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GUERRA EN IRAK | La situación en Bagdad

EE UU intenta imponer orden en Bagdad

Washington acuerda con la Cruz Roja y con policías iraquíes la formación de patrullas conjuntas

Francisco Peregil

En la misma plaza de El Paraíso, donde hace cuatro días las tropas estadounidenses colgaron una soga al cuello de la estatua de Sadam y unos 20 bagdadíes bailaron sobre ella, le dieron mazazos, alpargatazos y le escupieron, ayer se congregaron varias decenas de ciudadanos para pedir a las tropas de EE UU que restablezcan el orden, que regulen el tráfico, que lleven la luz y el agua a las casas donde faltan. En respuesta a la solicitud, Washington anunció ayer el envío a Irak de un primer grupo de policías y funcionarios judiciales para ayudar a restablecer el orden.

Representantes de las fuerzas de Estados Unidos, de la Cruz Roja Internacional y de la policía iraquí acordaron ayer la formación de patrullas conjuntas que intenten frenar el pillaje y los saqueos en la capital iraquí, una ciudad poblada por más de cinco millones de habitantes. En la misma línea de tratar de imponer el orden, un portavoz militar de Estados Unidos barajó ayer la posibilidad de implantar el toque de queda.

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Como si se tratara de un gran guión en un gran escenario con actores que desconocen su condición de actores. Así es como se desarrolla la vida en Bagdad desde que llegaron los marines. Primero, con la puesta en escena de la estatua derrocada. ¿Que nadie sabe dónde está Husein o si se encuentra vivo o muerto? Pues aparece la estatua, al fondo de la calle por donde decidieron entrar los marines. Si no se tiene la imagen de Sadam esposado, que los espectadores de todo el mundo puedan ver lo que harían con él algunos iraquíes y no echen demasiado en falta ni la imagen real de Sadam ni las armas de destrucción masiva.

Ni celebraciones ni festejos

Pero nada más empezar la historia, el guión da un giro imprevisto. Las grandes masas de iraquíes que saludaban al liberador no salieron a la calle. Nada de grandes celebraciones ni festejos. Al contrario, hay muchos ciudadanos que opinan que está muy bien que Sadam se haya ido, pero que ahora deberían irse los estadounidenses. Entonces van los soldados y dejan que los ciudadanos se tomen su revancha contra la Administración.

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Primero, la gente saquea edificios oficiales y cruza ante las narices de los soldados con el coche cargado de la rapiña o con el saco a la espalda, diciéndoles: "Good, good; Sadam, no". El guionista ha previsto que el pueblo vaya descubriendo los lujos que se permitía Sadam. Su hijo Uday guardaba más de 1.000 coches de lujo. Ricos y pobres hacen un puente a un Ferrari, un Maserati o un Rolls Royce y se lo llevan a casa.

Pero la historia, como las mejores películas, alcanza un momento de locura y paroxismo en el que parece que todo va a desmadrarse. La gente ya no roba sólo las cuberterías de los hijos de Sadam o los ventiladores de las cárceles o camisas blancas de policías, sino que se les nubla la vista y se cuelan en la mayor parte de los 32 hospitales de la ciudad. Y en embajadas, grandes tiendas, gasolineras. Y de repente, los actores involuntarios se dan cuenta de que el caos se va volviendo insoportable.

Cualquiera puede cambiar de sentido con su coche en cualquier carretera. Cualquiera se siente legitimado, como sucedió ayer, para meterse en el Teatro Nacional de Bagdad, desvalijarlo y prenderle fuego. "Dios mío, eso no era de Sadam. Es mío, es nuestro. ¿Qué estamos haciendo?". Ya no huele a petróleo quemado, sino a oficinas quemadas. Oficinas como las del museo arqueológico de Irak, impresionante muestra de tesoros de la humanidad. Todo parece estar al alcance de cualquiera. Incendiaron las oficinas con los inventarios del museo. Y no había, tras tres días de descontrol, ni un solo marine ante la puerta. Eso sí, hay muchos de ellos plantados en los puentes. Y los

marines registran el capó de muchos ciudadanos.

En medio de unas calles donde apenas se han quitado los cadáveres y aún se ven decenas de casquillos de bala y coches quemados, parece que sólo se salvará el que pueda. Los bagdadíes más pudientes han contratado pistoleros. No hay ni un comerciante que se atreva a exponer sus frutas en la calle. Por eso ayer se vio lo que parece una de las estampas más carentes de sentido: un coche de policía del antiguo régimen patrullando la ciudad y tratando de poner el orden. Era un coche como los que se paseaban cinco días atrás ante el hotel Palestine con las sirenas encendidas aclamando a Sadam.

En el colmo de la anarquía, los bagdadíes se atrevieron ayer con dos de los grandes símbolos del régimen. El primero fue el museo Sadam, el lugar donde se guardan las armas del dictador, los regalos, la historia de su vida, con fotos y cartas. Todo eso fue asaltado, destruido, robado e incendiado. El guionista estaría frotándose las manos cuando un iraquí de 22 años pudo ver un cuadro con el árbol donde aparecen todos los nombres de Alá, y en el centro de ese árbol, la mayor de las herejías: el rostro de Sadam, como dando a entender que existe plena identificación entre Sadam y Dios. "¡Qué persona más loca!", decía, llorando, el muchacho. El otro gran asalto de ayer fue el palacio de Sadam. Ahí se cebaron las bombas el primer día. Y ayer, los bagdadíes.

Pero una vez que gran parte del pueblo ha visto que los estadounidenses permiten que se lleven todo, otros iraquíes caen en la cuenta de que hace falta orden. Y acuden ante los estadounidenses. Y el guionista se frota las manos porque ve ya el final aparentemente feliz: los soldados prometen que tratarán de implantar orden, de traer la luz, el agua, la comida. "Trataremos de implantar el toque de queda", aseguró ayer el teniente coronel Jim Chartier.

Un hombre apunta con su rifle al sospechoso de robar un coche en Bagdad, mientras otros registran el interior del automóvil.
Un hombre apunta con su rifle al sospechoso de robar un coche en Bagdad, mientras otros registran el interior del automóvil.REUTERS

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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