¿Por qué me estreso tanto? Historias de una epidemia incontrolable
Precariedad laboral. Mala organización de las empresas. Sobrecarga de tareas. Y todo lo que el carácter de cada cual aporta al peligroso cóctel. Vivimos estresados. Un tercio de los españoles son víctimas de este mal contemporáneo del mundo occidental. Reconocerlo es todavía un estigma en sociedades que no contemplan la debilidad ni el fracaso. Nos metemos en la piel de personas cuyas profesiones los llevan al límite de sus capacidades. Hemos medido sus pulsaciones durante una jornada. Nadie parece capaz de controlarlas.
A TREINTA MINUTOS de que comience el partido, las pulsaciones de Lidio Jiménez superan los 90 latidos por minuto. Está acelerado. Respira rápido. Sus jugadores calientan en la pista. El entrenador no para de moverse, estira las piernas, cruza los brazos, los suelta, se agarra del cuello. Las gradas se van llenando. Su equipo, el club de balonmano Liberbank Ciudad Encantada, juega esta noche de noviembre en casa. En este momento, van los quintos en la liga Asobal. Perdieron el último partido. Hoy no pueden fallar. Un periodista de televisión le hace una entrevista. Jiménez, de 40 años, le responde con la mirada perdida. Está a otra cosa. Piensa en la estrategia de juego. Tiene sed de victoria. Miedo al fracaso. Hora de meterse en los vestuarios. “Venga, chavales, somos un equipo grande. Si me dan una leche, me levanto, ¿vale? Hay que dejarse la piel”, grita cual guerrero espartano. Los soldados rugen. Desprenden fuerza, intensidad, testosterona. Saltan al campo. Pita el árbitro. Comienza la ofensiva. Estallan los cánticos, el golpe del bombo, el clamor de unos hinchas que han desafiado al frío que hace en este polideportivo a orillas del Júcar para animar al equipo de balonmano de Cuenca, el orgullo de la capital. En el minuto seis expulsan a Mendoza, el capitán. Pieza clave para Jiménez. El pulsómetro que lleva puesto, como todos los protagonistas de este reportaje, se dispara: 120 latidos por minuto. Dos horas y media antes del partido, su pulso estaba en 87. Una frecuencia cardiaca normal, en estado de reposo, oscila entre 60 (de mínimo) y 100 (de máximo) por minuto. Pero ahora Jiménez va a estallar. El rostro se le enrojece. Las gotas de sudor de su pulida cabeza recorren el cuello y se pierden por su espalda. Grita y abre la boca como si fuera a devorarlos a todos. “¡Corred más, chicos, por Dios, por vuestra madre, subid rápido hasta la portería, joder!”.
Lidio Jiménez lleva cinco años manteniendo al equipo en Primera División, enfrentándose a los más grandes de un deporte que vive su momento de gloria después de la victoria de la selección nacional en el último Campeonato de Europa. Pero sigue sin acostumbrarse a la presión. “Es mucha responsabilidad”, comenta nervioso la mañana antes del partido. En la capital manchega todos sus paisanos le conocen. Sus éxitos y derrotas le persiguen, ya esté en el bar o en el supermercado. “Con este trabajo no me voy a hacer millonario. Lo único seguro es que el estrés es muy fuerte. Los grandes del fútbol también lo sufren, aunque luego tienen un sueldazo: yo seguiré con mi hipoteca”. A sus 40 años, Jiménez está en el punto álgido de su carrera. “Lo difícil es mantenerse”. Como sucede en todo deporte colectivo, la victoria es del equipo; la culpa de la derrota recae en el entrenador. “Y eso genera muchos nervios”. Le apasiona su trabajo, aunque muchas noches no duerme. No desconecta. Tiene altibajos. Los mismos síntomas que sufren millones de personas. Una tensión provocada por situaciones agobiantes con las que nos hemos acostumbrado a vivir, pero que si se prolongan en el tiempo pueden acarrear graves consecuencias para la salud.
