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Tribuna
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Lengua de encuentros

(...) De la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-iberoamericanos. Fuimos, inmediatamente, mestizos, hombres y mujeres de sangres indígena, española y, poco más tarde, africana. Fuimos católicos, pero nuestro cristianismo fue el refugio sincrético de las culturas indígenas y africanas. Y hablamos castellano, pero inmediatamente le dimos una inflexión americana, peruana, mexicana, a la lengua.

Porque en cuanto abrazó a los pueblos de las Américas, en cuanto mezcló su sangre con la de los mundos indígena primero y negro más tarde, la lengua española dejó de ser la lengua del imperio y se convirtió en algo, mucho, más.

Se convirtió, de nuestro lado del Atlántico, la orilla americana, en lengua universal del reconocimiento entre las culturas europea e indígena cuyos frutos superiores fueron la poesía de la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz y la prosa del cronista peruano, el inca Garcilaso de la Vega, en los siglos XVI y XVII.

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Sor Juana vio en su propia poesía un producto de la tierra: '¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria, entre mis letras / el hechizo derramaron?'. Garcilaso fue más lejos y se negó a ver en la América indo-española una región excéntrica o aislada, sino que conectó la cultura del nuevo mundo a la visión de un globo unido por muchas culturas: 'Mundo sólo hay uno', exclamó el inca, para su edad y para la nuestra.

Porque del otro lado del Atlántico, sujeta a la vigilancia de la Inquisición, los dogmas religiosos y la absurda exigencia de la pureza de sangre, la propia literatura de España creó todo un nuevo reino de la imaginación. Si la Iglesia y el Estado impusieron las reglas de la contrarreforma, la literatura de España inventó, en cambio, una contraimaginación y un contralenguaje.

De Fernando de Rojas a Miguel de Cervantes, de Francisco Delicado a Francisco de Quevedo -el abuelo instantáneo de los dinamiteros, según César Vallejo-, todo lo que no puede decirse de otra manera se expresa gracias a la literatura.

Contra la adversidad de la prohibición, contra las evidencias de la decadencia moral y política, España afirma, con más vigor que el resto de Europa, el derecho a definir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es, a la vez, posible y real. Verdad de Cervantes, verdad de Velázquez.

Hoy celebramos, de este modo, no la lengua del imperio, sino la lengua de encuentros, la lengua de reconocimientos, la lengua que liga a Lorca y Neruda, a Galdós y Gallegos, pero también a Marcela Serrano y a Nuria Amat, a Juan Goytisolo en España y a Juan Rulfo en México.

Permítanme ustedes, a partir de estas premisas, considerar algunos aspectos salientes del castellano como fenómeno multicultural y multirracial, empezando por mi propio país, México, país mayoritariamente mestizo pero con una importante presencia indígena.

En México, con una población total de unos 100 millones de habitantes, 10 millones son indígenas y, aunque cada vez más culturizados en la corriente general mestiza, la mayoría de ellos retienen casi siempre sus lenguas originales, más de 40, tan diferentes entre sí como pueden serlo el sueco del italiano.

Viajar a las tierras de los huicholes en Jalisco, los tarahumaras en Chihuahua, los náhuas en el México Central, los zapotecas en Oaxaca o los mayas en Yucatán es descubrir que, aun cuando son iletrados, los indígenas no son ignorantes y aun cuando son pobres, no están desposeídos de una cultura.

Lo que poseen es un extraordinario talento para recordar o imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los minuciosos detalles de la vida diaria, las primeras palabras de un niño, las gracejadas del payaso de la aldea, la fidelidad del perro casero, las comidas preferidas, la memorable muerte de los abuelos...

Fernando Benítez, el gran cronista de los indios de México, dijo en una ocasión que, al morir un indio, muere con él toda una biblioteca. Y es que en un mundo derrotado que debió hacerse invisible para no ser, una vez derrotado, notado, la oralidad es más segura que la literalidad. Pasar de la invisibilidad y oralidad de siglos a la visibilidad y literalidad modernas es un paso gigantesco pero difícil para el mundo indígena de las Américas. Sus rebeliones esporádicas deben dar lugar a una relación digna, permanente y mutuamente enriquecedora.

De la primera rebelión chiapaneca de 1712, desencadenada por la visión milagrosa de la niña María Candelaria, a la última rebelión chiapaneca de 1994, desencadenada por la visión igualmente milagrosa de que México ya era un país del primer mundo, resulta curioso notar la presencia -si no precisamente, la dirección- de cabecillas criollos o mestizos, Sebastián Gómez de la Gracia en 1712, Marcos en 1994, que si no son o dicen no ser, quienes conducen la rebelión, sí son quienes le dan voz pública, y esa voz, nos guste o no, se la dan en español.

Y es que el movimiento que hoy se extiende por las antiguas tierras aborígenes de América reivindica la gran tradición oral de los pueblos indígenas -náhuatl, aymará, guaraní, mapuche-, pero sabe -sabemos- que su voz universal, la que liga sus reivindicaciones muy respetables a la comunidad social y política mayor de cada país nuestro, es la voz castellana. El guaraní de Paraguay no se entenderá con el maya de Yucatán, pero apuesto a que ambos se reconocen en la lengua común, la castilla, el español, el esperanto de América.

De tal suerte que, aún en nombre de la autonomía y el reconocimiento culturales de los pueblos indígenas, el español es lengua de co-relación, de comunicación, de reconocimiento incluso de lo que no es en español. El castellano es la lengua franca de la indianidad americana.

En maya o en quechua traducido al castellano, los indios de América nos harán saber a nosotros, los habitantes de las ciudades blancas y mestizas del continente, lo que desean, lo que recuerdan, lo que rechazan. A nosotros, ¿qué nos corresponde sino escuchar, poner atención y saber respetar a esa parte de nuestra comunidad indoeuroamericana?

A nosotros nos corresponde saber si nos interesa participar de los frutos de la comunidad indígena, su pureza ritual, su cercanía a lo sagrado, su memoria de lo olvidado por la amnesia urbana.

A nosotros nos corresponde decidir si podemos respetar los valores del indio, sin condenarlos al abandono, pero salvándolos de la injusticia.

Los indios de América son parte de nuestra comunidad policultural y multirracial. Olvidarlos es condenarnos al olvido de nosotros mismos. Los indios de América son el fiel de la balanza de nuestra posibilidad comunitaria. No seremos hombres y mujeres satisfechos si no compartimos el pan con ellos.

Pero ellos, al cabo parte y no todo de un nosotros, deben aceptar también las reglas de la convivencia democrática, no deben escudarse en la tradición para perpetuar abusos autoritarios, ofensas a las mujeres, rivalidades étnicas o la respuesta paralela al racismo blanco, que es el racismo contra el blanco o el mestizo o, como le dice un indio mixteco a Benítez: 'Me quieren matar porque hablo español'. (...).

Extracto de la intervención del escritor mexicano Carlos Fuentes en la clausura del II Congreso de la Lengua Española.

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