“El estrés genera mucho ruido cerebral y afecta a capacidades como la memoria”
El prestigioso neurocientífico Tomás Ortiz Alonso, experto en educación, ha dedicado buena parte de su vida a desentrañar los misterios del cerebro. En los próximos 30 años, confía, la ciencia por fin tendrá certezas sobre cómo funciona.
CUARENTA AÑOS”, responde con entusiasmo imperecedero y como si hablara de días Tomás Ortiz Alonso, médico y psicólogo, cuando se le pregunta cuánto hace que el cerebro humano es su gran pasión. Nacido en Guadalajara hace 67 años y catedrático de Psicología Médica en la Universidad Complutense de Madrid, es un experto de prestigio internacional que desarrolla programas neuroeducativos en niños para “activar los mecanismos cerebrales que procesan la información y que permiten construir autopistas neuronales de aprendizaje”. Suena complejo, pero Ortiz Alonso lo explica sin perder la sonrisa con una imagen que, además de sencilla, es radiante: “La diferencia entre un cerebro que se ejercita en la escuela de forma ordenada, regular y sostenida y otro que no lo hace es la misma que existe entre un árbol visto en otoño y en primavera”.
Divorciado y padre de tres hijos (“una es neurorradióloga en Harvard; otra, experta en neuroeconomía, y el otro, abogado que se prepara para ser juez”), Ortiz Alonso dirige además la colección Neurociencia y Psicología que publicará El País a partir del próximo domingo. Cuarenta títulos sobre los descubrimientos más recientes que exploran las relaciones entre el cerebro y el entorno, los procesos cognitivos y emocionales y la conducta humana. Un anticipo de esa compilación es este diálogo, mantenido el mediodía de un jueves en Buenos Aires, donde está desarrollando Visión táctil, un proyecto digno de un escritor de ciencia-ficción, pero con efectos muy reales: tecnología mediante, el programa permite que niños ciegos de nacimiento puedan “leer a medio metro” gracias a un sistema que capta información visual y la traduce a impulsos táctiles.
¿Cuándo y por qué empezó a interesarle el cerebro? Estudiaba Psicología, pero me fascinaba saber cómo pensamos, cuáles son nuestras emociones y cómo eso se refleja en el cerebro. Los conocimientos de las teorías psicológicas no alcanzaban a responder esas preguntas. Por eso hice también Medicina.
Si tuviera que trazar un mapa de lo más importante que aprendimos del cerebro en estas décadas, ¿qué diría? Antes una persona tenía un accidente, perdía el habla y deducíamos que esta podía relacionarse con la zona cerebral donde se producía la lesión. Ese conocimiento era indirecto. Ahora tenemos información directa y en tiempo real mientras el cerebro realiza una función. Ese ha sido el gran salto. Estamos conversando y podríamos ver cuáles son las áreas que se activan mientras escuchamos o hablamos, mediante una serie de técnicas de registro. La resonancia magnética, por ejemplo, permite ver cuál es el metabolismo de las neuronas cuando realizan una función. A más metabolismo se supone que hay más actividad y eso se correlaciona directamente con las funciones que se ejecutan.
En el imaginario cultural el cerebro parece haber reemplazado al corazón, del que se suponía provenían virtudes y flaquezas. Hoy, la neurobiología y el inconsciente lo explican todo. ¿Qué hay de mito y qué de realidad? A lo largo de la historia, en ocasiones se transmite un error científico porque quien lo difundió inicialmente fue una gran persona. Aquí el error proviene de la filosofía de Aristóteles. Él creía que las funciones cognitivas que nos permiten recibir, seleccionar, almacenar, elaborar y recuperar información ambiental estaban en el corazón. Ese error explica que una persona diga: “Te quiero con todo mi corazón”. Si es así, no le quieres nada y no es curioso que haya tantos divorcios [ríe]. Sucede en la cabeza. El corazón no tiene ningún sentimiento: es un mero receptor de una estimulación cerebral, asociada a una emoción. Hoy se conocen incluso áreas cerebrales más implicadas en una función emotiva que en una cognitiva. Pero parece que decirle a una chica “te quiero con todo mi hipotálamo” no pega.