Entrenadores, médicos, coordinadores de eventos, periodistas, cocineros o directivos son algunos de los profesionales más estresados
El estrés se ha inoculado en nuestro sistema nervioso como una epidemia silenciosa de la que pocos escapan. Vivimos en sociedades cada vez más aceleradas y nadie es capaz de pisar el freno. Un tercio de los españoles en edad adulta se sienten estresados frecuentemente. Y de ellos, el 53% desarrolla una enfermedad física o sufrirá problemas psíquicos, como ansiedad o depresión. Los asuntos familiares son la principal causa, seguida de los económicos. Y aquí entran las preocupaciones por el trabajo, al que le dedicamos gran parte del tiempo. Los menores de 45 años y las mujeres son los más afectados. El hecho de tener hijos influye significativamente. Pero pocos se atreven a exteriorizarlo. “Hay mucho miedo a perder el puesto. El estrés laboral se ha convertido en un problema endémico”, asegura Antonio Cano, catedrático de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés. Las cifras no son mucho mejores a escala comunitaria: el 25% de empleados en la UE confiesa sufrir la misma angustia.
Si hay una actividad que lidera los rankings de alto voltaje es la sanitaria. En profesiones como la de Belén Estébanez, médico intensivista del madrileño hospital de La Paz, no hay respiro. Esta mujer, de 41 años, trata todos los días con pacientes entre la vida y la muerte. También es la coordinadora de trasplantes. “Si te dedicas a esto tienes que gestionar la presión, o al menos intentarlo”, admite. No puede mostrar sus nervios porque se extenderían cual gripe contagiosa entre sus colegas, “lo que menos necesita el enfermo”. A las tres de la tarde de un martes de noviembre, empieza una de las cinco guardias que tiene al mes. En jornadas como esta llega a trabajar 24 horas seguidas.
Estébanez suele atender a una decena de pacientes en la unidad de quemados, más una veintena de críticos en la UCI. Uno de ellos llegó hace un par de días por una hemorragia en las piernas. “No sabemos si tiene cáncer de páncreas o algún problema en la aorta”. Lo bajan a la unidad de resonancia magnética. El enfermo, de 48 años, se mantiene tumbado dentro de esa especie de tubo gigante por el que nadie quiere pasar. Estébanez le observa desde el cuarto de al lado. De repente, él grita: “¡Sáquenme de aquí, no aguanto más!”. “Espere un poco, por favor, la prueba dura 30 minutos”. Él insiste. “Está bien. Mañana repetimos”. “Ya empiezo con las cefaleas”, se queja ella en el ascensor. Lleva un día duro. Esta mañana ha fallecido una mujer y su familia no ha querido donar sus órganos. “En esos momentos siento que fracaso”, confiesa en el ascensor. Se recoge la melena. Se la suelta. Dice que necesita una coca-cola. Pero al llegar a planta se olvidará de beber, de ir al baño, de sentarse al menos cinco minutos. “Está controlado. Claro que me afecta todo esto, el día que deje de hacerlo cambiaré de profesión”.
¿Somos conscientes de la tensión que soportamos? “No. Nos creemos invencibles, hasta que el cuerpo o la mente se resiente”, advierte el doctor César Morcillo, director de medicina interna del hospital Cima de Barcelona. El facultativo coordina la unidad de estrés, formada por un grupo de especialistas en aparato digestivo, cardiología y psiquiatría. “Los chequeos de estrés se realizan para prevenir, sobre todo, enfermedades cardiovasculares”, explica. Según un estudio de la publicación International Journal of Cardiology, los infartos más frecuentes suceden a primera hora del día, sobre todo los lunes, con un pico máximo a las siete de la mañana. “El cortisol se libera como respuesta al estrés. A través de un análisis de saliva medimos el biorritmo circadiano de las hormonas de cortisol y el DHEA-S. El equilibrio entre ambas es el que garantiza un buen funcionamiento del cuerpo”, añade.
El cortisol nos ayuda a salir de la cama por la mañana. Una subida a corto plazo nos permite una respuesta rápida a situaciones complicadas. “Pero si los niveles siguen altos, aumentan las posibilidades de sufrir arteriosclerosis, una afección en las arterias que impide el flujo normal de la sangre. El ventrículo se puede hipertrofiar. Crece el riesgo de padecer úlceras, se dan alteraciones inmunológicas, problemas coronarios, probabilidad de sufrir ictus…”, detalla.Sus pacientes son, en su mayoría, ejecutivos con insomnio o ansiedad o directivos (la mayoría hombres) que tienen que someterse a un chequeo general por prescripción de sus empresas. “Cuando se diagnostica estrés, los pacientes se asustan, pero la mayoría confiesa que no puede frenar”. Si el diagnóstico es leve, el doctor prescribe una receta que parece más sencilla en la teoría que en la práctica: hacer algún deporte, ordenar la agenda y aprender a gestionar las emociones, con la ayuda de un terapeuta si es necesario.
