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EL PULSO
Columna
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Nostalgia de la carne humana

La noticia aparece de tanto en tanto: en algún sitio, alguien está comiendo carne humana La mayoría de las veces se desmiente, pero refleja el apetito de la carne más cercana

Martín Caparrós
Brooke Palmer (Getty)

La noticia aparece cada tanto, siempre más o menos igual, siempre distinta. Suele situarse en algún lugar lejano, incomprobable, uno de esos lugares donde –por pereza– suponemos que todo es posible, o casi todo. Suele ser vaga en sus detalles, como si confiara en que las ganas de creer van a alcanzar. En general sería fácil desmentirla, pero, cada vez, cantidad de medios la publican: en algún sitio, alguien está comiendo carne humana.

Esta vez, la noticia que dio el diario ABC hablaba de un restaurante en “la región suroriental de Anambra, en Nigeria”, donde la policía encontró cabezas y carnes de personas listas para servir cuando un cura local se quejó de que le habían cobrado demasiado caro su bistec.

Una búsqueda rápida en Internet da con el origen: la noticia está tomada del diario inglés The Telegraph, que, a su vez, la toma del “servicio swahili de la BBC”. La misma búsqueda permite ver que la misma noticia –mismo lugar, misma historia– ya había sido publicada por The Independent en febrero de 2014. Era tan fácil darse cuenta de que todo el cuento era un invento o un error: varios periodistas, varios editores, prefirieron no hacerlo.

Debe ser que nos gusta pensar que, de vez en cuando, todavía podemos comernos un trocito de persona. Es lógico: empezamos a vivir bebiendo jugos de señora; después nos obligan a privarnos.

Los hombres descubrieron que la posibilidad de comerse era demasiado tentadora, y que necesitaban erradicarla

El arte de comernos ha tenido sus momentos a lo largo de la historia. Desde aquellos masagetas que suponían que no había mejor destino para sus cuerpos fallecidos que el vientre de sus seres queridos hasta todos los guerreros que guerrearon para comerse las virtudes del enemigo junto con sus muslos, pasando por la desesperación de las hambrunas y la esperanza de los sacrificios. Pero los hombres, cada vez más numerosos, cada vez más asustados de sí mismos, descubrieron que la posibilidad de comerse era demasiado tentadora, peligrosa, y que necesitaban erradicarla sin matices. La prohibición era difícil de vender, claro, y las culturas armaron subterfugios: alguna, por ejemplo, postuló que la carne de uno de sus dioses sí debe comerse, aunque convertida en un trozo de pan. Pero, salvo casos extremos –como los rugbiers uruguayos que cayeron en medio de los Andes o el futbolista uruguayo que cayó en medio de una cancha brasileña–, la vera ingesta quedó tajantemente descartada: no hay modo de comernos.

En este mundo global, donde todo está al alcance de la lengua, conocemos cada vez más sabores, pero morimos sin saber cómo sabe la carne más cercana. Por eso, aunque no mordemos, ladramos con denuedo, y nos tragamos cualquier bulo que hable de la práctica más prohibida, el gran tabú. Como, por ejemplo, hace unas semanas, la noticia de que Abdul-Aziz ibn Abdullah Al Shaykh, gran muftí de Arabia, había publicado una fatua para permitir a cualquier hombre que “sufra de un hambre extrema que le haría temer por su salud” que “se alimente de una parte o de todo el cuerpo de su mujer”, otra muestra de la obediencia que una esposa le debe a su esposo. La noticia parecía mentira –y lo era–, pero circuló: la alentaba nuestro apetito de la carne más cercana.

Que fue, también, la apuesta de un cocinero de Londres que presentó, hace menos de un año, en su restaurante del East End, una hamburguesa “con sabor de carne humana”. Dijo que lo había conseguido mezclando ternera, tuétano, cerdo e higaditos de pollo. Pero no pudo –habría sido sospechoso– garantizar el parecido.

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