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Reportaje:

El Spielberg del vino

Michel Rolland es a la industria del vino lo que Steven Spielberg al cine. Este vinicultor francés, criticado por unos y alabado por otros, es el primer consultor de vinos global y ha logrado transformar el exclusivo mundo de las bodegas tradicionales con sus particulares consejos.

Dicen de él que es una industria global, pero ahora, sentado frente a mí mientras comemos, es la imagen perfecta de un próspero hacendado francés. Viste le look anglais -chaqueta azul, camisa de rayas azules y blancas, jersey azul marino y pantalón gris oscuro- y bebe vino blanco de su bodega particular en Burdeos. Se disculpa por la sencillez de la comida, que consiste en ensalada, salmón ahumado, filetes de pechuga de pato curada, jamón serrano, una variedad de quesos locales y paté de campaña hecho por su mujer, una fina mujer rubia cuyo retrato de tamaño natural es el único adorno en las paredes desnudas de la sala.

Michel Rolland es el primer consultor de vinos del mundo, el globalizador de la noble uva, un hombre cuya influencia -aseguran sus numerosos detractores- está llevando la homogeneización al vino. Tiene más de cien clientes en los cinco continentes, en países tan distintos como Australia, India y España. Viajero incansable, pasa la mitad del año fuera de Francia, y revela, a quien esté dispuesto a pagarle, los secretos de un oficio que él ha aprendido a lo largo de tres décadas. La posibilidad de que uno de esos países que se han beneficiado de sus conocimientos pueda sustituir pronto a Francia como principal país vinícola del mundo no le frena.

Robert Parker, el estadounidense cuyo sistema de calificación influye de forma demoledora en el sector vinícola, afirmó hace poco que España es el futuro del vino. ¿Qué piensa Rolland? "Sí, mi amigo Parker dijo en Internet que, de aquí a 15 años, España puede situarse en cabeza dentro del mundo del vino por su diversidad y calidad. Y yo estoy de acuerdo con él. España tiene un formidable patrimonio de vino".

Pero, ¿más que Francia? "En Francia, todo está muy establecido. Burdeos, Borgoña. Lo nuevo es Languedoc; pero, por lo demás, nada. Lo fantástico de España es que hay mucho nuevo en un país viejo. En La Mancha, por ejemplo, donde hay unos suelos fantásticos, ha habido una gran evolución. Hasta hace poco, todo el producto estaba centralizado en una gran bodega central. No había ninguna preocupación por el suelo o la viña. Ahora hay gente haciendo muy bien las cosas".

Rolland, dueño de tierras vinícolas en Argentina y en España (en Toro concretamente), empezó a hablar español hace apenas diez años, pero su dominio es casi total. ¿Por qué -le pregunto- de los 12 países donde él trabaja, y donde existe la principal producción de vino mundial, cree que la vieja España es la que tiene más potencial? "Es porque el vino se produce en tantas áreas tan dispersas. En Argentina, por dar un ejemplo, la zona de producción es más limitada, aunque sea más grande el país. Es una zona pegada a la cordillera y no hay espacio para desarrollar esa variedad. Además, España tiene una climatología adaptada perfectamente a la producción de vino, con más diversidad que Argentina o Suráfrica, donde también me he comprado un viñedo. En resumen, hay un gran potencial en España, y un potencial que realmente no se ha explotado todavía. Aunque, no lo dude, estamos en ello…".

Bebo un sorbo de su Château La Grande Clotte -"fino y delicado, asombroso", dice mi guía de vinos franceses con un entusiasmo ligeramente excesivo- y, mirándole a los ojos, le pregunto: ¿sería justo decir que es usted un traidor a la République?

Rolland no me arroja el contenido de su copa a la cara. No escupe. Ni siquiera pestañea. Sonríe y se encoge de hombros. "Francia es un gran país," dice, "pero no es el único. Mi vida es mi vida. Hago lo que me gusta. Tengo un trabajo que consiste en esto". ¿En qué? "En hacer buen vino para hacer feliz al consumidor. Cuando empecé en este negocio, hace 25 o 30 años, había muchos vinos malos. Ahora hay muchos buenos, y en la medida de lo posible quiero ayudar a hacer todavía más vinos buenos en todo el mundo".

