La batalla del Mediterráneo
La brecha entre dos mundos ha convertido el Mediterráneo en un cementerio. Miles de personas mueren al año cruzando esta frontera. Mientras, en el mar, chocan los Estados y las ONG, con visiones opuestas de la tragedia. Navegamos sobre el agujero más negro de esta crisis humanitaria, a orillas de Libia, en el buque de mando de la misión europea en la zona
EL ALMIRANTE Moreno Susanna, al mando de la operación Eunavfor Med, la misión europea desplegada en el Mediterráneo central para hacer frente a las redes de tráfico de personas, preside la mesa. Pide un “sit rep”, un informe de situación. Y entonces su camarote parece convertirse en una salita de teatro. Se abre la puerta y entra en escena el capitán de fragata Martín Prieto; cuenta que el resto de barcos “ya están en faena”. El Andrea Doria, un destructor italiano, atiende tres eventos SAR (de búsqueda y rescate). El Vos Hestia, embarcación de Save the Children, otros cuatro. El SeeFuchs, de una ONG alemana, se ocupa de uno más. El William B. Yeats, patrullero de guerra irlandés con nombre de poeta, rescata a otra patera. Han detectado una más a seis millas de Libia. El velero Astral, de la ONG española Proactiva Open Arms, está cerca. El Zeffiro, fragata italiana con cicatrices de varios conflictos, va de camino. Y el Cantabria, este buque español de aprovisionamiento en combate en el que navegamos, cuartel general de la misión europea, le sigue a 18 nudos. En resumen: hay 10 pateras, con un millar de migrantes, y un buen pedazo de Europa a un paso de Libia. Civiles, policías y militares. Solo faltan los últimos invitados. “¿Noticias de algún patrullero libio?”, pregunta el almirante. Su interlocutor tuerce el gesto. El superior cierra la escena: “Una buena batida antes de que sea de noche”. Es su decimoquinta jornada al frente de la misión. Y en este día tórrido, uno de esos en los que el cielo y el mar se confunden, se acuerda del consejo que le dio su colega italiano, antes del relevo: “Los días tienen 26 horas. Y cada instante cambia la situación”.
Es septiembre de 2017 y la brecha entre dos mundos ha convertido el Mediterráneo en un escenario imposible en el que chocan las ONG, el aparato militar y de seguridad europeo y Libia, ese agujero negro donde el tráfico de personas es uno de los pocos negocios que aún funcionan: mueve unos 5.000 millones de euros al año, más de lo que factura Inditex en España. Desde 2014, han llegado a Italia 600.000 personas por esta ruta del Mediterráneo central. Más de 10.000 han muerto en la travesía. Y, poco a poco, los actores en juego han ido manifestándose sobre el gran cementerio de las migraciones.
El Cantabria forma parte del contingente institucional de la UE. Un buque de la Armada española, de 174 metros de eslora y 23 de manga, con helicóptero en la popa, dotación de más de 150 marineros españoles y un Estado Mayor formado por 45 oficiales de 15 países de la UE. Para darles cobijo, han desplegado un tetris de contenedores en cubierta. Unos sirven de cuartel de campaña. Otros, de dormitorios, y en su interior se mezclan los ronquidos del continente. El reloj se ha adelantado una hora, para seguir una jornada más racional. Las misas se ofician en latín, para que todos las sigan. En el salón de oficiales se ve la CNN en inglés. Mientras se asean, un español, un italiano y un finlandés comentan: “Creo que los siguientes saldrán de Sabratha [ciudad de Libia]”. Y, a bordo, llevan un librito ya curtido con el listado de ONG en la zona.
