Las Vegas ha muerto, viva Las Vegas
La ciudad es un canto a la civilización contemporánea: existe porque los hombres y mujeres quieren jugar y follar sin tapujos
Quizá los aviones existen para hacer que el mundo sea un juguete. Desde cualquier avión, el mundo –las casitas, laguitos, arbolitos, cochecitos, personas como hormigas– parece de juguete. Pero Las Vegas, desde cualquier avión, es el cuarto de juegos de un niño millonario loco caprichoso desmedido rubio malcriado: la salita rosa de América.
Desde cualquier avión, Las Vegas es sobre todo una calle larga y ancha, el Strip, flanqueado por los delirios del rubio malcriado: una pirámide negra apenas más chica que la de Keops, una Torre Eiffel junto a canales venecianos y su Piazza San Marco, un castillo hecho de rastis made in China, la batalla de dos galeones en el agua, un Empire State Building bonsái de colores pastel, una torre de 135 pisos con su montaña rusa arriba, un volcán en erupción perfectamente regulado, los racimos de millones de luces. Durante siglos, la arquitectura fue el arte de disimular los límites del hombre con volutas y gárgolas. Después alguien pensó Las Vegas para que nadie pueda decir que hay imposibles.
Las Vegas es un canto a la civilización contemporánea: una ciudad que existe porque los hombres y mujeres quieren jugar y follar sin tapujos. Quieren perder sus tantos límites, y para eso necesitan marcar límites: se escapan de su escena habitual, se esconden en una que no puede ser cierta y dicen con su sonrisa más blanquita que lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas.
Solo que el Reino de la Fantasía necesita mucha realidad, mucha materia, para seguir produciendo su apariencia de sueño. Por eso –quizás por eso– Las Vegas es la ciudad que más creció en Estados Unidos en los últimos 25 años: de medio a dos millones de habitantes –y cada año llegan 75.000 migrantes más– para atender a los 100.000 turistas que se presentan cada día. Por eso, ahora, Las Vegas se está quedando seca.
Las Vegas es Australia: una isla enorme en un océano –de arena. Igual que Australia, Las Vegas recibió como primera población a hombres y mujeres rechazados de su lugar de origen. Solo que, en Australia, putas y criminales tuvieron que empezar una vida distinta. En Las Vegas, en cambio, las putas, jugadores y capimafia pudieron hacer legalmente lo que era ilegal en sus ciudades. Para eso crearon su oasis y lo llenaron de agua: no hay muchos sitios en el mundo donde se usen mil litros por día y por persona.
Pero el océano de arena, ahora, reclama sus derechos. En Las Vegas no llueve; el 90% de su agua llega del lago Mead, el producto de un gran dique llamado Hoover, terminado en 1936. El problema es que el lago nunca tuvo tan poca agua; las sequías repetidas han bajado los niveles del río Colorado, que lo nutre. Entonces aparecen proyectos para completar el suministro y proyectos para limitar el uso: que un acueducto para traer el agua desde unos montes a 400 kilómetros, que prospecciones que lo busquen más y más profundo, que la obligación de reciclar cada gota que usan, que la prohibición de hacer jardines en las casas nuevas, que el módico pánico.
Es un llamado de atención, una advertencia. Y las voces que se ríen por lo bajo, casi bíblicas: que se regodean con este correctivo del dios de nuestro tiempo. Si esto sigue así, dicen, Las Vegas va a ser una preview del mundo que vendrá: Sodoma y Gomorra perdidas por nuestro despilfarro, el cambio climático acarreando el castigo y la caída de una de las ciudadelas del vicio para que veamos cómo va a ser todo el resto. Si esto sigue así, dicen, si Las Vegas se empecina en ser Las Vegas, el desierto –la Naturaleza– se vengará de ella, retomará lo que siempre fue suyo. Si esto sigue así, dicen, si este mundo se empecina en seguir siendo éste, ídem de ídem.
Quién sabe. Lo más prometedor de los apocalipsis es que, si alguna vez alguno se cumpliera, se acabarían los apocalipsis.
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