Algunos dicen que, en realidad, no es a Francia, sino al vino, a lo que ha traicionado Michel Rolland. Gente que ama la uva tanto como él dice que Rolland ha malbaratado los ideales que definían el arte milenario de hacer vino. Un documental exquisitamente producido titulado Mondovino, sobre los cambios producidos en los últimos años en el sector mundial del vino, presenta a Rolland de forma muy positiva. Jonathan Nossiter, el director del corto, califica a Rolland de "Spielberg del vino". Pero en el filme también aparecen miembros de la vieja guardia que le detestan, y se les concede tiempo más que suficiente para que suelten todo su veneno contra Rolland, pese a que todos están de acuerdo en que es el hombre con más poder en el mundo del vino.

Yvonne Hegoburu, que posee una pequeña finca de viñedos en Burdeos, declara que el vino es amor. Aimé Guibert, un vinicultor de Languedoc, dice que el vino es poesía, o quizá incluso la religión. Hubert de Montille, que hace un vino magnífico en Volnay (Borgoña), afirma que el vino representa la victoria de la civilización sobre la barbarie. Y los tres viejos vinicultores están de acuerdo en que Rolland significa el regreso de la barbarie. El romanticismo, la tradición y la espiritualidad, aseguran, no tienen hueco en una ideología rollandiana sometida a las despiadadas exigencias del mercado.

"El vino está muerto", dice Guibert. Y el motivo por el que está muerto, en su opinión, es que Rolland lo ha matado, lo ha reducido a un producto más en el estante del supermercado. "El lema de Rolland", resopla Guibert, "es: se pueden hacer grandes vinos en cualquier parte. Sólo hay que seguir una regla: ¡consultar con monsieur Rolland!".

No son protestas aisladas de un viejo irritado. Los tradicionalistas franceses, que se sienten tan ofendidos por lo que consideran el pernicioso culto de Rolland al dinero, o lo que Guibert llama el "monopolio fascista" del comercio del vino, cuentan con el respaldo de varias de las principales figuras del sector en todo el mundo. Como Michael Broadbent, director de vinos en Christie's de Londres. Con su cabello blanco y su aire venerable, Broadbent deja claro que aborrece las innovaciones de Rolland, que están transformando, en su opinión, el oficio que adora. "Es un verdadero problema", dice Broadbent, tal vez el más experimentado catador de vinos del mundo. "¿Hasta qué punto desaparece la individualidad? Yo prefiero un vino singular que quizá no da la talla, que un vino aceptable pero insustancial".

Broadbent afirma que lo que está haciendo Rolland es transformar todos los vinos que toca, en la docena de países en los que trabaja, en variaciones sobre un mismo tema: Pomerol, la región vinícola de Burdeos de la que es originario. "Está haciendo pomerol en el Medoc. Está haciendo pomerol en California. En todo el mundo", dice Broadbent. "No lo reconoce…, pero está fabricando vinos aceptables para un gusto globalizado".

Al escuchar a los detractores de Rolland da la impresión de que él es al vino lo que George W. Bush es al discurso inteligente, lo que McDonald's es al boeuf bourguignon. Peor aún, porque -según ellos- Rolland obliga a todo el mundo a someterse al mismo anonimato totalitario en cada botella que se bebe.

Rolland opina que se está exagerando un poco. "Se me está dando demasiada importancia", afirma durante nuestra comida. "En el mundo se producen 300 millones de hectolitros de vino al año. Yo sólo tengo que ver con una pequeña fracción". Pero quizá es que esa pequeña fracción es la que establece la norma… Desde un punto de vista estadístico, seguramente hablamos de fracciones, pero ¿su influencia sobre el vino de calidad es tan inmensa como dicen muchos en el sector? Se encoge de hombros y mira hacia otro lado, como si se sintiera halagado, pero, al mismo tiempo, como si reconocerlo fuera pecar de inmodestia. Muy bien, ¿y qué dice del argumento fundamental de Broadbent, de que bajo su perversa fórmula todos sus vinos son iguales, muy afrutados, con una pizca de vainilla, de paladar aterciopelado, bajos en taninos, fermentados en barriles de roble nuevo…? "Tonterías. No existe ninguna fórmula. Ésa no es una crítica seria. He oído hablar de ese tal Broadbent, pero no he hablado nunca con él". Por primera y única vez en las cuatro horas que pasamos juntos, Rolland pierde su sonrisa permanente. Broadbent es un hombre con prestigio en el sector, y cuando dice algo, o, peor aún, cuando lo escribe, hace daño. "Broadbent es un periodista especializado en vinos y tendría que hablar conmigo antes de escribir esas cosas de mí, ¿no le parece?", dice. "Sin embargo, nunca ha venido a verme. Nunca ha hecho una cata a ciegas conmigo".