Cooperantes y voluntarios se lanzaron en tromba al mar ante la alerta humanitaria. En 2015, realizaban un 5% de los rescates. En 2016 ya se ocupaban del 40%. Llegaron a superar la decena de buques. Pero las ONG se han visto diezmadas tras “una campaña concertada de calumnias”, según Amnistía Internacional. Han sido acusadas de provocar un efecto llamada y de colaborar con redes criminales. Fabrice Leggeri, director de Frontex, la agencia de fronteras europea, denunció en agosto que los barcos de las ONG recogían inmigrantes cada vez más cerca de las costas libias, con lo que los traficantes sobrecargaban aún más las barcas y reducían el combustible. Su falta de cooperación con las autoridades, añadió, volvía “aún más complicado conseguir información sobre redes de tráfico y abrir investigaciones”. Donde unos veían una emergencia, otros, una oportunidad perdida de atacar el negocio ilegal. Para algunas voces críticas, las ONG eran “taxis” para inmigrantes. “Se instaló la idea de que éramos el problema, una mentira malintencionada”, dice Hernán del Valle, director de Asuntos Humanitarios de Médicos Sin Fronteras. “Nos quisieron quitar de en medio porque la exposición mediática de la tragedia es políticamente incómoda”.
Este mismo verano de 2017, arreciaron las hostilidades. Los libios declararon que se encargarían de los rescates en aguas internacionales. Comenzaron a asomar sus patrulleras (cuatro de ellas cedidas por Italia) reclamando sus aguas con tiros al aire. A la vez, el Gobierno de Italia exigió a las ONG firmar un código de conducta, apoyado por la UE, para poder operar. El documento, entre otras cosas, los obliga a no entrar en aguas libias ni “comunicarse o enviar señales luminosas” para facilitar la salida de embarcaciones (las ONG siempre han negado hacerlo), a acatar órdenes del Centro Internacional de Coordinación de Rescates Marítimos de Roma y a embarcar policías, para recabar inteligencia o detener a traficantes, si se los requiere. Cuatro de las organizaciones se negaron a firmar. Entre ellas, MSF y la alemana Jugend Rettet, cuya embarcación fue retenida en Italia al poco, acusada de “favorecer la inmigración clandestina”.
“Se instaló la idea de que las ONG eran el problema, una mentira malintencionada”, dice un responsable de MSF
En Malta, al final del verano, coincidimos con un grupo de bomberos sevillanos, de la ONG Proemaid. Mientras ponían a punto un pesquero desastrado, el gran debate era si firmar o no ese código. No por ellos, sino por sus compañeros de viaje. Para hacer frente a la costosa operación, se habían unido a otra ONG alemana cuyos miembros se autodenominan “activistas de izquierdas”. Ya sucedió en el Egeo, según Antonio Reina, que lidera a los españoles: “Éramos cada uno de su padre y de su madre”. Los bomberos estuvieron en Lesbos, durante el éxodo de refugiados, hasta que se cerró aquella vía con un pacto de 6.000 millones con Turquía. Allí, tres de sus compañeros fueron detenidos y acusados de tráfico ilegal. Las cosas tampoco pintan bien ahora. Saben de los riesgos cuando uno se acerca a Libia, y de lo difícil que lo ponen los italianos si uno no firma el código. Para los bomberos, habituados al orden y la jerarquía, estaba claro: “Si quieres jugar, hay que aceptar las reglas del juego”. Para los alemanes, recelosos de las autoridades, no tanto. Pero acabarían firmando. Y sufriendo un aviso con disparos y el abordaje de una patrullera libia. Y rescatando también a más de 600 personas, entre septiembre y diciembre, cuando regresaron a casa.
Las ONG comparten el tablero con tres misiones europeas y una de la OTAN. Entre las cuatro, suman cerca de una veintena de barcos, una decena de medios aéreos y un par de submarinos (no todas tienen activos ni presencia fija). Pero hubo una época en que el mar estaba casi desnudo. Se pagó con vidas humanas. En 2013, un naufragio con 366 muertos a orillas de Lampedusa conmocionó Europa. Italia lanzó una misión militar para resolver una crisis civil. La Mare Nostrum, primera de su especie. Sacó del agua a 150.000 personas. Pero, con un coste de 9 millones de euros al mes, se cerró al año. La zona quedó en manos de Frontex. En 2014 nació su Operación Tritón. Hoy, con un presupuesto de casi 40 millones anuales, han detenido a unos 250 traficantes y rescatado a 21.000 personas en 2017. Pero su tarea quedó en la sombra cuando la UE apostó por una nueva misión militar, la Eunavfor Med. Nació tras otra tragedia, en abril de 2015, en la que murieron 800 personas. Se montó a la carrera, con un mandato claro: combatir a los traficantes. Pero ha sacado del agua a más de 40.000 personas. Y su nombre se ha dulcificado, detalle que habla de algo que les ha tenido muy ocupados: ahora se llama Operación Sophia, en honor a un bebé migrante nacido en uno de sus buques. En ella participa toda la UE, salvo Dinamarca. Cuenta con cuatro barcos, cuatro aviones, dos helicópteros, un submarino y un millar largo de militares. Su presupuesto ronda los 6 millones para año y medio. Más los gastos de cada país, con Italia y España a la cabeza (en 2016, este país contribuyó con 67,2 millones).