Sus investigaciones subrayan la necesidad de ejercitar el cerebro de los niños ordenada y sistemáticamente como clave para mejorar el aprendizaje. ¿Qué lugar ocupa el ocio en ese modelo? El ocio es una construcción cultural. El cerebro no lo entiende: siempre está haciendo algo. Incluso en el tiempo que llamamos “libre”, leemos o caminamos o nos ejercitamos… Trabaja también durante el sueño: hay una parte, el tronco, que debe funcionar para poder respirar. Está probado que si lo estimulamos ordenada y sistemáticamente y lo hacemos todos los días con cosas sencillas (ejercicios de equilibrio y de atención, por ejemplo), la neuroplasticidad es mayor: se generan nuevas neuronas en una estructura que se llama hipocampo, asociada a la memoria. Y esas nuevas conexiones se vuelven estables, que es lo que se requiere para aprender. Por el contrario, cuando no lo entrenamos nos cuesta retomar el ritmo, como sucede cada lunes.
“La diferencia entre un cerebro que se ejercita en la escuela de forma ordenada y otro que no lo hace es la misma que existe entre un árbol visto en otoño y en primavera”
Déjeme defender el descanso. Un ensayo reciente, 24/7: Capitalismo tardío y el fin del sueño, de Jonathan Crary, denuncia que el capitalismo actual, en su intento de extraer rentabilidad de todo, va incluso por nuestras horas de sueño. ¿Cómo incide dormir poco en la productividad? Tiene efectos nocivos y es un muy mal negocio. Necesitamos cinco ciclos de sueño y cada uno dura entre 90 y 120 minutos. Lo ideal es dormir de 7 a 9 horas. Menos perturba la memoria. En un niño hace que no esté atento; en un adulto afecta su concentración y, por ende, su eficacia. En esos términos, quizá podríamos acordar que el sueño sería el ocio que necesita el cerebro para poder trabajar después a todo ritmo y recuperar la información que adquirió durante el día. Niños que descansan bien tienen un buen desarrollo madurativo. Y por el contrario, los pequeños que duermen mal sufren de déficit de atención.
¿Varía la neuroplasticidad con la edad? La plasticidad es la capacidad que tiene el cerebro de aumentar las conexiones neuronales como consecuencia de la estimulación ambiental. A más estímulos, más plasticidad. Tiene dos fases. La primera es lábil, poco estable y nada útil. Para que lo sea necesitamos repetir las cosas. En otras palabras: podemos oír 20 idiomas, pero útil es el que practicamos todos los días. Existen ventanas temporales durante las cuales se favorece la plasticidad neuronal. Las asociadas a la edad se llaman “tiempos críticos”. Hay periodos en la infancia en los que cualquier estímulo genera plasticidad neuronal estable. Se supone que puedes ser bilingüe si has aprendido los dos idiomas antes de los siete años, porque tu plasticidad es tan grande que permite incluso desarrollar las entonaciones con las que habla un nativo. El bilingüismo aumenta la capacidad cerebral al incrementar la actividad del hemisferio derecho. Y eso es importante porque un cerebro multilingüe responde mejor a diversos estímulos en distintas situaciones.
¿La motivación puede salvar el escollo de un aprendizaje a destiempo? La psicología incide en ello. Hay una plasticidad neuronal muy rápida, asociada a intereses y motivaciones. Una persona puede aprender a hablar rápidamente un idioma, si dependen de eso sus hijos, su vida, su trabajo. Esa motivación es suficientemente alta para aprender cualquier cosa a cualquier edad. Las personas a las que les gusta el fútbol, por ejemplo, saben enseguida los nombres de los futbolistas de su equipo y la historia de sus goles al detalle. Los intereses primarios aceleran mucho los procesos de aprendizaje y de plasticidad cerebral.