Tal vez, si Rolland no hubiera hecho causa común con los estadounidenses, la animosidad que inspira no sería tan intensa. Es normal que Mondavi, una gigantesca empresa californiana de vinos que produce 100 millones de botellas al año, les parezca una especie de versión vinícola de Kentucky Fried Chicken a los viejos vinicultores de Burdeos, Borgoña y Languedoc. Mondavi contrató a Rolland en 2001 para que refinase su merlot. Nossiter, el director de Mondovino, que da a las escenas rodadas en Francia un carácter sombrío y taciturno, no se reprime a la hora de dar una imagen descarnada y hortera de Mondavi. Michael Mondavi, hijo del fundador de la multinacional californiana del mismo nombre, dice cosas como ésta: "Queremos comenzar una dinastía. Sería estupendo ver a nuestros herederos, dentro de 10, de 15 generaciones, haciendo vino en otros planetas. Podría ser divertido. 'Teletranspórtame, Scotty, envíame vino de Marte', o algo así".

Rolland considera que los Guibert cometen un error al resistirse a romper con las viejas costumbres. Se están negando a sí mismos, dice, el placer de probar algunos de los magníficos vinos que han surgido en los últimos años en su vecino del sur. "Esas personas, seguramente, nunca han oído hablar del albariño. Hace 20 años, el albariño no era gran cosa; bueno [sonríe], más bien no había vino albariño bebible. Ni hace 15 años. Ahora son de absoluta garantía. En cuanto a los ribera del Duero, yo fui por primera vez allí en 1987. Hablábamos de Pesquera entonces y era una bodega desconocida; ahora, en cualquier parte del mundo que voy se encuentra. El vino español, repito, es el futuro, y yo quiero disfrutarlo".

En la guerra de las culturas vinícolas, Rolland se ha situado en el bando de la modernidad. Francés de nacimiento, pero de espíritu estadounidense, es un empresario dinámico que se irrita ante la ineficacia de la vieja escuela y está siempre abierto a adoptar nuevas tecnologías. El comedor en el que estamos sentados es una sala iluminada, de paredes blancas y suelo de madera. Tiene el encanto de una cocina sin amueblar y está situado en la parte posterior del edificio que alberga su Laboratoire Vinicole en Pomerol, a media hora hacia el este de la ciudad de Burdeos. Resulta un lugar extraño en medio del orden bucólico que presentan los viñedos de la región, salpicados de mansiones; sobre todo cuando, al abrir la puerta principal, se entra en un gran espacio aséptico ocupado por hombres y mujeres jóvenes, callados y ligeramente siniestros, vestidos con bata blanca, que realizan experimentos en probetas y vasos. Los líquidos de los recipientes son todos de color rojo oscuro. Rolland me explica que vinicultores de toda la región de Burdeos y fuera de ella -unos 800 vinos en total- les llevan continuamente sus productos para someterlos a examen.

Niega categóricamente que exista una fórmula Rolland, pero ¿quizá está dispuesto a aceptar que hay algo que podría llamarse denominador común en los consejos que ofrece? "Es muy sencillo", responde, "y al mismo tiempo muy difícil; pero desde que empecé a estudiar enología, mi objetivo fue mejorar la calidad media del vino que bebemos. Era especialmente importante intentar emprender esa tarea aquí, en Burdeos, porque teníamos varios vinos realmente buenos, pero también muchos malos. Para ser más exactos, habíamos producido seis o siete vinos buenos en los 70 años anteriores. Aquello me parecía una locura. ¿Un buen vino cada 10 años? Y pensé: tenemos que mejorarlo. Si podemos poner a un hombre en la Luna, podemos hacerlo. Hemos de ser capaces de sacar al sector vinícola del siglo XVIII y traerlo a la era tecnológica en la que vivimos. Tiene que ser posible, pensé, producir más de un buen vino cada 10 años".