El estrés laboral es un estigma. Pocos se atreven a hablar de debilidades por miedo a perder el puesto en un mercado de trabajo tan competitivo y precario
Una fórmula que intenta cumplir Jorge Riopérez. Lleva tres décadas como directivo en el sector de las inversiones y empezó a ir al gimnasio hace solo doce meses. “Antes no hacía nada de ejercicio y ahora tengo adicción”, cuenta sentado en una sala acristalada de la Torre de Cristal, uno de los rascacielos de Madrid. En este edificio se encuentra la flamante sede de la consultora internacional KPMG, de la que Riopérez, de 53 años, es socio. Él es responsable del área de fusiones y adquisiciones de la compañía en España, Europa, África y Oriente Próximo. Su despacho está en la planta 44ª, donde trabaja la mayoría de sus 50 empleados: hombres y algunas mujeres entre 25 y 40 años dispuestos a aguantar en la oficina lo que haga falta. Las transacciones que suelen llevar a cabo oscilan entre los 10 y 500 millones de euros. “Solo cobramos si hay éxito. Tenemos que competir con otras consultoras para que los clientes nos contraten a nosotros”. Riopérez se pasa el día reunido mientras su equipo ejecuta estrategias, estudia normativas técnicas, legales y hace cálculos. Si se hace tarde, piden unas pizzas y cenan aquí. El jefe aguanta con tres o cuatro cafés con leche. “En esta profesión tienes que tener ese punto de agresividad y pasión para resistir”, sostiene. “El estrés viene del cliente. Tienes que estar disponible para él 24 horas. Pero con los años lo llevas mejor”. ¿Conciliación? “Complicado, por no decir imposible”.
Pocos se atreven a hablar con esa franqueza sobre debilidades en su ámbito laboral. El estrés es un estigma. “Los puestos en las empresas están diseñados para empleados perfectos y nadie lo es. La gestión de recursos humanos sufre una deformación profesional: no todo es productividad”, dice Juan José Fernández, catedrático del Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de León. La mala organización, la sobrecarga de tareas, la rápida toma de decisiones o la incertidumbre que genera depender de un mercado laboral cada vez más precario y competitivo son el cóctel perfecto para una subida de tensión. Un panorama que acarrea importantes pérdidas a las empresas y a la Seguridad Social de cada país. El coste para Europa de la depresión relacionada con el trabajo ronda los 617.000 millones de euros anuales, según la Agencia Europea para la Salud y la Seguridad en el Trabajo. Una cifra que incluye los costes por la pérdida de productividad, el absentismo, el gasto en asistencia sanitaria y los costes del bienestar social en forma de pagos de prestaciones por invalidez.
En España, casi el 2% de las bajas médicas de 2017 se debían a un diagnóstico de ansiedad. Una cifra ínfima que, según Juan José Fernández, “no refleja la realidad”. “El estrés es muy silente. Un dolor de espalda puede estar producido por la tensión, pero el médico de atención primaria no lo indica en su diagnóstico”. Los ansiolíticos ocupan el tercer puesto de medicamentos más demandados en España. En 2014, nuestro país ostentaba el segundo lugar en venta de tranquilizantes de la OCDE. Uno de los colectivos más afectados por estrés es el educativo.
El coste en Europa de la depresión por trabajo ronda los 617.000 millones de euros anuales, según la Agencia Europea para la Salud y la Seguridad en el Trabajo
En 2006, uno de cada cinco docentes confesaba sufrir el síndrome burnout (del trabajador quemado). “La situación empeora. El desgaste emocional es tan grande que te ves incapaz de enfrentarte a una clase”, cuenta Jesús Miño, defensor del profesor del sindicato de enseñanza pública ANPE. En 2005 crearon este servicio, formado por psicólogos, profesores y abogados, ante el aumento de las incidencias. El año pasado atendieron más de 2.200 casos. El 12% estaban relacionados con agresiones físicas y amenazas por parte de los alumnos. “Crece la violencia. Hay casos en que los padres han pegado a los maestros. Y luego están los problemas con los equipos directivos. Muchos docentes se sienten desamparados”, relata Miño. “Es una profesión en la que se llora mucho”, dice Ángela, de 30 años, profesora de inglés de un colegio de Madrid. Prefiere hablar por teléfono. No quiere que nadie la reconozca. Ha padecido un par de ataques de ansiedad. El último fue el año pasado. Una madre se quejó al director porque no estaba conforme con el ocho que había sacado su niña en un examen. “Le dijo que yo le estaba haciendo mobbing. ¿No podía contármelo a mí?”. Fue la gota que colmó el vaso. Aún recuerda las taquicardias; se quedó sin habla. Se fue a casa.