¿Y la sobreexigencia?¿Afecta el estrés a nuestras habilidades intelectuales? Genera mucho ruido cerebral. Imagina que estás en una fiesta e intentas hablar con un amigo, pero hay tanto escándalo que ni siquiera lo oyes. El estrés impide desarrollar capacidades. Inhibe la plasticidad cerebral. Es una enfermedad silenciosa: aumenta una sustancia llamada cortisol que afecta los receptores del hipocampo, que ya no consiguen desarrollar su capacidad de memoria, atención y codificación de cosas nuevas. ¿Cómo lo eliminas? En situaciones de relajación, donde te has aislado físicamente del ruido visual, auditivo, táctil. Sucede también con la depresión o con un trastorno obsesivo compulsivo: son ruidos cognitivos, psicológicos, emocionales. Un pensamiento que está constantemente introduciéndose en lo que haces, distorsiona y te impide actuar con calidad.
En sus conferencias destaca usted el papel del juego. ¿Jugamos poco los adultos? Decía Ramón y Cajal en 1923 que “el juego es una preparación necesaria para la vida”, que imprime un sello, a la vez intelectual y moral. En él intervienen factores motivacionales, de novedad, de interacción de unos con otros, de competitividad, que contribuyen al desarrollo en una época de gran neuroplasticidad. A más novedad, el cerebro capta información a más velocidad y la archiva mucho mejor. La pregunta es por qué los adultos no seguimos jugando. ¿Hemos perdido esa capacidad? Es una gran pregunta y sucede en todas las culturas. Antes de la Revolución Industrial, el alumno aprendía de una forma práctica y utilizaba más el juego que nosotros. Es decir, el pintor enseñaba pintando. Eso contribuía a desarrollar más el juego a lo largo de la vida. En nuestra sociedad, la memoria y el conocimiento están asociados a los sistemas educativos. Con juegos se tardaría más tiempo y hoy la rapidez es un valor.
¿Cómo relaciona la necesidad de repetir para aprender con el concepto estrella de esta época: la creatividad? Hay muchas teorías. Yo creo que el mejor chiste en una conferencia es el que has ensayado muchas veces. El cerebro no imagina cosas de la nada. Creativo es quien desde una sistematización de información desarrolla algo distinto. Pero a partir de una estructura muy documentada. Se han dado casos en los que la idea llega en estado de reposo, sin ningún tipo de estímulos. Alguien venía buscando una respuesta que surge de pronto; pero antes de ese momento hubo mucho trabajo estructural, ordenado y sistematizado. No fue espontáneo.
“El estrés genera ‘ruido’ e impide desarrollar capacidades como memoria, atención y codificación. Inhibe la plasticidad cerebral.
Es una enfermedad silenciosa”
Distintos best sellers promocionan la “inteligencia emocional”, asociada a la posibilidad de dirigir con éxito lo sensitivo. ¿Qué opinión le merece? Es un enfoque más psicológico, pero soy crítico. Desde la neurociencia es poco consistente. Las respuestas emocionales son previas a cualquier proceso cognitivo, con lo cual sería difícil modificarlas. Si tú ves una araña, enseguida te retiras. Si empiezas a pensar que es una araña, te pica. Después sí, vendría una respuesta cognitiva: “Era una araña”. Se podría hablar de una terapia para identificar la araña. Pero lo que no sabemos es cómo, identificándola, tu respuesta sería no retirarte.
¿Somos esclavos de nuestras emociones entonces? Mucho. La neurociencia se acerca más al conocimiento de cómo se producen las emociones que a terapias concretas. Eso no quiere decir que no podamos usar ese conocimiento científico para intentar algunas cosas…
Cuénteme. Si es verdad que la respuesta emocional es inmediata y, a la vez, que para tener una plasticidad cerebral eficiente se necesitan muchos estímulos ordenados y a lo largo del día y todos los días, es muy difícil hacer una terapia. Pero hay una técnica con la que sí se consigue esa respuesta: la sonrisa. La sonrisa es un proceso emocional positivo que el niño adquiere a partir de la sonrisa de la madre y que permanece a lo largo de su vida. Por eso colocamos imágenes de sonrisas en las aulas. De tal forma que, nada más que levanten la cabeza cuando vean al profesor, siempre las verán. Generan automáticamente una respuesta positiva, distinta a la que obtendrías junto a personas tristes o agresivas.