Por tanto, explica, lo que hizo fue aplicar el sentido común. "Estudié la historia de las grandes cosechas que habíamos tenido en Burdeos, busqué los denominadores comunes. Y descubrí que en esos años había habido mucho sol y una producción escasa. Muy fácil, muy obvio. Así que pensé que con esos dos factores se podía trabajar. Teníamos que reducir la producción e intentar recoger uvas más maduras. Cambiar el concepto de madurez, esperar más para la vendimia". Entonces, ¿una idea clave para superar el problema de la famosa calidad errática de los vinos de Burdeos, hacer que no estuvieran tan a merced de las fluctuaciones estacionales, era intentar emular los años en los que hay mucho sol? "Eso es. Esperar a que madure la uva, en vez de atenerse a una fecha fija para la vendimia, sin tener en cuenta el tiempo que haya hecho a lo largo del año". Pero también hace falta cosechar en verde, recoger uvas al principio de la temporada para reducir la producción e intensificar el sabor de los frutos restantes. Y esas técnicas han dado resultado. Al margen de los reparos de los puristas, todo el sector está de acuerdo en que la calidad global de los vinos de Burdeos ha mejorado increíblemente en los últimos 25 años, en gran parte gracias a la influencia modernizadora de Rolland. Ahora, un vino de Burdeos se puede beber muy bien incluso en años malos, mucho más que antes.

Y otra cosa: en los últimos 25 años, precisamente el tiempo que lleva Rolland en el negocio, el vino ha dejado de ser un producto elitista para convertirse en un fenómeno comercial de masas. Y a mayor volumen, más exigencia de calidad. Decir que los vinos italianos y españoles han aumentado su calidad de forma extraordinaria en las dos últimas décadas -por no hablar de los australianos, chilenos, argentinos y surafricanos- es decir una perogrullada. Hoy se bebe más y mejor vino que nunca. Rolland puede tener razón cuando dice que es exagerado atribuirle demasiada responsabilidad, pero hay muchos conocedores que opinan que sus consejos han tenido repercusiones no sólo en sus clientes, que sus indicaciones sobre la cosecha verde y la vendimia retrasada -aparte de otras sugerencias a los viejos vinicultores tan básicas como sustituir los barriles viejos por otros nuevos y deshacerse de las cubas de fermentación oxidadas- han llegado a oídos muy diversos. Igual que su consejo a los que están ansiosos por acelerar la evolución de un buen vino. La combinación del mercado de masas para el vino y la aparición de nuevos productores no sólo en el Nuevo Mundo, sino también en viejos y dinámicos países como España, ha hecho que ya no se tenga la paciencia del antiguo mercado selecto para dejar reposar un vino durante 20 años y esperar a ver qué sucede. (Aunque, precisamente por el enorme crecimiento del mercado del vino, una botella de una cosecha de la máxima calidad que en 1980 habría costado 58 euros, ahora se vende por 1.500). La gente quiere vinos accesibles, afrutados, dulces, suaves, con poco tanino; que no sólo tengan gran calidad, sino que se puedan beber en el plazo de dos o tres años. Quizá con 20 años más podrían ser todavía mejores, quizá tendrían esa personalidad tan compleja que anhela la vieja escuela, pero el mercado exige que se puedan beber ahora.

"Nunca habíamos tenido tantos vinos buenos, nunca", afirma Rolland. "Tampoco ha habido nunca menos cantidad de vinos malos en el mundo. Y si eso no es positivo, pues me rindo. Por supuesto que me encantan algunos de aquellos vinos antiguos. Una cosecha del 45, o del 57, o del 61. ¡Por supuesto que me encantan! ¿Pero cuántos hay?".

Lo que quiere decir Rolland es que entrar a discutir estas cuestiones es participar en un debate metafísico, porque estamos hablando de vinos que bebe sólo el 0,01% del público consumidor de vino, y que sabe apreciar una proporción aún menor.