Desde su buque de mando, en el Cantabria, se sigue cada movimiento de la batalla. En la sala de guerra, una estancia sellada y sin ventanas, con rótulos de “EU Secret”, se confunden los uniformes, anunciando el futuro de la defensa europea. Al fondo hay dos pantallas: una de ellas muestra un mapa con información en tiempo real de todas las naves en juego. En la otra, explica Enrico Abati, el italiano al mando en la sala, hay una foto de una embarcación tomada “hace 15 minutos” desde el avión luxemburgués. Ya son 11 pateras en un día. Todas, al parecer, zarparon de forma coordinada. Según el almirante Moreno, “ahora hacen estas salidas masivas para saturar. Así es más difícil coger a los traficantes”. “La situación es crítica”, prosigue el italiano Abati. Ya hay una rescatada; cuatro buques (tres militares y uno de una ONG) se encargan de las otras diez. Y el almirante no lo dice, pero se intuye su preocupación: cuando acaben, los barcos tendrán que ir a puerto para dejar a los náufragos. El Cantabria se quedará entonces a solas frente a Libia. Y nunca, desde que han asumido el mando (lo ejercieron entre septiembre y diciembre), se han enfrentado a un rescate.
A ellos, confiesa el almirante, también los han acusado de “taxistas”. Por eso, suele repetir a menudo el “core” de su misión, su núcleo: “Apresar y llevar ante la justicia italiana a quienes trafican con personas”. De momento, su acción es limitada. Sophia recibió un mandato en cuatro fases. Completó en un par de meses la primera, de recogida de información. Luego entró en la fase 2A, de captura y destrucción de embarcaciones en aguas internacionales. Y lleva dos años en ella. Las siguientes fases implican adentrarse en aguas libias (la 2B) y en tierra libia (la 3), pero requieren de una orden de la ONU o una invitación de Trípoli. Entre tanto solo actúan en un margen “de dos o tres millas”, al borde de las aguas libias. Donde, a veces, si son rápidos, atrapan a quien remolca la patera; o a los chacales, los carroñeros que se acercan a recuperar motores y pateras. Pero, como critica un mando de Frontex, con experiencia al frente de misiones en el Mediterráneo: “Sin entrar en Libia no puedes hacer nada. ¿Qué diablos van a hacer contra las redes desde el mar?”.
El ‘Cantabria’ amanece con 410 migrantes a bordo, los testigos mudos de esta ‘batalla’
Nuestro segundo día a bordo, el Cantabria despierta con ajetreo. Riadas de uniformes caminan al punto de encuentro. El oficial anuncia: “Estamos cerca de Libia. Y tenemos a las otras unidades desembarcando. Estamos casi solos. El avión ha estado haciendo ronda y, si encuentra algo, nos toca. Me gustaría hacer un simulacro y quedarnos tranquilos”. Pero no parece un simulacro. Minutos después, el almirante amplía en su camarote: “Estamos en el escenario de que vamos a recoger inmigrantes. Vamos hacia allí”. En la sala de guerra se sabe aún más. El italiano Abati sintetiza: el avión ha detectado una embarcación; las imágenes indican que no hay traficantes remolcando, ni chacales; el SeeFuchs, pesquero de una ONG, ha visto una lancha de goma en el límite de las 12 millas, pero ha tenido problemas con la Guardia Libia; el Centro de Coordinación de Roma trata de declarar un evento SAR. Pero necesita aclararse con los libios, está en ello. “Hasta que decidan, iremos a la zona”, ordena el almirante. Y la estancia se convierte en un cruce de frases en español e inglés: “Estamos a 50 millas”. “Máxima velocidad”. “Tenemos otra llamada”. “Mike, any point?”. “Se confirma llamada por UHF, tenemos un segundo”. “El Astral está muy cerca”. “Tienen pabellón español”. “Acerca esa imagen”. Y la instantánea muestra un dinghy, decenas de rostros, la pierna colgando por la borda, la balsa doblada como un chicle sobre una ola. Los mandos la escrutan para ver quién maneja el motor: “Son los primeros a los que se investiga”.
