Somalia tiene derecho a salir del agujero de la deuda
El país se enfrenta a una nueva hambruna sin posibilidad de acceder a financiación internacional
Hubo un tiempo en el que el fin de la deuda externa figuraba alto en la agenda de las organizaciones humanitarias. Desde los conciertos Live Aid a la campaña de las ONG cristianas por el Jubileo 2000, millones de personas en todo en el mundo demandaron una respuesta a la asfixia presupuestaria de los países más pobres del planeta. La incapacidad para hacer frente a obligaciones contraídas en muchos casos en períodos de guerra o dictadura frenaba cualquier oportunidad de desarrollo restringiendo el acceso a la financiación y condenando a sus economías a círculos viciosos de pobreza.
La respuesta de las instituciones financieras internacionales –en forma de iniciativas como la destinada al alivio de los Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés)– ha permitido desde 1996 reestructurar y reducir 99.000 millones de dólares de deuda de 36 países, la inmensa mayoría de ellos en África subsahariana. Sin embargo, la cerrazón del Fondo Monetario Internacional (FMI) impide todavía a algunos de ellos sacar la cabeza del agua y hacer frente a sus considerables desafíos en materia de desarrollo.
Somalia se ha convertido en un estudio de caso de los costes de esta rigidez. Hace solo siete años, la combinación de desastres naturales e inducidos que asolan a este país se cobró la vida de 258.000 seres humanos y forzó el desplazamiento de cientos de miles a través de las fronteras con Kenia y Etiopía. El despliegue humanitario de la comunidad internacional –de cerca de 1.000 millones de dólares– permitió aliviar en parte la catástrofe, pero quedó muy lejos de situar al país en la senda de una recuperación que exige inversiones productivas, infraestructuras y servicios básicos como la salud, el agua y la educación.
La razón de este fracaso está, en parte, en la losa financiera que bloquea cualquier oportunidad presupuestaria para el Gobierno somalí. La deuda del país asciende a más de 4.000 millones de dólares, dos tercios de su producto interior bruto. El origen de buena parte de estas obligaciones está en los 22 años de dictadura del infame Siad Barre y en la Guerra Fría que las potencias libraron en África armando a Estados como el de Somalia a costa de sus pueblos.
Hoy la lista de acreedores incluye a Estados Unidos, Francia o Italia, así como a instituciones financieras y bancos regionales. Pero ninguna deuda pesa más que los 325 millones de dólares que se le deben al FMI en forma de impagos atrasados. Como explicaba en un reciente artículo Kevin Watkins, director de Save the Children en el Reino Unido, “los países en mora con el FMI no son elegibles para recibir financiación a largo plazo de otras fuentes, como la ventanilla concesional de 75.000 millones de dólares con la que cuenta el Banco Mundial a través de la Asociación Internacional de Desarrollo. (…) El 90% de la deuda somalí se deriva de los impagos de créditos concedidos a principios de los ochenta, cuando dos terceras partes de la población actual de Somalia ni siquiera había nacido”.
Frente a la petición urgente de los somalíes, el FMI ha hecho lo que mejor sabe hacer: cacarear el texto del contrato y colocarse después de perfil. En su opinión, Somalia debe seguir el mismo procedimiento que otros países HIPC y demostrar con un programa de tres años que está dispuesto a hacer dolorosas reformas. Solo entonces comenzaría a beneficiarse del alivio de la deuda. Pero el país sencillamente carece de ese tiempo. El año 2017 ha vuelto a traer lluvias escasas y el riesgo cierto de una nueva hambruna. Los datos de la Oficina de Coordinación Humanitaria de la ONU sugieren que la ayuda alimentaria en 2018 debería ser el doble de la media de los últimos cinco años, necesaria para salvar las vidas de 232.000 niños que podrían morir a consecuencia de la desnutrición.
De nada han servido hasta ahora las reformas políticas y económicas puestas en marcha por el nuevo gobierno del presidente Mohamed Abdullahi Mohamed o la conferencia sobre Somalia que tuvo lugar en Londres en mayo del pasado año. Tampoco las apelaciones a las prioridades de los propios acreedores, como la de la lucha contra el terrorismo. La visión que hoy prima es la que expresó de forma poco ambigua el director para África del Atlantic Council, un think tank estadounidense asesorado por figuras como José María Aznar: “Esto de que los diletantes de la comunidad internacional se entusiasmen con un gobierno somalí es un déjà vu. (…) Aún no sé qué hace el gobierno con esos 250 millones de dólares [el total de su presupuesto], más allá de viajar a conferencias y pagar a parlamentarios cuyo nivel de absentismo es atroz”.
Catorce millones de somalíes, la mitad de los cuales dependen de la ayuda internacional, merecen algo más que el sarcasmo de un burócrata sentado en un despacho de Washington. Como en el caso de otros muchos países que han logrado salir del agujero, los estándares finlandeses de buen gobierno no pueden convertirse en la condición de partida para el alivio de la deuda, entre otras cosas porque tampoco lo fueron cuando estos mismos acreedores inundaron de préstamos a un régimen cleptócrata. Las autoridades somalíes están haciendo un esfuerzo real por dejar atrás décadas de violencia y miseria, y la comunidad internacional tiene la obligación moral de apoyarlo, por incierto que sea su resultado.
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