El satélite que viene de Bogotá
Desde un herrumbroso edificio de ladrillo, Colombia toma impulso para su inédita carrera espacial: del Tercer Mundo al infinito
Vistos desde un satélite, hasta los lugares más anodinos de la Tierra –el aparcamiento de un centro comercial, un campin, casi cualquier accidente geográfico– parecen fabulosos collages pintados por un artista tan inverosímil como Dios. En la esquina de la Calle 62 con Carrera Noventa, en una de las zonas decadentes del barrio de Chapinero, en Bogotá, hay un perro flaco que sabe cruzar la calle mirando a ambos lados, una vieja ferretería, un local de autolavado de coches, una peluquería, los mejores perros calientes –“Los de Juancho”–, un puesto de arepas y un servicio de fotocopiadoras. Y también hay un piso en el que se construyen satélites.
Sí, desde este herrumbroso edificio de ladrillos rojos habitado básicamente por señoras jubiladas, Colombia toma impulso para su propia e inédita carrera espacial: del Tercer Mundo hasta el infinito (y más allá).
Estoy en el despacho de Sequoia Space, una empresa desarrolladora de alta tecnología espacial y la única en ese país especializada en la construcción de pequeños satélites que sirven para monitorear fenómenos atmosféricos, hacer fotografías en alta definición y hasta para la defensa nacional. Andrés Alfonso, cofundador, me invita a bajar al “laboratorio”, pero el laboratorio no es más que otra humilde oficina llena de PC y no puedo evitar preguntarle por qué demonios esto se parece más a una notaría de barrio que a la NASA. “En Latinoamérica se sigue invirtiendo en lo que se invertía hace 100 años, en hidrocarburos, agricultura, textiles…”, dice Alfonso, no sin cierto resentimiento. Pero enseguida me cuenta que en Sequoia se construyen hasta satélites de exportación, de hecho acaban de hacerle uno a Perú. Pero ¿y las torres de lanzamiento?, ¿la cuenta atrás?, ¿los “Houston we got a problem”? “Hace 20 años un satélite pesaba dos toneladas y lanzarlo costaba 100 millones de dólares –responde–; hoy pesa un kilogramo, y se puede producir y poner en órbita por unos 200.000 dólares. Los satélites han conseguido democratizar la tecnología espacial. Prueba de ello es que Colombia, Perú y Ecuador ya tienen los suyos”.
Los vecinos de Chapinero no imaginan que esos tipos con pinta de nerds que ven subir y bajar del edificio de ladrillos rojos suelen poner cosas a girar en el espacio y que vigilan la Tierra. Tampoco sospechan que el chico de las greñas que siempre va con auriculares todo el día, en realidad trabaja ahora mismo en la construcción de un nanosatélite para el cuidado de las fronteras de su país. Encargo de la Fuerza Aérea Colombiana. Si un día se enteraran por algún periódico, seguro que dirían: “¡Pero si parecían tan normales!”.
El escritor y periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos tampoco lo ve claro: “Una vez vi en un parking un cartel que decía: ‘Vigilamos su carro con satélite’. De repente apareció un chico con una camiseta que ponía: ‘Hola, soy Satélite’. No sé si estos satélites servirán para vigilar el espacio como en el chiste. Aunque no me extrañaría, porque en estos temas otros países aportan la tecnología y nosotros el humor”.
Pero yo lo sé, lo he visto. Allí, ante mis ojos, aislado de la contaminación y de la incredulidad. No pesa más de cinco kilos, es un poco feo e inexplicable, como si lo hubiera hecho un niño con papel platino para su clase de Ciencias. El satélite de Chapinero. Y dentro de poco ese cacharro se va de misión al espacio. Desde Bogotá, con una breve escala en Cabo Cañaveral.
Salcedo me cuenta también que ahora, en pleno proceso electoral camino a la segunda vuelta, la política colombiana anda más sucia que de costumbre, “con episodios oscuros de hackers que interceptan las comunicaciones de la competencia”, afirma. Los nuevos satélites low cost servirán para defendernos de los ataques externos, pero ¿seremos capaces de defendernos de nosotros mismos? ¿Quién vigila a los vigilantes (de barrio)? Si Dios mirara desde arriba al barrio de Chapinero, el barrio de Chapinero le devolvería la mirada.
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