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en primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué no segrego a mi hija con síndrome de Down al llevarla a un centro de Educación Especial

Desde hace tiempo, los padres que elegimos esta opción académica para nuestros hijos somos juzgados por quienes apelan a la obligatoriedad de la inclusión educativa

Una niña con Sindrome de Down con su profesora.
Una niña con Sindrome de Down con su profesora. getty

Me acusan de segregar a mi hija, de discriminarla, de robarle oportunidades, de aislarla. Me acusan de ser mala madre: una madre conformista, comodona, que no espera nada de ella, que la arrincona, que la condena. Incluso, otorgándome el beneficio de la duda, me acusan de ser una madre ignorante, infantilizada, sin criterio. Y todo porque mi hija con síndrome de Down acude a un colegio de Educación Especial.

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Desde hace tiempo, los padres que hemos elegido esta opción académica para nuestros hijos somos duramente juzgados por quienes apelan a la obligatoriedad de la inclusión educativa, esto es, que todos los escolares acudan a centros ordinarios, independientemente de su discapacidad. Se trata de colectivos que se han lanzado a pontificar sobre lo que necesitan o no nuestros hijos, interpretando informes que tienen más de una lectura, y desdibujando una realidad, la de los centros de Educación Especial, que muy probablemente jamás han pisado.

Mi hija no está siendo marginada por recibir en su colegio una educación de calidad, una educación especializada. No está siendo excluida de la sociedad por ello, sino, al contrario, habilitada, formada, instruida y capacitada para dar lo mejor de sí misma fuera de su centro: durante su ocio, en su familia, en su trabajo dentro de unos años… Esa es la verdadera inclusión, ser parte del mundo que te ha tocado vivir con tus mejores armas. Porque no es cierto, no lo es, que solo haya inclusión si previamente ha habido inclusión educativa. Muchos de los jóvenes que han estudiado en centros de Educación Especial trabajan en entornos normalizados y empresas de todo tipo gracias a la formación que adquirieron.

Mi hija no está aislada; comparte su día a día con otros niños como ella, que merecen el respeto de quienes los consideran “nadie”, como si solo los escolares sin discapacidad se hubiesen ganado el título de verdaderos “compañeros”. No está aislada porque, tras salir del colegio, juega en los parques con otros niños, asiste al teatro, a talleres de música, va a la piscina… como cualquier pequeño de su edad (con o sin síndrome de Down).

Mi hija no está en un “sistema paralelo” ni de “segunda categoría”. Mi hija está obteniendo justamente lo que necesita: apoyos personalizados por parte de personal muy experto, en un ambiente reducido, con ritmos ajustados a su aprendizaje, lo que le garantizará esa inclusión que tanto reclaman los que vociferan contra la Educación Especial.

Terry & Claudia.
Terry & Claudia.

Al igual que ella, muchos otros estudiantes reciben clases y planes de estudios adaptados a sus circunstancias en centros especializados: hablemos de los deportistas de alto nivel, de los jóvenes que acuden a una ESO artística… ¿Por qué nadie se cuestiona que relacionarse solo con otros deportistas u otros músicos es segregador y empobrece? Hagamos desaparecer igualmente las ligas deportivas separadas por sexos. Fútbol sin más: ni femenino ni masculino. Desterremos para siempre las Paralimpiadas y los Special Olimpics: que todos los deportistas compitan juntos, tengan o no discapacidad. ¿Es esto discriminación?

Y, sin embargo, actualmente, lejos de construir, de luchar por que los niños y jóvenes con discapacidad que quieran asistir a centros ordinarios lo consigan con los medios suficientes, el foco parece haberse puesto en la destrucción de la Educación Especial. En estas últimas semanas hemos leído que debía ser eliminada, erradicada en el menor tiempo posible, que conducía a un “exterminio social”, que nuestros hijos eran maltratados por acudir a ella, que se conculcaban sus derechos, unos derechos que parecen de ida y vuelta, pues no importaría tanto que fueran pisoteados si esa Educación Especial es pagada “con dinero de nuestro bolsillo”… Se nos ha llamado intolerantes, se nos ha comparado con Hitler, se ha dicho que tenemos a nuestros hijos “recluidos” en una especie de cárceles, se ha insinuado que podíamos ser denunciados por un delito de odio…

Si mi hija es discriminada, maltratada, segregada… la reprobación social que recibo no debería ser suficiente. Porque, sin duda, merecería que las autoridades actuaran de oficio, ser juzgada por no velar por sus derechos ni sus intereses, ser apartada de ella por haberme convertido en un monstruo que ni la ama ni protege.

Y no es así. Adoro a mi hija desde el mismo momento que la vi, que no fue el de su nacimiento, sino 23 días después, cuando la adoptamos tras haber sido abandonada por tener síndrome de Down. No la discrimino ni la segrego. Lucho por ella desde aquel instante. Justamente igual que hacen los padres que eligen para sus hijos centros ordinarios. Justamente igual que hacen los padres que eligen para sus hijos centros de Educación Especial. Si la inclusión en España ha de mejorar, que así sea, pero no a costa de destruir algo que funciona y que es referente de calidad para muchos otros países.

Los colegios de Educación Especial deben continuar. Construyamos un futuro para todos sin cerrar el paso a los más vulnerables del sistema.

*Terry Gragera, es periodista y madre, quien ha adoptado a Claudia

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