¿Recordar para mejor olvidar?
La memoria sigue ganando batallas en la lucha contra el olvido. El Senado argentino anula las leyes de punto final y obediencia debida que exculparon en 1987 a los acusados de haber violado los derechos humanos durante la dictadura; el Gobierno chileno quiere revisar el punto muerto en que se encuentra la valoración del pasado adoptando medidas tales como indemnizar a los torturados por la dictadura de Pinochet o revisar la responsabilidad penal de los militares que planificaron, dirigieron o ejecutaron los crímenes en aquellos tiempos oscuros; el PSOE se plantea exigir al Gobierno una ley que reconozca que los tribunales de la dictadura franquista eran ilegales.
Son síntomas de un cambio histórico que alcanza al derecho a la política, a la moral y hasta al urbanismo, como muestra la actual ciudad de Berlín que, al tiempo que anuncia el siglo XXI, recupera en cada rincón un trozo de su pasado más doloroso: junto a los edificios vanguardistas de la Postdamer Platz, la "topografía del terror" en la célebre Prinz-Albrechtstrasse para que todo paseante recuerde las instalaciones del terror de los Himmler, Göring o Goebbels. Se trata de un cambio epocal porque, si durante años ha valido como modelo de transición el español, basado en el olvido, ahora se impone el modelo surafricano, pilotado por una Comisión de la Verdad y de la Reconciliación.
¿Por qué el cambio? ¿Por qué ahora la memoria es preferible a la amnistía? El olvido ha regido la lógica de la política y la del derecho durante milenios. Herodoto, el primero que deja caer la palabra amnistía, no se contenta con señalar las cualidades benéficas del olvido, sino que subraya la peligrosidad de la memoria; de ahí que se castigue duramente a quien "recuerde las desgracias vividas". El derecho y la política han sellado una alianza basada en términos como amnistía o prescripción del crimen que ha sobrevivido a decenas de siglos, a todo tipo de regímenes políticos.
Esto explica la sorpresa por el auge de la memoria y, también, la sospecha que levanta: ¿se trata de recordar para olvidar definitivamente o va en serio esto de la memoria? Razones para la sospecha, haylas: de Argentina nos llega que lo que se busca con esa medida es "eliminar el fantasma de la extradición". Con la nueva ley pueden, según el portavoz peronista, Miguel Pichetto, denegar la extradición que demanda el juez Garzón, al que de paso le dice que se ocupe de su país, que "cerró las sepulturas con una ley de amnistía". Un juez, claro, tiene que atenerse a la ley, pero no podemos echar en saco roto la denuncia de sistemas legales capaces de cancelar un pasado como el nuestro que en nada desmerece a la brutalidad de los Videla o Pinochet. De Chile llega igualmente la noticia de que la Agrupación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos lamenta que "la propuesta cambia un poco verdad por impunidad... Esperábamos más". Los políticos miden, pues, sus pasos en esta mirada al pasado. Recordar, sí, pero en función del presente, y ese presente puede ser decente, como dice Ricardo Lagos ("no hay mañana sin ayer"), o indecente (impedir la extradición de un delincuente u oficiar simbólicamente una catarsis política, en vez de hacerla realmente). Tampoco hay que esperar demasiado de los jueces, ya que tienen que atenerse al derecho, y esta venerable y milenaria institución tuvo que esperar hasta antes de ayer, es decir, a 1946, para reconocer la figura de la imprescriptibilidad en los genocidios. Hasta ese momento, cualquier crimen se lo llevaba el tiempo. Pero, ¿por qué hoy ha de prescribir un crimen particular, es decir, quien está autorizado a decir que la injusticia cometida a una víctima hace dos mil años ha prescrito porque de esto hace mucho tiempo? El derecho no tiene nada que decir, porque la respuesta es de otro registro, el de la justicia, ciertamente.
De la memoria saben muy poco el derecho o la política, pero de la memoria se sabe mucho. Pensemos por un momento en la conquista española de América: hay muy poca memoria en la historia que nos han enseñado, pero esa memoria llena los relatos de los indígenas, como puede constatar cualquiera que lea los relatos recogidos por Fray Toribio de Benavente, Motolinía, y editados por León Portilla en La visión de los vencidos. La estructura de la memoria se ha fraguado en torno a las grandes catástrofes de la humanidad por la sencilla razón de que las víctimas son sus depositarios naturales, sus testigos. Por eso, el holocausto judío ha dado pie en Alemania, Italia, Bélgica o Francia a lugares en los que la memoria no se festeja, sino que se analiza y actualiza. Aquí debería haber sido posible con la Guerra Civil, sobre la que hay muchas historias y, hasta ahora, poca memoria. Hay que entender como ausencia de cultura de la memoria el hecho de que no exista un museo nacional de la Guerra Civil que recogiera los testimonios de todas las víctimas, un lugar en el que conste y se estudie la tragedia en todas las direcciones: ideológicas, espaciales y temporales.
Echando mano de lo que ya se sabe, podemos decir al menos esto sobre la memoria: es un cambio epocal, pues supone la sustitución de la utopía por el pasado, el despido de conceptos que vincula la realización del hombre al futuro (progreso, utopía) y su sustitución por otros que lo ligan al pasado. No a cualquier pasado, sino al pasado capaz de generar futuro. Y es que parece cada vez más plausible que lo que ha movido al mundo no han sido los sueños de unos nietos felices, sino el recuerdo de los abuelos humillados. No todo pasado tiene ese poder. Hay dos tipos de pasado: uno que sí que está presente en la actualidad, y otro, ausente. El pasado de los vencedores siempre está presente, y el de los vencidos, ausente: en la España contemporánea, por ejemplo, hay más, desde el punto de vista cultural, de cristianismo que de islamismo y judaísmo, y más, sociológicamente hablando, de franquismo que de republicanismo. Pues bien, si queremos que el futuro sea otra cosa que mera prolongación de este presente, hay que recurrir a las esperanzas frustradas de los vencidos. Reconocer que nuestro relativo bienestar está construido sobre el olvido de ese continente frustrado y, por tanto, sobre el desprecio de su derecho a la felicidad, es la palanca política capaz de proporcionar novedad, pues supone comprender lo esencial de la memoria: que el olvido es una injusticia sobre la que está edificado nuestro presente. No hay que ir a la academia para descubrir el modelo progresista de sociedad, porque la escuela es la vida; no hay que ir al mundo de las ideas para saber lo que es la justicia, porque en la vida experimentamos lo que es la injusticia y la justicia debería ser la respuesta a esa experiencia. El cambio que trae consigo la memoria es de proporciones desconocidas, ya que conlleva abandonar una inercia milenaria que relaciona el mundo de los valores con "ideales" (idealismo) y aceptar una mecánica nueva, mucho más materialista, que concibe los valores como respuestas a situaciones que duelen. El materialismo es el espiritualismo de los pobres.
Y esto ¿adónde nos lleva? A que no se pueden poner puertas al campo. En ciclismo se utiliza una táctica ya inventada por los políticos: cuando hay uno del equipo escapado, nada mejor para ayudarle que ponerse al frente del pelotón para regular su marcha. Se habla mucho de memoria, y eso es un gran avance; pero siempre con el freno echado, y eso es de mal estilo. Lo que está claro es que ni la política ni el derecho se hubieran aventurado por estos parajes sin la presión de una generación nueva -los nietos de los abuelos humillados- que quiere saber. Están descubriendo fosas comunes al lado de un camino o en un bosque vecino. No se van a contentar con llevar los restos a un cementerio, sino que acabarán preguntándose por una civilización que ha montado el progreso sobre una tierra con tantos cadáveres.
Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.