Mientras, entra en acción la otra cabeza del Cantabria. El comandante del buque, José María Fernández de la Puente, expiloto de reactores, superviviente de una eyección y curtido en los despachos de la OTAN, ordena un reconocimiento aéreo. Son las 11.00 y el helicóptero se adentra en la bruma sobre un mar con escamas doradas. Sacan los prismáticos, calibran el visor infrarrojos y la pantalla muestra una ciudad. “Trípoli”. Vuelan a 25 millas de la capital libia. Comienza la búsqueda. Encuentran una barcaza a la deriva. Vacía. Toman una foto, la aumentan. Hay cámaras de rueda de bicicleta en el cascarón: salvavidas caseros. Y una fecha inscrita: es una de las rescatadas ayer. Al poco, localizan otra mota casi invisible. Se acercan y confirman. Es la que buscaban, con unas 50 personas. Sacan fotos, la graban y de vuelta al Cantabria, de pronto, localizan una más que no esperaban.
Cuando se posan en el buque, las lanchas de rescate ya están en el mar y se aproximan a la primera patera. Los oficiales europeos se asoman desde los contenedores. Los militares se enfundan monos blancos y mascarillas, a la espera. Hay una enfermería de campaña lista. Un puesto para tomar fotografías. Mesas para la identificación. Por radio se oye: “Tres mujeres, cuatro niños”. Lanzan salvavidas y arranca una de esas jornadas con 26 horas. Y en las que parece quedar olvidado el core de la misión.
Con este argumento, el Parlamento británico publicó en julio un duro informe sobre Sophia: “Es la herramienta errónea: una vez los barcos zarpan, es tarde para socavar el negocio de los traficantes”, concluía. “La búsqueda y rescate es una obligación humanitaria vital, pero podría hacerse con embarcaciones más adecuadas que los activos aéreos y navales de alta gama”. En 2016, argumentaba, con la flota a pleno rendimiento, entraron desde Libia 180.000 personas y murieron cerca de 5.000, las cifras más altas de la historia. El año 2017 llevaba el mismo camino. Habían destruido pateras (casi 500). Y arrestado a más de 100 sospechosos, pero la mayoría, “de la parte baja de la cadena alimentaria de los grupos criminales”. Solo uno parecía liderar una red eritrea. En Italia se ha detenido a miles y condenado a cientos, la mayoría por manejar pateras o brújulas, pero han caído pocos capos de un negocio que comienza en los países de origen y suele confundirse con la maquinaria corrupta de los Gobiernos africanos. Luca Raineri, investigador experto en Libia de la Escuela Superior Sant’Anna de Pisa y miembro del grupo Eunpack sobre respuestas de la UE a las crisis, asistió hace poco a una reunión a puerta cerrada con oficiales de Sophia. No se llevó una buena impresión: “Se centran en una parte muy pequeña de la cadena y carecen de medios para compartir de manera adecuada la inteligencia y obtener un dibujo completo”.
Pero las cifras, hoy, han dado un vuelco: en 2017 las entradas a Italia bajaron de 130.000 por primera vez en cuatro años; el frenazo empezó en verano, con el endurecimiento de condiciones. Quizá por eso, el informe británico salvaba un punto de la misión: la formación a los guardacostas libios. Se ha llevado a cabo en buques de Sophia en Malta, Creta, Roma y Tarento. Han participado Frontex, ACNUR y la OIM. Se ha formado a unos 200. El plan es llegar a 500. Una fórmula para que, poco a poco, ellos controlen su frontera. La ONU avisó de los riesgos: se podría condenar a miles de personas a quedarse en una tierra donde se cometen “graves violaciones de los derechos humanos” y aconsejó una supervisión internacional.
