de Pueblo Blanco, donde es difícil encontrar un restaurante que no sea de cocina internacional o de fritura. Caléndula es la excepción. A los dos años de conocerse, Cristina D. de Castro, cocinera, y Lorena Domínguez, camarera, se hicieron con un coqueto local de ladrillo blanco y atmósfera acogedora. “Con mucho miedo, puesto que en Torremolinos no había nada así”, empezaron a darle una vuelta a la costumbre tan española del tapeo para ofrecer “una cocina de vanguardia con toques modernos”. Fue un éxito inmediato entre el público local, y el boca a boca hizo el resto. En las noches más tórridas es casi imposible reservar alguna de sus 24 mesas.
Salou, adrenalina sin borrachera
— “Turismo de borrachera” es la primera búsqueda que arroja Google cuando se escribe Salou. La localidad de la Costa Dorada, de 26.500 habitantes, lucha por borrar esa mancha que ha roto en mil pedazos la reputación de un destino que en los ochenta se promocionaba como la playa de Europa y que atraía principalmente a familias. Macrofestivales como el Saloufest, cancelado definitivamente en 2017, eran aquelarres de alcohol y sexo para miles de jóvenes británicos. “Salou ha pasado página”, aseguran desde el Ayuntamiento, que recuerda que el 75% de los que la visitan son padres con sus hijos en busca de “sol, tranquilidad y playa”. Port Aventura, a las afueras del municipio, ofrece adrenalina y vértigo, pero sin botellón de por medio. Ferrari Land, abierto en 2017, ha catapultado hasta los cinco millones las visitas anuales al parque, según explica Fernando Aldecoa, su director general. El principal reclamo del resort es la montaña rusa Red Force, “la más alta y rápida de Europa, con una caída desde 112 metros en la que se alcanzan los 180 kilómetros en cinco segundos”. Entretenimiento sin aditivos, también para aquellos que buscan aparcar definitivamente la resaca. Entre sus 16 atracciones diseminadas en 70.000 metros cuadrados se puede conducir un bólido en un simulador casi idéntico al que emplean los pilotos. “Aquí vienen familias a pasárselo bien”, resume Aldecoa. Justo lo que necesita Salou.
Buceo y pecios en La Manga
— “El mejor premio en el Un, dos, tres siempre era un apartamento en La Manga del Mar Menor”, recuerda el periodista Paco Nadal, murciano con residencia en ese punto del Mediterráneo. El concurso marcó el declive definitivo de “un paraíso natural lleno de dunas y vegetación autóctona”, sustituido en pocos años por “una cantidad ingente de cemento y ladrillo” que ha desnaturalizado la albufera más famosa de España. Lo mejor está bajo el agua. En la entrada a La Manga se encuentra el cabo de Palos, escenario histórico de naufragios y uno de los santuarios del buceo en Europa. Allí, varios centros organizan inmersiones en busca de los secretos que se llevaron a las profundidades cargueros como Naranjito, que transportaba esa fruta cuando naufragó en 1943. En la escuela Mangamar, 13 instructores zarpan a diario con sus alumnos rumbo a la reserva de Islas Hormigas, a escasas millas de la costa. A los primerizos les espera “un bautizo en la zona de las calas”, donde bajan a una profundidad de “entre tres y seis metros” para adquirir los conocimientos básicos en submarinismo. Una vez instruidos, pueden sumergirse más allá para contemplar “la mayor variedad de vida de todo el Mediterráneo”: espetones, meros, barracudas, corvinas… Un hábitat extraordinariamente diverso, reducto de lo que en algún momento fue toda La Manga.
La Toja, en busca del esplendor perdido
— “En la isla de La Toja hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe para empezar a vivir”. Gabriel García Márquez, ilustre huésped del Gran Hotel La Toja, describía así este noble establecimiento de las Rías Baixas que siempre ha acogido un veraneo decadente y hogareño. En una de sus 199 habitaciones durmieron Julio Iglesias e Isabel Preysler, entre otras celebridades, y el expresidente Mariano Rajoy celebró el banquete de su boda con Elvira Fernández, en 1996. Con la llegada del nuevo siglo, el hotel sufrió un lento pero implacable declive que el grupo Hotusa, propietario desde 2018, intenta ahora frenar. En el extremo sur de la península de O Grove está la otra cara del veraneo pontevedrés. El Náutico descansa sobre la arena de la playa de San Vicente do Mar. Por la mañana tiene alma de chiringuito y cuando cae el sol se convierte en un prodigioso escaparate de lo más selecto del pop español. Lori Meyers, Iván Ferreiro, Coque Malla, Los Secretos, Jorge Drexler y Santiago Auserón conforman el cartel de este mes de agosto, en el que hay programados más de 50 conciertos. Hace casi tres décadas dejó de ser una fábrica de salazón para ofrecer a los artistas “una experiencia familiar en la que acaban tocando todos juntos”, explica Miguel de la Cierva, el jefe de este “paraíso soñado de paz y buen rollo”.
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