“Hay que evitar la negatividad. Las relaciones de trabajo son duras. No podemos cambiar a los otros. Por eso conviene focalizar la energía en los aspectos positivos y sacar lo mejor de cada uno”, recomienda Lee Newman, decano de la IE School of Human Sciences and Technology del Instituto de Empresa (IE). La inteligencia emocional es uno de los aspectos clave en la formación de futuros líderes. La inseguridad y desconfianza que puede transmitir un jefe genera mal ambiente. “Solo ellos pueden llevar a cabo acciones que realmente tienen impacto”. ¿Y qué hacer cuando un director es un adicto al trabajo y exige la misma actitud a sus empleados? “Lo único que se puede hacer es hablarlo y comprometerse a obtener los mejores resultados adaptando el proceso de tareas a las necesidades de las personas implicadas”. Pilar Rojo, directora del centro de recursos humanos del IE, defiende que los trabajadores que mejor controlan sus emociones son los más competentes. Es muy complicado ser productivo y trabajar con estrés. "Hay que entrenarse, conocerse bien,aprender a relajarse, saber qué hace que saltes, que te emociones, ser consciente de lo que te pasa en cada momento", aconseja la experta.
Consuelo Pelegry, editora de Noticias Cuatro, sabe cómo ganarse a su equipo cuando se acerca la temida hora del informativo y tienen la escaleta (el guion) sin cerrar: con panchitos y golosinas de la máquina. La obsesión de la periodista, de 50 años, es el tiempo. “Es el que me limita las historias que puedo contar”. Lleva 16 años decidiendo los temas que el telespectador verá en su casa a la hora de comer, seleccionando los vídeos. Y le sigue dando vueltas: “A veces he soñado que me despierto y la escaleta no está hecha”, cuenta esta mujer de pelo rojo y gesto risueño. La actualidad no da respiro. Los periodistas conviven con las prisas, la competitividad por conseguir la mejor historia, la angustia por no acabar en el paro en un sector azotado por la crisis. Durante toda la mañana, Pelegry no para de recibir mensajes de WhatsApp de varios grupos de la redacción. “Así me voy enterando de lo que sucede, aunque a veces me saca de quicio”. Quizá sufre el nuevo mal del trabajador: el tecnoestrés. La irrupción de las nuevas tecnologías ha dinamitado la jornada laboral. La frontera entre el trabajo y la vida privada se ha diluido, y la sensación de tener que estar hiperconectado y disponible a todas horas acaba pasando una factura emocional. En Francia desconectar del trabajo ya es un derecho. En España no existe ninguna normativa parecida. “Pero la sociedad lo acabará demandando, como sucede con la regulación de horarios”, considera Juan José Fernández, catedrático del Derecho del Trabajo. “¿Qué clase de vida puedes llevar si la jornada acaba a las ocho?”, se pregunta.
Más complicado lo tiene Manuel Quintana, que no saldrá de la cocina antes de las once de la noche. Este sábado, el restaurante El Caballo Rojo, en Córdoba, tiene casi 100 reservas para el mediodía. Más de medio centenar para la cena. Quintana, de 54 años, se encargará de las comandas. A la una de la tarde, sus pulsaciones están a 95 y el único movimiento que está haciendo es partir jamón. Subirán hasta 147. “Trabajar entre fogones es muy duro; lo haces porque te encanta o por necesidad”, dice. Reconoce que su presión no es la de Ferran Adrià. Su trabajo no depende de estrellas Michelin. “Pero este sitio también exige la máxima excelencia”. Lo mismo bate el salmorejo que ayuda con los postres o termina de preparar la paletilla de cordero. A las 16.30, se sirven los últimos cafés. Antes de salir, Quintana se echa un pitillo, cambia el delantal por el chándal, se pone los auriculares y escucha a Van Morrison mientras se pierde por las calles de la judería montado en su mountain bike. Lejos van quedando el sonido de las cacerolas, las órdenes de la jefa, el olor a comida. Y en menos de tres horas, vuelta a empezar.
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