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EL PULSO
Columna
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Un país inflable

La inflación de 2013 en Argentina, el 28%, creó un millón y medio de nuevos pobres. El clima es de desasosiego, fijación y violencia por la incertidumbre

Martín Caparrós
GETTY

No es como hace 23 años, cuando el peso perdía tanto valor cada día que muchas amas de casa empezaban la compra de la mañana cambiando sus cinco o sus diez dólares en la “cueva” de la esquina. Tampoco es como hace 12, cuando los bancos se quedaron con los pesos y los devolvieron meses después transformados en papelitos de colores. Ahora la inflación no ha superado el 5% mensual –poco más o menos: nadie sabe muy bien. Y ahora el peso existe –aunque su relación con el único valor constante de la economía argentina, el dólar norteamericano, tiene más vueltas que un culebrón del trópico.

No es como hace 23 años ni es como hace 12, pero pesa la repetición, volver a vivir lo de hace 12 y hace 23 y 32 y 39: el tiovivo no deja de dar vueltas –y eso descorazona, desespera. Aunque cada vuelta tenga sus particularidades: en esta, el efecto de la inflación aumenta porque el Gobierno miente que no existe. Entonces la incertidumbre es doble. Parece que hubiera que demostrar lo que todos sabemos: que un dólar que se vendía a 9 pesos el 1 de diciembre costaba, el 1 de febrero, 12,65 –y que ese número define la economía argentina. La inflación es, más que nada, la zozobra de preguntarse qué va a pasar mañana.

–A mí lo que me gustaría es saber cuánto vale la plata. Necesito saber cuánto vale.

Todo se mide en dinero, nuestras vidas: no saber cuánto mide el dinero es no saber cuánto medimos. La inflación evidencia el carácter ficticio de esa medida: hoy 10 pesos son cuatro naranjas, pero la semana próxima 10 pesos serán tres naranjas, así que 10 pesos no es un valor que habría que tener demasiado en cuenta –si no fuera porque los ingresos se miden en esa unidad confusa, traicionera:

–A mí lo que me mata son las liquidaciones. En marzo unos zapatos a 500 pesos son carísimos; en julio, cuando los liquidan, por 500 pesos son una bicoca.

Una inflación es una crisis de fe: millones tratando de volver a creer en el único valor absoluto que esta civilización ofrece. Mientras, se vuelven iconoclastas, destruyen las imágenes del dios. El dinero, en medio de una inflación, quema las manos. Analistas sesudos dicen incluso que, por unos meses, el Gobierno argentino no combatió esta inflación porque le servía para incentivar el consumo. Pero el consumo de una inflación es raro: en la prosperidad las personas gastan porque les va bien; en la inflación gastan porque les va mal –y no quieren guardar hielo entre las manos. La inflación, para los que tienen algo, es la urgencia del aquí y ahora; para los otros es amenaza pura.

–Yo lo que no soporto es que a fin de mes quién sabe si los bifes van a costar tanto que no voy a poder comprar ni uno.

Y produce, por eso, un clima de desaso­siego y fijación y la violencia de toda incertidumbre: pelearte con el chino de la esquina o pelearte con quien sea que te espere en casa o pelearte contigo mismo, sin cuarteles. El gran lujo de los países ricos es que sus ciudadanos no pierden el tiempo y la paciencia imaginando formas de sobrevivir. Tienen garantizadas ciertas necesidades básicas; sus problemas son cuestiones –muy levemente– más complejas. Ser pobre en un país pobre, en cambio, consiste en tener que suponer qué harás para comer mañana. La inflación es, incluso para los que no se piensan pobres, una experiencia de la pobreza: un pruebe de esa duda sostenida.

Y es, sobre todo, para muchos, la caída. Cada punto de inflación implica que 50.000 personas más se hunden bajo la línea de pobreza; el 28% del año pasado hizo casi un millón y medio de nuevos pobres en la Argentina. Cuando la incertidumbre reina, las certezas suelen ser peores.

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