Las 12 familias que mantienen viva la antigua tradición de pescar gambas a caballo en Bélgica
En el pequeño pueblo belga de Oostduinkerke, a orillas del mar del Norte, Stefaan Hancke y otros pescadores cultivan un arte de pesca declarado patrimonio cultural inmaterial por la Unesco
La imagen del pescador Stefaan Hancke a lomos de la yegua Dina sorteando las primeras olas con las patas en alto, tensionadas por el esfuerzo de arrastrar sobre la arena redes de pesca junto a una cadena que vibra para que los camarones salten y queden atrapados, tirando un peso total que ronda los 3.000 kilos, avanzando juntos paralelamente a la línea costera y con el agua hasta el pecho del animal, es de las que la memoria fija como hace con algunos sabores de la infancia.
En 2013, la Unesco reconoció la pesca de la gamba a caballo como patrimonio cultural inmaterial. Se trata de una tradición que hoy sostiene una comunidad de 12 familias del pueblo belga de Oostduinkerke, en la costa del mar del Norte. También llamado camarón, quisquilla o gamba gris (grijze garnalen), esta gamba no mide más de tres centímetros y, pelada, contiene un sabor puro y salado que, entre otras, da lugar a una de las comidas más comunes en la zona: las garnaalkroketten, croquetas de gambas, una delicia identitaria absolutamente irresistible. En las cartas de los restaurantes, el precio de dos croquetas oscila entre los 22 y los 27 euros. Si sumamos las horas que se necesitan para obtener una auténtica croqueta de gambas, el precio resulta comprensible. Veamos, pues, el proceso de obtención —del mar a la mesa— de un producto orgullo de la costa belga a partir del empeño de algunos responsables de que esta tradición resista en una época regida por el automatismo de las máquinas y los márgenes de beneficio.
La casa del pescador
Aún no son las seis de la mañana cuando aparcamos junto a la valla de madera del hogar de Stefaan Hancke, situado en mitad de un campo en el que apenas se cuentan otras casas. Sopla un viento tenaz que obliga a subir la cremallera del chubasquero. Tras los ladridos de un perro labrador negro, irrumpen por el jardín los pasos enérgicos de Stefaan que, encantado de madrugar y de trabajar antes de trabajar, levanta el brazo a la vez que saluda en flamenco: ¡Hoi! Luego, en inglés, anuncia: “Que llueva no me importa, pero a ver si afloja el viento”.
Hace una hora que ha sacado a Dina para que desayune. Giramos la vista al pasto para ver a la yegua, que come buen forraje a nuestra izquierda. Es un ejemplar de la raza ancestral brabante, de tiro belga. Tiene 14 años. Sus patas robustas cubiertas con crin son fuertes como robles y parecen moldeadas por una sal de mar que le sienta igual de bien que a cualquiera. Hancke nos invita a pasar a una sala contigua a la casa en la que suelen reunirse los amigos a celebrar la pesca y la vida comiendo sopa de gambas, tomates rellenos de gambas y croquetas de gambas en los días señalados. Es una sala que ya quisieran como bar muchos pueblos. Hay dispensadores de cerveza de barril, mesas alargadas como en un txoko del País Vasco y una jukebox en la que Hancke solo permite poner canciones de Tina Turner porque no le gusta, le arrebata. Stefaan trae café y habla sin quitar ojo a su caballo. Quiere estar en todo y está en todo. Es un hombre con prisas que toma su tiempo para los demás. Tiene los ojos de un azul que ya quisiera para él el mar en el que pesca. Pero aún más le caracteriza la facilidad para reír y la tendencia irrefrenable hacia la broma. Pesca a caballo desde 1998, cuando el antiguo alcalde, en plena lucha por conservar la tradición, le sugirió que, ya que tenía un animal, se animara y ayudara a evitar que cayera en el olvido. Separado de Dina hay otro caballo que come a su aire. Lleva dos años tratando de entenderse con el pescador y con el mar. No es fácil construir una relación sólida entre caballo y propietario de la noche a la mañana. Hay que enseñar al animal a tirar del carro y, sobre todo, a caminar entre las olas. Solo cuando se ha acostumbrado al agua se le puede poner la red y enseñarlo a faenar. Tras ese periodo debe pasar un examen valorado por las voces expertas de la comunidad de pescadores de Oostduinkerke. Este llegó el pasado año ante una inesperada lesión de Dina. Ha salido rebelde y, de momento, perezoso. Paciencia.