Durante meses, El País Semanal ha solicitado acceso a sus aulas, sin éxito. Aunque llegamos a estrechar la mano de dos alumnos, en una base en Roma, durante un encuentro en noviembre con decenas de oficiales de los países del Mediterráneo. Los comodoros libios conceden una respuesta: su formación en Europa ha sido provechosa. Acto seguido un tipo grandullón interrumpe de malos modos y los libios se escabullen. Son las estrellas del evento. Y los saludos iniciales los tienen en cuenta: “Buon giorno, good morning, salam aleikum”. Enrico Credendino, almirante en tierra de la Operación Sophia, resalta el descenso en las cifras: “Muestra que el modelo de negocio de los traficantes puede ser atacado”. Federico Bisconti, almirante de la misión italiana Mare Sicuro, la única de un país de la UE con acceso a Libia, destaca que esa formación supone “una nueva esperanza”, habla de los buques de guerra italianos que han prestado ayuda en la otra orilla y menciona un hito, un rescate realizado de forma “totalmente autónoma” por libios. El vicealmirante Clive Johnstone, al frente del Comando Marítimo Aliado de la OTAN, cuya misión Sea Guardian patrulla la zona desde 2016, señala a “nuestros socios” de Libia, y los felicita “por los extraordinarios éxitos del último año”.
“No es una tormenta pasajera”, asegura un analista. “La migración va a seguir creciendo”
Solo uno entre los ponentes va más allá, al origen del problema. Michael Spindelegger, exvicecanciller de Austria y director de un think tank sobre migraciones, se pregunta si estos cuatro años han sido “una tormenta pasajera” o el anuncio de lo que está por venir. “Si uno estudia los motores de la migración”, añade, “los conflictos, la demografía, el desarrollo económico y las brechas de prosperidad, solo podemos concluir que el impacto potencial incrementará en los próximos años”.
Un ejemplo: a medida que se cierra la vía libia, las llegadas a España se han disparado (de 8.000 a 20.000 en un año), sugiriendo un cambio de ruta. Según el coronel Fuente Cobo, experto en la región del Instituto Español de Estudios Estratégicos, nos hallamos “muy al principio” de algo más serio. “La población de África crece de forma explosiva. Una parte podrá ser absorbida por su desarrollo. Pero no toda. Las leyes de la física ayudan a entenderlo. Europa está al borde de la catástrofe demográfica. Si deja espacios vacíos, lo natural es que vengan otros y los ocupen. Y lo harán por la línea de menor resistencia”.
Esa línea, hasta hoy, es Libia tras la caída de Gadafi. “Un país que no es un país”, según Bernardino León, que fue enviado especial de la ONU. Hasta las primaveras árabes, explica, el norte de África funcionaba como una pantalla que le ocultaba a Europa lo que había más allá. Pero en 2011 se abrió “una ventana de más de 2.000 kilómetros por donde están llegando los problemas del Sahel”. León alerta sobre las soluciones a corto plazo, como los acuerdos de la UE con facciones libias para controlar el flujo. Algunas, según la ONU, las ONG y periodistas sobre el terreno, son milicias dedicadas al tráfico que, a cambio de dinero europeo, se han pasado al otro bando. “No creo que funcione. Todo lo que sean posibles acuerdos con estas redes es un tema delicado, casi como recompensar al que realiza la actividad ilegal”.
