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Columna
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¿Un ministro para la esperanza? / y 2

Pretender, como hacía el ministro Moratinos en su artículo de la semana pasada, que la UE no era el peor de los socios del club de los amos del mundo, no la exculpa de la responsabilidad ética y política de la que, en el escenario mundial, es el principal soporte. Dos ejemplos. ¿Cómo es posible que, después de tantas denuncias, no hayamos logrado acabar con el escándalo que suponen esas cajas fuertes de las fortunas mafiosas y del capital amasado gracias a la corrupción política, esos paraísos fiscales, situados no en lejanas islas sino en puntos centrales de nuestro perímetro comunitario? ¿Cómo es posible que esa oficina de la ocultación y del blanqueo que es la sociedad luxemburguesa Clearstream, con la que sólo se atreven algunos cruzados del periodismo como Denis Robert, sigan campando a sus anchas y ocultando pruebas y dineros -por ejemplo, los relativos a los cuantiosos sobornos pagados con motivo de la venta de las fragatas francesas a Taiwan- que han vuelto a salir a relucir con ocasión del rifirrafe entre los dos destacados ministros franceses Villepin y Sarkozy? ¿Cuándo vamos a implicarnos de verdad en la dramática situación del Mediterráneo, que tan directamente nos compete, sin volver la vista al otro lado cada vez que los EE UU nos dan con la palmeta en la mano? ¿De verdad no cabe hacer otra cosa con la emigración clandestina que llega a nuestras costas sino recoger y contar cadáveres?

Dice Miguel Ángel Moratinos que Europa es "hoy más que nunca un proyecto social y político" y no puedo estar más de acuerdo con él. Ese proyecto fue el que motivó el artículo Por una Europa política, social y ecológica, origen de este intercambio de argumentos. Ateniéndome a ellos, sigo sin entender cómo es posible, en base a la Constitución que se propone, que la Unión Europea llegue a tener una política exterior autónoma y de paz. Como no alcanzo a ver que los nuevos instrumentos a que se refiere Moratinos -la figura de Ministro de Asuntos Exteriores o el Cuerpo Voluntario Europeo de Ayuda Humanitaria- puedan contribuir decisivamente a la construcción de esa política. Y menos aún el mecanismo de las cooperaciones reforzadas aplicado al ámbito de las relaciones exteriores, dónde el nuevo tratado impone tanto en la parte primera como en la tercera, de manera inequívoca, la unanimidad de todos sus miembros. Muchos de los cuales tienen opiniones internacionales no sólo distintas sino antagónicas, y algunos defienden y protagonizan políticas bélicas alineadas con las del presidente Bush y sus neocons más radicales. En esas condiciones, ¿porqué obstinarse en entrar en una jaula de cuyas llaves disponen también quienes tienen una visión más euroatlántica y dependiente de Europa?

No contempla mi interlocutor la posibilidad de que no se ratifique esta Constitución, lo que desde su posición es coherente. Pero cabe, y según algunos existen bastantes probabilidades de que así suceda, sin que entremos en tiempos de catástrofe. Habrá pues que volver a empezar y para ello convocar a los países y sobre todo movilizar a la opinión pública europea. Seguramente no comparte usted esta consideración, pero, con todo, querido Ministro, estamos en la misma orilla, la de la paz, aunque no en la misma barca. Usted está subido con los Gobiernos y los partidos en la del poder, con sus algunas glorias y sus muchas servidumbres. Yo hace cuarenta años que no me he bajado de la de la sociedad civil con sus utopías y sus frustraciones, con sus esperanzas y sus impotencias. Pero sé que ambos compartimos las opciones de progreso que tanto desagradan al presidente Bush y al sector integrista del episcopado español, que no acaba de salir del nacional-catolicismo franquista. Opciones en las que, en su versión moderada, nos acompaña una amplia mayoría de los españoles. Desde ellas, España y Europa han de ser valedores permanentes de la paz en el mundo, y usted uno de sus más firmes adelantados. Esa es la apuesta que sus amigos hemos hecho nuestra.

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