En el Museo Navigo, dedicado a los pescadores, situado a 200 metros, hay documentos que certifican que aquí se pesca desde el siglo VI. También hay recuerdos de los muchos habitantes del pueblo que en el siglo XVIII, acuciados por la necesidad, se iban durante seis meses a la pesca del bacalao en Islandia. En un libro que Hancke ha dejado adrede sobre la mesa observamos cuadros del pintor y acuarelista belga Edgard Farasyn (Amberes, 1858-1938), con debilidad por los pescadores, escenas del siglo XIX que podrían haberse pintado hoy. Tras la Primera Guerra Mundial aumentó el número de pescadores porque en la hora de la retirada los ejércitos vendieron barato caballos y mulas. Las mulas eran buenas porque comían poco y tiraban mucho. A partir de los setenta se fue perdiendo la costumbre. Cada vez era más caro de mantener al caballo y los campesinos necesitaban su fuerza para el campo. Con la llegada masiva del tractor, el animal fue paulatinamente desapareciendo de la tierra y del mar y esta técnica milenaria de captura se convirtió en una tradición minoritaria única en el mundo. El espíritu comunitario es fundamental en el gremio. Cada familia tiene un cometido. Hay dos mujeres pescadoras, Nele y Kathryn. También está Cris, un chico que hace muy buenas croquetas porque tuvo un restaurante y que, aún más importante, es un infalible fabricante y reparador de redes. Y hay quien organiza las actividades de la Fiesta de la Gamba Gris, que tiene lugar en junio, con cabalgata incluida, por las contadas calles de Oostduinkerke y que atrae a 10.000 personas.
A las 7.15 Dina ya ha desayunado. Es hora de prepararla: Stefaan le pasa el cepillo como las madres nos pasaban el peine antes de ir a la escuela. Cuando se gira hacia nosotros, gime y ladea la cabeza como hacen algunos animales en celo. Stefaan ni se inmuta, Dina insiste y cada vez se mueve más, grita más y se frota más contra la esquina de una puerta. Le pregunto y me dice: “Te ha visto, le pones nerviosa, no puede resistir tu belleza”. Y él solo se echa a reír.
Entonces le cubre el lomo con una manta doblada y sobre ella coloca la montura de madera, a la que llama púlpito. “Porque el pescador se sube como un sacerdote para hablar al mundo”, precisa, y luego carga las cestas de mimbre en las que depositará el marisco. Ahora se viste él, protegiéndose contra la humedad el cuerpo y el cuello y nos cede botas de agua.
Cuando subimos al carro, una claridad nebulosa, sedienta de formas, ocupa las cosas y el día. Parece que el viento nos respeta. Dina avanza a un trote lento. Una vecina que sale a correr la saluda llamándola por su nombre. Los coches le ceden el paso y, cuando el semáforo obliga, se detiene ante el paso de cebra. Stefaan maneja la vara de avellano y la soga y se dirige a ella en flamenco; al parecer, es el idioma que mejor entiende. En el trayecto, que no es corto, Stefaan explica las tres cosas por las que la gamba pescada a caballo es de un nivel superior: “En primer lugar, el plancton del que se alimentan en este mar les resulta ideal. En segundo lugar, nosotros, una vez recaudada la pesca, hacemos una selección cien por cien a mano. Y tercero, las cocemos en agua con sal (como la del mar) y las dejamos enfriar al aire libre, no con agua como hacen en los barcos, y así se conserva íntegro el sabor”.
Ya se vislumbran las dunas. Ya se respira la playa como una nueva verdad de salitre y arena. Las nubes lloran la ausencia de sol y, más que regar la mañana, la salpican con un delicado sirimiri. El cielo es ahora lo de menos; el tesoro que guarda el mar es lo de más. “¿Sabes que aquí, cuando vas al supermercado y compras 100 croquetas congeladas, te regalan una bicicleta?”, pregunta Stefaan. Ante mi duda, explica: “La bici es para que vayas a buscar las gambas, a ver si encuentras alguna”. Y se echa a reír otra vez.
Dina ve el agua, la siente cerca y, ya sobre la arena, acelera el trote como haría un niño expectante hasta la línea divisoria que marca la marea baja. Entrenada para las aguas frías de las corrientes del mar del Norte, Dina deja que Stefaan le cargue las redes (atadas al arnés con dos tablas en los laterales) que arrastrará por el agua y que, a medida que avance, formarán un embudo. Stefaan y Dina faenan durante más de dos horas, regresando cada tanto a la orilla para vaciar las capturas. Las gaviotas celebran cada una de las pausas con alaridos, satisfechas de llevarse a la boca restos de esta primera selección que el pescador, con las rodillas clavadas en la arena, lanza hacia atrás.
Alto jornal
De vuelta a casa, cualquiera podría pensar que Dina estaría agotada, pero como sabe que le espera la recompensa de la comida trota como si disputara una final en el hipódromo. Stefaan, liberado del peso del impermeable, sigue sonriendo. También sabe que espera lo mejor. Aquí la única que terminará el trabajo es Dina. Stefaan no vive de esto, es puro amor a un arte en peligro de extinción. Sale un par de días por semana. “Es como un deporte. Estoy en contacto con el mar y la naturaleza. No es rentable, por eso lo practico”, dice para que lo entendamos todo. Esta es una actividad emocional y colectiva que ocupa dos o tres días por semana de los pescadores, de marzo a septiembre.
