Contar chistes sobre Pujol
La cercanía del poder dificulta la crítica y fomenta la corrupción y el clientelismo

Hace algo más de una década, un conocido financiero catalán, recientemente fallecido, me espetó en el transcurso de una conversación: “Oye, es que estamos peor que en la época de Franco”. Muy sorprendido le respondí: “¡Venga, no exageres!”. Impasible, continuó: “A ver, ¿cuántos chistes sabes sobre Pujol, verdad que ninguno? Antes no parábamos de contar chistes contra Franco”. Recordé que era cierto. Y añadió: “¿Y sabes por qué ahora no se cuentan chistes contra Pujol? Porque si lo hiciéramos, él se enteraría enseguida y pasaríamos a figurar en su lista negra. Esta es una sociedad asustada, hay un miedo difuso a la Generalitat, es el inconveniente de tener un poder tan cercano”.
Siempre he recordado esta anécdota y es oportuno contarla ahora. Naturalmente, lo que decía mi amigo respecto a la comparación con Franco era exagerado, pero en algo tenía razón: la cercanía del poder dificulta la crítica, obstaculiza los controles, fomenta el clientelismo y facilita la corrupción.
Pujol fue elegido por primera vez presidente de la Generalitat en 1980, pero no alcanzó la mayoría absoluta hasta 1984: entonces la naturaleza de su poder cambió y no solo por esta nueva mayoría, sino, especialmente, por otro motivo. Se dio la circunstancia de que, tras esas últimas elecciones, pero antes de ser investido presidente, la fiscalía interpuso una querella contra los antiguos gestores de Banca Catalana, entre ellos Jordi Pujol, por diversos delitos económicos. Ello encendió los ánimos e influyó en la tormentosa sesión parlamentaria de investidura. Tras elegir a Pujol como presidente, y en medio de insultos e intentos de agresión al candidato del PSC, Raimon Obiols, se organizó una comitiva desde el Parlamento hasta la plaza de Sant Jaume. El presidente recién elegido, desde el balcón del palacio de la Generalitat, pronunció un discurso de gran ardor patriótico: “Este ataque”, dijo, refiriéndose a la querella de los fiscales, “no es contra mí, sino contra Cataluña”. Una acción judicial contra una persona se había convertido en un ataque político a un país. Pujol era Cataluña.
Durante los cuatro años anteriores se habían puesto las primeras piedras del régimen nacionalista; hacía unos meses que ya funcionaba TV-3. Pero fue entonces cuando estuvo claro que estábamos pasando de una sociedad democrática a un régimen: Pujol se envolvió en la senyera y cualquier crítica a su persona pasó a convertirse en un ataque a toda una nación, a una Cataluña entendida como un cuerpo orgánico con una cabeza que debía gozar de inmunidad. Los críticos exteriores se consideraron enemigos, los del interior eran, simplemente, traidores, anticatalanes.
En Cataluña se sabía perfectamente lo que estaba sucediendo y había muchos beneficiarios
En estos años empezó, sin oposición alguna, el proceso de construcción nacional que debía concluir con el actual proceso soberanista. Cataluña se convirtió en un régimen. ¿En qué sentido empleo el término régimen? En el sentido de construir una estructura de poder en la cual los ciudadanos, además de estar sujetos a las leyes basadas en unos derechos garantizados por una Constitución democrática, son también obligados a cumplir ciertas normas de otra naturaleza, impuestas por ciertas élites sociales y culturales que se consideran los representantes auténticos de la patria. Si la vulneración de las leyes democráticas comporta sanciones legales, la vulneración de las normas del régimen comporta la exclusión de la comunidad, la consideración de traidor: como ya hemos dicho, de anticatalán.
Durante el franquismo, a ciertos intelectuales que en declaraciones o manifiestos criticaban aquel régimen se les denominaba antiespañoles. Prototipo de antiespañol fue en aquellos tiempos una persona tan moderada y conservadora como Salvador de Madariaga. En la Cataluña de los últimos 34 años el trato a los discrepantes no ha sido idéntico, pero sí bastante similar.
El resultado ha sido una sociedad que, en estos concretos aspectos, carecía de opiniones críticas. Incluso los partidos de la oposición se plegaban sumisos a los designios del régimen. El régimen imponía sus reglas y, cuando estas no se ajustaban a las libertades constitucionales, también se declaraba anticatalán al tribunal que las garantizaba en sus sentencias. Cataluña pasó a convertirse en una sociedad democráticamente enferma, silenciada, temerosa, acomplejada, cobarde.
En estos días, ciertos personajes públicos se muestran sorprendidos por las revelaciones de Pujol. Pura hipocresía, no ha habido sorpresa alguna, los miembros del establishment catalán, y algunos más, conocían perfectamente lo que estaba sucediendo y en muchos casos, incluso, se beneficiaban de ello. En privado se murmuraba, en público se callaba, nadie se atrevía a interponer denuncias, había miedo a las represalias.
Han sido la Audiencia Nacional, la Agencia Tributaria y la UDEF de la policía española, todos ellos poderes externos a la Cataluña autónoma, quienes, tras la denuncia de una novia despechada y la filtración de un empleado de la banca andorrana, han forzado a los falsos patriotas a salir de su cómodo refugio. Las instituciones catalanas de autogobierno nunca han contribuido a poner a los suyos contra las cuerdas, estaban bien controladas. Tenía razón mi amigo financiero: de Pujol ni se podían contar chistes, se hubiera enterado.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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