Actores porno, asesinos y ‘skaters’ que cambiaron el mundo
No son ejemplos a seguir: la mayoría cayeron en las drogas o en la violencia política o psicótica, pero, colaboraron, tal vez sin quererlo, a crear otro paradigma
El estallido de la contracultura de los sesenta, en reacción a una sociedad acomodada, puritana y pacata (aunque también estable, segura y con altas cotas de progreso), cambió el curso de la historia occidental. Aunque muchos de sus fenómenos cerraron pronto su ciclo —como el mayo del 68 del que ahora se cumplen 50 años, el movimiento hippie o las protestas anti Vietnam—, nuestras sociedades actuales son herederas, a veces de maneras inopinadas, de los cambios que allí comenzaron.
Se puede ver en la relajación de las costumbres que se produjo, en cuestiones sexuales o en el desenfado del empresariado estilo Google; en la popularización de la cultura juvenil a niveles masivos, y también mainstream; y en muchos de los mantras que repite el capitalismo neoliberal de ahora, aunque en el otro lado del espectro político, innovación, rebeldía, creatividad, emprendizaje o feroz individualismo. Palabras que quedan igual de bien en la boca de un hippie de antes que de un joven y audaz empresario de la startup del mañana.
“Es porque el sistema fagocita las herramientas de la disensión”, explica Iñaki Domínguez, licenciado en Filosofía, doctor en Antropología Cultural y estudioso de la cultura pop. Entre las herramientas que la contracultura utilizaba para lograr un “cambio de conciencia” estaban las drogas (sobre todo alucinógenas como el LSD), el rock, la ideología izquierdista tirando a radical o las filosofías orientales, como el budismo. Algunos llegaron a la armas en grupos terroristas que desfloraron en los setenta inspirados en las luchas del Tercer Mundo. “En aquellos años se rompen una serie de normas que están cristalizadas en el puritanismo conservador”, continúa Domínguez, “ahora esas fuerzas transgresoras que rompieron con lo anterior cristalizan, como en un proceso dialéctico, en su contrario: por ejemplo, el nuevo puritanismo que vemos desde la izquierda y que impide el pensamiento crítico. Lo políticamente correcto”.
Domínguez acaba de publicar Signo de los tiempos. Visionarios, locos y criminales del siglo XX (Melusina), donde a través de la acumulación de biografías de personajes heterodoxos y excesivos de la época trata de rastrear la naturaleza y las razones de la contracultura. Por sus páginas, fuertemente documentadas por una vida entera de lecturas y visionado de documentales, pasean las figuras del actor porno John C. Holmes, la terrorista Ulrike Meinhof (de la Fracción del Ejército Rojo alemana), el pionero del skate Jay Adams, asesinos como Charles Manson o Ed Gein (que confeccionaba muebles y disfraces con pieles de cadáveres), el músico Arthur Lee (líder de Love), el productor Phil Spector o el fundador de los Panteras Negras Huey P. Newton. “Son arquetipos de diferentes ámbitos de la cultura pop en la que estamos imbuidos y entre los que he tratado de trazar conexiones”, afirma el escritor. No son personas ejemplares a seguir: la mayoría cayeron en el abuso de las drogas o en la práctica de la violencia ya sea política o psicótica, pero, para Domínguez, colaboraron, tal vez sin quererlo, en el cambio de paradigma.
“En el desvío de la norma es donde se encuentra el verdadero progreso”, escribe el autor, al que no le tiembla el pulso a la hora de recoger la vida y la obra de personas que podríamos considerar detestables. Pero al parecer, en el fondo, todos lo somos un poco. “Quiero resaltar las teorías psicoanalíticas que dicen que todos somos realmente inmorales. Lo del puritanismo y virtuosismo es una falacia. Todos tenemos una necesidad de dominio que la civilización tiene que controlar. Se ve, por ejemplo, en los experimentos psicológicos de Milgram o Zimbardo, o en cualquier guerra”.
Respecto a la asimilación de lo marginal y lo disidente por el sistema se dan varios ejemplos: por ejemplo, el porno, que era algo ilegal, de contrabando, oscuro, “se asimila y pasa a ser una de las fuerzas motrices de los comienzos de Internet, y puede que todavía lo sea”, dice Domínguez. Lo mismo para la cultura del skate iniciada por adolescentes rebeldes y “bohemios sensoriales” que llega a convertirse en un lucrativo negocio. “Hasta la cultura de los asesinos en serie ha sido cooptada, cuando se da proliferación de asesinos en serie considerados como estrellas del rock”, dice el autor.
El libro también conecta con su anterior obra, Sociología del moderneo (Melusina, 2017), donde Domínguez estudiaba la idiosincrasia de las diferentes tribus de modernos a través de las últimas décadas con especial atención al hípster rampante, lo que también es una historia que va de la disidencia de los beats, o los primeros hippies o punks, hasta la completa asimilación en el sistema de consumo de los modernos de ahora, que buscan su individualidad uniformizándose y representan poca amenaza para el statu quo.
¿Por qué se dan esos cambios culturales en la segunda mitad del siglo XX? “Es un periodo en el que hay sobreabundancia de bienes materiales y un estado de bienestar sin precedentes en la Historia”, dice el autor, “y cuando tenemos las necesidades básicas cubiertas, paradójicamente, empezamos a estar insatisfechos”. Es cuando surge la rebeldía transgresora y la búsqueda de una identidad propia de las subculturas del moderneo.
¿Se puede seguir transgrediendo o ya está todo transgredido? “Da la impresión de que no se puede transgredir más, que ya se ha transgredido todo lo posible respecto al régimen previo”, dice Domínguez. “Antes había dos posturas sobre las cosas, y si eras transgresor tenías el apoyo de al menos una parte. Ahora hay bastante consenso, de modo que si quieres transgredir, por ejemplo mediante actitudes racistas, tendrás a todo el mundo en contra. Siguiendo la dialéctica, creo que ahora para avanzar no hace falta transgredir, sino transcender”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.