Bajo el techo de una garita se dispone la pesca sobre una tabla y empezamos a seleccionar a mano y en serio. Tenemos ayuda de Roger Ansew, amigo de Stefaan que en su día tuvo un restaurante. También se apunta Kris, que habla español y ofrece cervezas Peerdevisscher, la destilería de la comunidad de pescadores. El artista local Heer Selle les ha hecho el logo, que lucen orgullosos en las botellas y en la ropa. No es un trabajo mecánico ni rápido. Cada uno llena su cubo de gambas, una a una, a su ritmo, depositando en otro la morralla. A nuestro lado, una olla llena de agua calentada con leña promete hervir de un momento a otro. La fotógrafa pide una silla y se sube buscando una perspectiva. En esas, Stefaan agarra un cangrejo de entre las sobras y lo introduce sin que nadie se percate en el amplio bolsillo del tejano de Caterina. El espasmo al descubrir tres segundos después los pasos de lo que trepa por su cintura todavía resuena en Flandes, como las risas del resto. Viendo cómo, una vez seleccionadas, Stefaan pasa a las gambas un agua rápida para quitarles la arena, uno piensa que está tratando con algo más que comida.
Esta gamba tiene cinco pigmentos. Recién capturada es gris como el cielo de esta mañana. A veces, si la arena donde vive es más oscura, se refleja en su color. Es al introducirla en el agua hirviendo con sal cuando aparece el rojo, que ahora, cinco minutos después, cuando Stefaan las rescata del calor y las esparce sobre una rejilla para que se vayan secando, brillan como diamantes naranjas, señal de calidad. Luego, en la mesa, secas y peladas, serán blancas y con algún punto negro. El delicado manjar se puede conservar dos días a lo sumo. Si se congela (error), pierde toda estructura y sabor.
Ha salido el sol. Aquí estamos cincos adultos disfrutando como niños pelando gambas. La tarea, desde el punto de vista ecológico, es insuperable: un hombre, un caballo, un carro, leña y crustáceos. Roger prepara una sopa con las cabezas de las gambas a la que añade coñac y vino blanco y que se está cociendo en un camping-gas. Stefaan sube el volumen de We Don’t Need Another Hero. Alguien ha mezclado gambas peladas con huevo duro y mayonesa sobre unas patatas y a estas alturas resulta una tapa de altos vuelos. Humorísticamente ceremonioso, Roger sirve la sopa sobre una base de gambas peladas. Luego, con el producto todavía fresco (esa es la clave), se harán las croquetas. No hay descanso que valga. Stefaan atiende una llamada de móvil. Asiente sin dejar de reír. Tras colgar, cuenta que era el propietario de un restaurante de al lado, preguntando si se puede pasar a por el agua en el que han hervido las gambas, un bien muy preciado en las cocinas de los alrededores.
De la escuela de gastronomía Koksijde han salido varios chefs que ahora cuentan estrellas. Jeremy Levecke, propietario del restaurante de Ostende Belle de Jour, estudió aquí pero no tiene ni quiere estrellas. Es un cocinero de lo más simpático que nos enseña su particular receta de garnaalkroketten. Su madre vende pescado fresco en The Vistrap, el mercado de pescado de Ostende, por lo que conoce bien el producto. Su receta es imbatible, Shrimply the best, como pone en las camisetas que llevan los fans que cada octubre acuden hambrientos al Festival Anual de Croqueta de Camarones de Ostende y donde compiten restaurantes como Café Botteltje o The North (cuya croqueta es algo sublime, el refinamiento máximo). Con Jeremy constatamos de nuevo la importancia de pelar. Un pelador técnico de gambas puede cobrar hasta 30 euros la hora. Pelamos durante una hora y media medio kilo cobrando en risas por las historias que cuenta sobre sus viajes a Ibiza en su época salvaje. Cabezas a un plato, gambas a otro. Con las cabezas (sin aceite), Jeremy inicia el sofrito al que luego añade algo de zanahoria y cebolla, cayena, páprika, tomillo y leche. Un rato después cuela y reserva la untuosa, concentrada crema con la que se mezclará una bechamel con un toque de limón. Ya está hecha la pasta que, una vez enfriada, se fundirá con las gambas y con la que se irá dando forma a unas croquetas. Estas, rebozadas y fritas, llegarán a la mesa para deleite del comensal. Al probarlas, se entiende que en torno a ellas se organicen festivales y que siga siendo una comida familiar cuyo sabor permanece en la memoria de la gente desde la infancia, porque los niños lo ven hacer desde que nacen y, con la edad, acompañan a sus padres a pescar a pie, en barco o a caballo para luego celebrar juntos un producto enorme de tres centímetros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.