El código familiar de los hermanos Roca, inmunes al éxito
Los intangibles de El Celler de Can Roca
No era la primera vez que Joan me proponía comer en la minúscula barra que tienen habilitada en las cocinas de El Celler de Can Roca. Nos habíamos presentado casi por sorpresa y nos buscó acomodo en este rincón de paso, un lugar privilegiado. Durante tres largas horas asistimos de cerca a la tensión de los emplatados, comprobamos el fluir de los camareros y la sincronización de un gran equipo, mientras cada uno de los hermanos nos ilustraba con sus risueños comentarios. Una vez más disfrutamos de un menú memorable.
Se cumplen ahora 6 años (julio de 2012) desde el momento en el que en mi crítica semanal en El Viajero, El País puntué esta casa con un 10 absoluto. Por aquel entonces El Celler de Can Roca todavía no había alcanzado el primer puesto en Theworlds50best, cetro que logró en 2013 y volvió a conseguir en 2015. Nunca en mis 30 años de oficio había otorgado semejante calificación a ningún restaurante, y jamás después he vuelto hacerlo. Tampoco en visitas posteriores me he sentido capaz de analizar de un modo crítico la cocina de esta casa. No me asisten razones, carezco de argumentos. Tal vez por incapacidad para comprender los códigos de valores que orientan el trabajo de los hermanos Roca, quizá porque su humanidad me desborda.
Antes que un restaurante de alta cocina, El Celler de Can Roca son razones, valores, reflexiones, generosidad, cultura, memoria, raíces y voluntades que superan el ámbito estrictamente gastronómico. Bastante más que platos, vinos y postres. Algo encomiable en los herederos de una familia surgida de la popular casa de comidas de su madre, Montse Fontané donde se formaron los tres hermanos. Profesionales que después de alcanzarlo todo prosiguen haciendo gala de una sencillez que emociona. A todas luces un comportamiento infrecuente en un mundo como el de la alta cocina atosigado por narcisismos y egolatrías irrefrenables.
No hace mucho le pregunté a Pitu Roca por las reglas de la sala que él mismo controla. “Lo importante es gestionar las emociones, saber acercarse con sutileza a los clientes, la gente quiere sentirse querida”, me respondió. “Hay que controlar las fuerzas de fricción y los intangibles. Debemos sentirnos orgullosos de ser camareros para ser capaces de enamorar a nuestros clientes. Somos embajadores de la cocina. Vivimos en una sociedad desnutrida de sentimientos y de respeto por la belleza. Intentamos que quienes pasen por nuestra casa sean buenos profesionales y mejores personas. Una filosofía de vida”. Comentario no muy distante del que Joan realizó en marzo de 2017 en el escenario del Basque Culinary Center, con ocasión de los últimos Diálogos de Cocina. “Es fundamental que los restaurantes sientan sus propios valores”.
En mi reciente visita me he reencontrado con recetas que son una síntesis de innovación y academicismo. Originalidad, sabor y elegancia a partes iguales, esta vez con una novedosa incorporación de platos de la cocina regional española. Guiado por su inconformismo, Joan investiga ahora en el universo de las cocciones. Lo hace con piezas enteras que selecciona, somete a procesos de curación y maduración, e incluso inyecta con salmuera antes de asarlas con métodos dispares durante tiempos variables y a diferentes temperaturas. Para las carnes recurre a hornos en los que combina el gas y la combustión de la madera, y en el caso de los pescados a técnicas mixtas de vapor y altas presiones. “Bajo la acción combinada del fuego y el gas conseguimos puntos mucho más precisos en el interior de las piezas de carne”, me dijo.
Probé ostras abiertas por efecto de la presión y el vapor; porciones de una escórpora (cabracho) entera; de una pularda de Bresse; de una molleja de ternera; de un magret de pato curado y ahumado; de un pichón “a l´ast” (espeto), y de una espaldilla de ternera. En todos los casos, con resultados impecables.
A intervalos, Pitu Roca nos presentaba vinos singulares, únicos, la mayoría de las ocasiones. Tesoros de su monumental bodega procedentes de orígenes prestigiosos y de añadas especiales. Vinos que se agigantaban por efecto de sus comentarios. Entre otros, un blanco semi dulce de la cosecha 1939 de CVNE, olvidado en barrica y recién embotellado.
Al final, mi memoria grabó a fuego el párrafo con el que ilustró un vino insólito de González Byass. Una joya con la que nos obsequió a modo de colofón de la comida. En la etiqueta rezaba un texto conmovedor: “Trafalgar. Jerez. Un vino que fue testigo de una batalla que cambió la historia. 31 de octubre de 1805”.
Con un cuidado extremo escanció gotas en el anverso de nuestras manos, después nos miró a los ojos y nos comentó visiblemente entusiasmado: “Quiero que bebáis una lágrima de esta esencia, la exageración del tiempo abolido, casi un extracto que apunta a convertirse en fósil, el vino más extremo que podréis probar en vuestra vida. Carece de la amabilidad del azúcar y presenta la contundencia abrasiva del poso. Un concentrado de dolor, de exigencia y de dureza. No es un vino fácil, al contrario, es pura exageración que ahonda en amargos, barnices, lacas, boj, genciana y almizcle con su componente tánico endurecido al límite. Raíces, breas, sándalo y genciana. El retorno a los yodos vegetales, con esa contundencia abrasiva, casi insultante del vino que no muere, que se reinventa, que se concentra, camino de su esencia. Un vino de 1805, fecha de la batalla de Trafalgar, que corresponde a una bota que se encuentra en González Byass”.
Pitu Roca es un soñador, un poeta y un hombre culto con una mente particularmente lúcida. Joan representa la sensatez, el equilibrio y la elegancia. Jordi posee la chispa, el don de la imaginación y un sentido del humor que traslada a sus creaciones dulces. No es extraño que cocina, vinos y tentaciones golosas formen en esta casa un todo inseparable. Sígueme enTwitter: @JCCapel y en Instagram: jccapel
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