¿Rinde la empatía en el mundo corporativo? ¿La gente feliz produce más y mejor? Sí. Porque el siguiente conocimiento que nos ofrece la neurociencia es que las situaciones tienen una representatividad en el cuerpo. Hay un dicho en latín: “Mens sana in corpore sano”. Yo creo que es al revés. En la medida en que te encuentras bien físicamente se producen estímulos que benefician la salud de tu mente. Eso sería lo que la neurociencia aporta: ir de lo simple a lo complejo. Sabemos, por ejemplo, que si uno no está bien hidratado, disminuye su atención. Hidratarse cinco minutos antes de una clase no cuesta nada y rinde mucho. Si tú tienes el cuerpo sano, recibes sonrisas, trabajas en un ambiente agradable, sin frío, ni calor, ni odio, ni agresión, tu cerebro funciona mejor que en un sitio donde sientes hostilidad ambiental, emocional o de cualquier otro tipo.
Entender más la química cerebral ha generado la sensación de que existe una pastilla para resolver cualquier déficit. ¿Cuáles son los riesgos de esa mirada? Los fármacos sirven para regular sustancias que el cerebro no tiene o ha perdido y que son necesarias. No desarrollan una función, permiten que puedas realizarla. Se ataca un aspecto del problema, pero no se resuelve la parte psíquica que requiere terapias para recuperar las funciones. La ayuda farmacológica disminuye el nivel de sufrimiento, pero si el problema que lo ocasiona subsiste, allí queda. No hay un medicamento que mágicamente devuelva la memoria. Tampoco pastillas de la felicidad.
¿Su presencia en Argentina se relaciona con alguna investigación? Trabajo en un programa que vengo desarrollando en España desde hace 20 años y que aspiramos a profundizar aquí con un acuerdo con la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia. Se llama Visión táctil y consiste en lograr que niños ciegos de nacimiento puedan leer a distancia.
¿Cómo? Mediante una microcámara que el niño usa en unas gafas parecidas a las de 3D. El sistema capta la información visual a medio metro, una letra por ejemplo, y la transmite a través de bluetooth a un dispositivo que genera impulsos táctiles que él percibe en la mano, donde aparece globalmente la letra en milisegundos. Esa suerte de “imagen” táctil de la letra se transmite al cerebro, que la reconoce como tal. Es un proceso de aprendizaje. Hemos hecho investigaciones en adultos, pero se avanza más lentamente.
La tecnología auspicia a otra vedette: la inteligencia artificial. Le confieso que siento cierto rechazo: suena a Victor Frankenstein, tratando de armar una criatura a su imagen y semejanza. No soy experto en inteligencia artificial y, aunque entiendo su escozor, creo que en el ámbito de la neurociencia, los robots o programas específicos nos ayudarán a mejorar muchísimo cerebros que estén lesionados. Podremos actuar sobre la capacidad de reestructuración de esos cerebros o con desarrollos asociados a la memoria, de forma más interactiva.
¿Qué nos falta conocer del cerebro que va a cambiarlo todo? Algo muy sencillo: cómo funciona. Solo tenemos pistas. ¿Qué dispara el autismo, por ejemplo? No sabemos. Sí, que hay un área del cerebro autista que en apariencia no tiene neuronas en espejo, que son las células capaces de percibir la imagen emocional de otra persona. O dilucidar por qué la gente se enamora o deja de quererse. Sabemos que cuando una persona se enamora hay un cambio hormonal: ciertas áreas límbicas se encienden y tienen una actividad tan potente que inhibe las áreas perceptivas. El enamorado cambia la impresión que tiene sobre el otro. “El amor es ciego”, dice el refrán. Debe ser un mecanismo muy simple que genera miles de conexiones, actividades e interacciones, pero todavía no lo conocemos. El bosque no nos deja ver lo que hay detrás. Avanzamos, pero probablemente necesitemos mirar el cerebro desde arriba, mirar el bosque más desde lo alto, para identificar qué hay y cómo se conecta. En los próximos 30 años, seguramente resolveremos el enigma.
Tomás Ortiz Alonso dirige la colección Neurociencia y Psicología que se publicará semanalmente en el diario El País a partir del 28 de enero.
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