La sorpresa como género
La soledad era esto. Una noche de corrida goyesca donde lo pequeño, lo leve, lo imaginativo y lo que melancólicamente se conoce como lo que está debajo batió a lo vulgarmente definido como lo que está encima. Acorralados por la vida real contra acorralados por el terror imaginado. La pulpa contra la corteza, el alma frente al espectáculo, la piedra pómez de los días peores de los pobres diablos ganando a la efervescencia del superdotado artefacto de terror, carne de taquillazo.
Se había dicho, y repítase hasta que haga falta -y pese a quien pese- que 2007 no había sido un gran año para el público que decide ver cine hecho en este país. Tampoco para la industria del cine que se hace en este país, donde las salas acogieron 20 millones de almas menos que en 2006, provocando en los ya inquietos exhibidores algo parecido a un sálvese quien pueda.
Pero las excepciones que confirman reglas pueden tener tanta capacidad de seducción como para inyectar en los aficionados al cine pequeñas o grandes dosis de optimismo: que una película como La soledad de Jaime Rosales -un tipo con un desesperante aspecto de creerse y confiar en todo lo que dice y hace- tenga ahora la oportunidad de renacer en los cines gracias a los cabezones cosechados ayer por la noche, reconciliará a muchos militantes de la utopía con la vida que toca. Aunque la vida que toca, que es la que cuentan con la piel las impresionantes actrices de esa película, sea así de catastrófica. Cine radical, cine de emociones, cine alejado de la concesión.
Por cierto, qué gran pena y qué gran injusticia (ya se sabe, no hay sitio para todo) que Sonia Almarcha, Petra Martínez y Nuria Mencía, heroínas de este fresco de existencias imposibles, se hayan quedado lejos del palmarés.
La misma injusticia sería decir que la de ayer fue una noche de fracaso para la brillantez técnica de Juan Antonio Bayona. El orfanato se llevó hasta siete premios Goya, incluido el de mejor director novel. No hace falta ser un tahúr profesional para apostar por este director para el futuro, más que nada porque, en su caso, el futuro ya está aquí.
No se puede ser genial y fresco como una lechuga siempre y a cada momento, y si José Corbacho dejó boquiabiertos a casi todos el año pasado con su dadaísta y debutante prestación en la gala de los Goya, ayer tuvo que resignarse a desempeñar un papel harto complicado para cualquier ser humano, como es el de imitarse a sí mismo. De ahí al tic no hay nada. Y de la mencionada frescura de las lechugas a la tozudez de la caricatura/gama repetitiva, tampoco.
Esto no quita para que algunos momentos, como su parodia de la presidenta de la Academia, Ángeles González Sinde, fueran gloriosos. El oficio es el oficio.
Y luego está lo de Alfredo Landa.
Los dry martinis que se pensaba cepillar hoy en su casa el protagonista de Luz de domingo en el caso de haber ganado el Goya al Mejor Actor tendrán que esperar. O no. También se bebe para olvidar, e incluso para festejar un Goya de Honor, que es como decir festejar de nuevo la despedida que no hace más que empezar. Landa apenas pudo articular palabra, apenas unos balbuceos, "no sé lo que me pasa, no sé lo que me pasa".
La noche de sorpresas vivida ayer en el palacio de Congresos de Madrid le viene bien a la gran familia del cine que se hace en España (porque sería mejor empezar a llamarlo así, en lugar de cine español: no existe el cine español). Ojalá que la cara de incredulidad de Jaime Rosales y la de su productor José María Morales sirva para hacer ver a tantos cineastas en ciernes, cineastas escondidos con sus proyectos aún en estado virtual, que todos los milagros son posibles. ¿Todos? No. No fue posible ver ayer a un genio resucitado llamado Fernando Fernán-Gómez irrumpiendo en el escenario y gritando: "¡¡¡A la mierda!!!".
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