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EL PULSO
Columna
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Nostalgia por el pop que huyó de La Habana

Carlos Pazos se coló en Cuba con una misión subversiva: captar las huellas de Los Llopis, el primer grupo de rock en español

Los integrantes de Los Llopis.
Los integrantes de Los Llopis.

Tal vez le confundieron con otro turista más, en busca de sexo, ron y sol. Pero Carlos Pazos (Barcelona, 1949) se coló en Cuba con una misión subversiva. Oficialmente, estaba invitado a exponer su pop art en el Centro para el Desarrollo de las Artes Visuales habanero. Sin embargo, tenía una obsesión personal: captar las huellas de Los Llopis, seguramente el primer grupo que –a mediados de los cincuenta– hizo rock and roll en español.

Sabía que sería difícil. Los Llopis pertenecían a la clase alta -estudiaron ingenierías en Harvard– y triunfaron en la potente televisión de la era de Batista. Cuando irrumpió Castro, se exiliaron en España, donde grabaron y actuaron con notable éxito. Esa temprana deserción explica que apenas se encuentren rastros suyos en la Cuba actual; de hecho, en una historia del rock isleño se les menciona como “Los Yopis”.

El plan de Pazos era ambicioso. En España había conseguido financiación para una acción artística, que consistiría en formar unos nuevos Llopis, que presentaría ante el público habanero de 2011. Y eso es lo que se cuenta en el DVD Yo inventé unos Llopis.

El documental evita detallar las agonías de Pazos. La Biblioteca Nacional estaba de obras, los archivos del Instituto Cubano de Radio y Televisión esperaban su digitalización; las peculiaridades del castrismo hasta impedían colocar anuncios solicitando músicos interesados. Llamó finalmente a las puertas de un conservatorio, el Instituto Superior de las Artes, donde encontró estudiantes lo bastante flexibles para reproducir el repertorio de un grupo del que jamás habían oído hablar.

La Habana hizo honor a su reputación de ciudad mágica. Apareció El Vikingo, maduro músico noruego casado con una cubana, que poseía seguramente la única guitarra hawaiana en buen estado de la Isla Grande. El Vikingo, por cierto, no quería llevar uniforme. ¿Uniforme? De extranjis, Pazos había introducido suficiente tela para vestir a sus Llopis, con la complicidad de un sastre veterano.

Buena parte de Yo inventé unos Llopis refleja el pulso entre Pazos y sus mercenarios, renuentes a simplificar sus habilidades y tocar como aquel lejano combo, que facturaban simpáticos ritmos de moda en los cincuenta. Faltaba el clímax: presentar en directo a su criatura. Y allí colisionó con la suspicacia gubernamental: que actúen unos trasuntos de las estrellas de la televisión batistiana podía interpretarse como nostalgia por aquella truculenta Habana de vicio y diversión para gringos. Y no, no hubo forma.

Hasta que sus amigos cubanos le enseñaron a, como dicen allí, “resolver”, depositando unos billetes en las manos adecuadas. Perfecto, ya que los nuevos Llopis tocaron en un espacio que pisaron los viejos Llopis: el Copa Room, en el Hotel Riviera. Eso sí, de mañana y sin espectadores: el concierto se celebró a puerta cerrada, solo para las cámaras.

¿Y qué queda ahora de tanto esfuerzo? Los músicos volvieron a sus estudios, más interesados por el latin jazz que por aquellos ritmos de bigotito fino. Para Pazos, una misión cumplida, una inmersión en un pasado irrepetible. Confiesa que terminó quemado: “Nunca jamás volveré a Cuba, ni con los que ahora mandan… ni con los que lleguen luego”.

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