En la cubierta del Cantabria se despliega ese mapa de guerra y miseria que solía quedar tras la pantalla. Con las dos primeras pateras rescatadas, los hombres comen bajo una malla de camuflaje; el almacén acoge a mujeres y niños. Los críos han estado jugando al fútbol con la tripulación. El médico de a bordo agrupa a los pequeños para una foto, y grita “¡pa-ta-ta!”, cuando asoma una nueva embarcación con migrantes. “¡Vienen con un bebé!”, avisan al doctor. Esta tercera patera parece llegar de algún círculo próximo al infierno. Suben al crío envuelto en mantas, un recién nacido. Lo llevan corriendo a la enfermería. Viene cubierto de costras secas, el cordón umbilical colgando. “¡Necesito gente!”, dice el médico. Suben a las mujeres. Una da unos pasos y se desmaya. “¿Sabéis quién es la madre?”. Siguen rescatando gente. Traen con ellos un hedor profundo. En cuanto se sientan, se echan chorros de agua sobre la cabeza. El crío no llora. Es como si se hubiera quedado mudo. Lo limpian con suero y gasas. “Son supervivientes”, dice el médico, meneando sus brazos. “¡Mira qué reflejos!”. Le avisan de nuevo: “¡Viene uno en camilla!”. Un chaval con la pelvis dislocada y los pies en carne viva, abrasados por la reacción del carburante con el agua. Nigeriano. Son mayoría en la embarcación. Llevan un par de años encabezando las listas de entrada en Italia, junto a los eritreos. Muchas son mujeres jóvenes, con nombres hermosos como Joy y Blessing, y un contrato ya firmado para la prostitución.
El día no acaba. “El Astral a ocho millas”, anuncian. Son las 20.00 y el velero de la ONG española ha rescatado a unas 30 personas. El Cantabria se dirige hacia él para trasvasar a los migrantes. Se encargará de llevarlos a Sicilia. Al borde del ocaso, enfrente surge otra patera fantasma. El capitán de fragata la reconoce: “Es la primera de ayer”. Una lancha sale hacia ella. La rocían con combustible, disparan bengalas y comienza la hoguera. Igual que han hecho con las anteriores, para evitar que sean reutilizadas. El humo negro asciende, recortado en el horizonte de sangre, y Arturo Arcay, ayuda del almirante, dice que esto era así, o peor, hasta julio. “Llegó a haber en un día 43 embarcaciones, la locura”. Con la vista clavada en el incendio, habla de las ONG que han ido abandonando desde entonces; del tira y afloja con los libios, que primero dijeron que se ocuparían de rescatar en aguas internacionales, y luego recularon; de la monitorización futura de la UE a sus guardacostas y de que pronto, quizá, se adentre la misión en la orilla sur. El humo expira y él se encoge de hombros: “Es un lío que está evolucionando”.
Poco después, bajo el cuenco estrellado de la noche, la lancha se aproxima al Astral. Trípoli es un fulgor en el horizonte y en el velero se distingue una proa atiborrada de gente. La bandera española y de la UE en el palo mayor. Y una libia. La ONG ha denunciado ráfagas de aviso y abordajes. Incluso fue arrastrada al otro lado. “Hola, macho, qué tal”, se saludan militares y voluntarios. Hay globos y pancartas por el barco. Comienza el trasvase. Una tripulante del Astral se despide de los náufragos lanzándoles besos. Y el comandante del Cantabria, con la labor concluida, envía a la ONG una botella de vino.
El Cantabria amanece, rumbo a Sicilia, con 410 inmigrantes, los invitados mudos en esta batalla. Durante dos días de travesía, un frontex y un guardia de fronteras finlandés tratan de averiguar si hay sospechosos entre ellos; los oficiales se reúnen para seguir el gran dibujo: “Libia ha retornado a 120 sudaneses y 82 de Burkina Faso”, dicen. “Los traficantes tienen presión, algunos han cerrado. Se preparan para entregar a las autoridades a los que iban a embarcar. Esperamos frenar a 10.000”. Mientras, los rescatados yacen a la intemperie y cuentan historias aterradoras: cárceles en las que defecan unos sobre otros, violaciones, secuestros, compraventa de personas, amigos muertos de un balazo, como Ulibali Kassim, dicen su nombre, para que no se olvide que tuvo una vida. El chico de la pelvis dislocada narra cómo los traficantes le quemaron con un fogón y lo lanzaron por una ventana. “Querían que pagara más”. Y así, entre relatos del desastre humano, asoma la belleza de Palermo. Hay un crucero en el puerto. Blanco e inmenso. Y el contraste con los rostros de los recién llegados flota como una pregunta dolorosa. La que remite al origen, y no a las mafias, y habla de esa grieta entre dos mundos que ha llenado el mar de barcos. Cuando atraca el Cantabria, los dos primeros en bajar van escoltados por policías. “Personas de interés”, las llaman. Quizá con información sobre las redes.
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