No debería estar ahí dentro
Joder, joder, joder! Lo que usted mira es, en efecto, lo que ve. Lo que hay. Ignoramos qué rayos le ha ocurrido a ese crío con medio cuerpo vendado. El pie de foto decía que estaba recibiendo oxígeno con un casco de cartón en un hospital de Yucatán. La fotografía, facilitada por el personal sanitario, ilustraba un artículo sobre la corrupción en México. ¡Joder! Reconozco esa caja de cartón. Es la misma en la que meten sus objetos personales los despedidos y las despedidas de las empresas de todo el mundo. Caben en ella la foto del marido, de los hijos, el tubo de crema hidratante, el rollo de papel higiénico, el diccionario de español-inglés y viceversa y todas aquellas minucias, en fin, que va uno acumulando en los cajones de la mesa de trabajo y que colocadas en fila resumen una vida. Una vida laboral, queremos decir, de cuando había vidas laborales.
Es la caja asimismo en la que metemos lo que nos da pena tirar, aunque ya no sirva para nada. Los guardamuebles están repletos de ellas. Cuando los padres fallecen y los hijos las sacan de esa especie de nicho de alquiler, no salen de su asombro. Resulta que los padres conservaban los dientes de leche de sus vástagos, un libro de poemas de Gustavo Adolfo Bécquer, una sartén con el esmalte cuarteado y hasta un orinal en el que el benjamín de la familia hizo su primera caquita. Los padres son muy raros. No tiran nada, pobres, en la confianza de que aquello que tuvo significado para una generación lo tenga para la siguiente. Pero la cabeza de un niño, joder, la cabeza de un niño no debería estar ahí dentro.
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