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La RAE acoge a un escritor audaz y elegante
Columna
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Soldados de sombra

Juan Villoro

La biblioteca de Javier Marías está protegida por un ejército en miniatura. Ha escogido húsares y cosacos con el esmero con que ordena sus libros. Su erudición en diversas literaturas adquiere así cierto aire de juguetería.

Marías persigue tomos esquivos en librerías casi secretas de las que ha dejado constancia en Todas las almas. Una vez que da con su presa, la coloca junto a un sargento diminuto, estimulante recordatorio de que escribir es un trabajo para valientes que regresan a la infancia.

No es casual que haya escrito páginas memorables sobre la percepción infantil (en el episodio inicial de Mañana en la batalla piensa en mí, el niño sabe lo que el adulto apenas intuye), que Negra espalda del tiempo explore el reverso de los sucesos a partir de la muerte de un niño (lo que no sucedió y sin embargo existe: lo que pudo haber sido), o que se refiera al fútbol, una de sus mayores pasiones, como "la recuperación semanal de la infancia". Todo fabulador requiere de cierta capacidad de retorno a la niñez para transformar los sentimientos primeros, las emociones más fuertes y formativas, en un tejido literario. Los libros protegidos por soldados de plomo hacen pensar en héroes de sombra, golpes de humor, aventuras bajo soles desconocidos, sangre imaginada.

Marías ha adquirido una estatura un tanto mítica en América Latina. Ajeno a la arena mediática, viaja a través de sus libros y sus artículos. Todo autor se convierte en personaje al ser leído, se traduce. No podía ser de otro modo con quien ha indagado los misterios de la traducción en su ejemplar versión de Tristram Shandy y ha imaginado desde la ficción los enredos lingüísticos de un intérprete del Rey. Negra espalda del tiempo narra, precisamente, las consecuencias del hecho literario, las historias que la realidad provoca a partir de lo que se ha escrito. En Bogotá, Caracas o el D. F. he estado ante lectores que discuten las novelas de Marías con el fervor del detalle y especulan sobre su persona con la acrecentada precisión que se le confiere a un protagonista literario. Saben que detesta los ruidos de Madrid, no navega por Internet y defiende los derechos cada vez más exiguos de los fumadores. Como Onetti, Marías escribe una prosa de musicalidades pausadas que sugiere las inhalaciones y los descansos del hombre que fuma: la frase fluye mientras el humo asciende. Recuerdo a Roberto Bolaño, otro eminente transformador del tabaco en historias, decir mientras encendía un cigarro: "Página por página, Marías es el mejor escritor de nuestra generación".

Tu rostro mañana trata de un anticipador de destinos, inmejorable descripción del propio Marías. Sus novelas son travesías de conocimiento, investigan lo que no se ha pensado ni se ha sentido pero sólo puede pensarse y sentirse a través de la escritura.

Pocos autores han defendido su vocación -la isla del naufragio deliberado- con tanto celo como Marías. Si su cuidada biblioteca da cuenta de la dedicación al oficio, los soldados de plomo que la resguardan recuerdan que la literatura depende de estrategias sutiles. La conciencia de las palabras es una reflexión sobre la fuerza de lo que es frágil. Los adverbios y los juguetes ponen en evidencia a sus dueños. Nadie mejor que Javier Marías para ejercer en la Academia de la Lengua la tarea de acomodar una palabra con el tino de quien adelanta a uno de los suyos, imagina lo que podría pasar, le añade realidad y sueño, y gana una batalla.

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