Otra cosa que parece evidente es que los clientes de Rolland en la región de Burdeos valoran enormemente sus servicios, no importa que venda sus secretos a competidores extranjeros. Después de comer le acompaño en sus visitas a tres de las seis bodegas que tiene esta tarde en su lista. Esta mañana ha visitado otras seis. Normalmente se desplaza en un Mercedes conducido por un chófer. Esta vez vamos en mi coche y el Mercedes nos sigue por las estrechas carreteras rurales, bordeadas de árboles plantados geométricamente. Una de las razones por las que tiene chófer, quizá la principal, es que en cada parada prueba seis o siete vinos. "Suelo catar unos cien vinos al día", dice.

En nuestra primera parada, Château Le Petit Village, el agricultor al mando es un hombre alto y nervioso -claramente aprensivo ante el veredicto de Rolland sobre su vino- vestido con mono y botas verdes. Rolland y el vinicultor se turnan en la cata de media docena de vinos directamente del barril, cada uno en distinta etapa de fermentación, y siempre escupen el vino en un gran cubo blanco de plástico. Rolland declara que el primer líquido que ha probado es un poco "serieux". El agricultor frunce el ceño y pasa su peso de un pie a otro, aún más nervioso. Pero el segundo es "bon" y el tercero merece un "oui, c'est bon" todavía más enfático; el hombre deja de agitarse, se yergue y se permite una sonrisa tímida, como un padre orgulloso de su hijo recién nacido.

En Côte Le Baleau, una bodega a tres minutos de distancia dominada por una magnífica mansión con tejado de aguja, la dueña, una mujer alta y de manos grandes llamada Sophie, le recibe con besos y risas. Pero cuando llega el momento de probar y escupir, cae el silencio. Todos observan a Rolland con solemnidad mientras se pasea el vino en la boca.

Es como el médico del pueblo que visita a los pacientes de la zona. Uno escucha el pecho del enfermo, el otro somete el vino al estetoscopio de sus papilas gustativas. O es como un embarazo. Hace revisiones constantes, toma muestras y valora los vinos en diversas etapas de su gestación, antes de ir a la botella. En cada caso, la familia del paciente espera alerta, ansiosa por el veredicto. Cuando dice que el paciente está bien, el alivio y la gratitud fluyen como el vino de la cuba. Un poco más allá, en el Château Franc Mayne, el hombre al frente es un joven intenso, con una bata blanca llena de manchas moradas; un enólogo que se siente menos sobrecogido que los otros ante Rolland, pero que le trata con el respeto sutil de un joven especialista por una autoridad mundial. Se me ocurre pensar que en cualquier otro contexto, en el restaurante más elegante de Londres, Madrid o París, a estos vinicultores que beben las palabras de Rolland se les consideraría grandes expertos en vino, serían ellos los que contarían con el respeto de los maîtres y sumilleres más estirados. Rolland es el maestro de maestros. "Lo que aporto", dice, "es una amplia experiencia y una variedad de referencias que otros vinicultores locales, pese a su talento, no tienen".

Los puristas, que viven en una estratosfera tan enrarecida que ni siquiera los vinicultores de Château Franc Mayne pueden respirar su aire, dicen que Rolland ha hecho mal uso de una experiencia que tanto le ha costado obtener. Que ha puesto su talento al servicio de los bárbaros. Puede que haya algo de verdad en ello, visto desde la cumbre. Pero quizá, en conjunto, ha hecho un gran favor a la humanidad al convencer a los bárbaros de que hagan algo que hace 25 años no podían imaginarse: para empezar, beber vino; aprender a hacerlo de forma habitual; cultivar el gusto -e incluso una ligera familiaridad- por los merlot, ribera del Duero, sauvignon y chardonnay, aunque los paladares de las hordas les parezcan bastos y simplistas a los Broadbent y los Guibert. Dicen que se ha vendido. Que ha rebajado el nivel. Que ha matado el espíritu de vive la différence. Le acusan de hacer vinos "para el gusto globalizado". Puede ser. Seguramente. Pero existen crímenes peores.

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