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Columna
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La puerta de los libros

Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha, dice el precepto evangélico para explicar que el desprendimiento de un bien propio a favor del prójimo no debe ser proclamado a los cuatro vientos, sino tan sólo en el mundo interior de la satisfacción personal o de la paz con Dios (según sea uno más o menos laico). La generosidad -concepto que yo prefiero- se diferencia de la caridad en que la primera no espera reconocimiento alguno por su gesto, en tanto la segunda tiene un marcado tono clasista que no es sino una forma algo retorcida de hacerse notar, lo que trae consigo algunos beneficios de orden material, como el reconocimiento público al que la practica. Pero si algún día se pudo considerar exhibicionismo la cuestación del Domund o de Cáritas, ¿qué decir de la masa de libros-donados-por-los-madrileños-para América Latina que cubre desde hace unos días la emblemática Puerta de Alcalá? Todo empezó el día en que a alguien se le ocurrió la idea de rodear de andamio metálico la puerta y colgar de él, uno a uno y embutidos en una bolsa de plástico diseñada al efecto, los libros que los madrileños donaban para no se sabe bien qué bibliotecas latinoamericanas. No he logrado enterarme -pero esto quizá sea culpa mía- de qué libros se necesitaban y quién los necesitaba. Me imagino que cada uno donaba el libro que le parecía oportuno, o que le sobraba. Sin que piense que se pueda llegar a situaciones esperpénticas (por ejemplo, un libro de recetas de nueva cocina a un pueblo perdido de Centroamérica), me parece razonable que los libros deban adecuarse a las necesidades de los lugares a los que se dirigen. No sé si se ha hecho así, si la donación era libre... Pero, sobre todo, me pregunto por el costo de la operación. Levantar ese andamiaje, tener a unos expertos colgando libros todo el día bajo un sol abrasador como el que hemos soportado, mover a los medios, fabricar las bolsitas de plástico, tener a unos guardias urbanos de guardia todo el día... En fin, eso cuesta un dinero. ¿Qué tal invertir ese dinero, y ese esfuerzo, en comprar los libros adecuados a cada necesidad ? Se hacen descuentos muy sustanciosos al por mayor. Pero, claro, si nos ponemos así, no hay rentabilidad mediática y, como todo lo que no es espectáculo no aparece en los medios, y si no aparece en los medios no existe, nos quedaríamos sin rentabilizar el envío de libros. Y todo lo que no se rentabiliza va al tacho, no existe, no se acepta, fuera, kaputt. Ya sé que habrá quien diga que gracias al espectáculo ha habido libros y que mejor habría hecho yo en acercarme a llevar algún libro que estar aquí cogiendo la pluma con papel de fumar. Y no le falta razón al que defiende el espectáculo como medio de hacer el bien. Hoy, para hacer el bien hay que dar espectáculo o intentar batir un récord Guinness. De acuerdo, se acepta. Los tiempos cambian. Los promotores del invento han trabajado para sí mismos: Ayuntamiento, patrocinadores, diseñadores, etcétera. Mucho trabajo y buenos réditos publicitarios: es como para ponerse a hacer el bien a todas horas, ¿no? También, es cierto, se ha trabajado con los sentimientos de caridad y competitividad de la gente a partes iguales, lo cual afecta sobre todo al ciudadano que ha ido a entregar su libro y que, por el hecho de hacerlo, se convierte en una víctima cuya buena voluntad ha quedado también colgando de un andamio. Lo que me temo es que en este mundo tan espectacular la gente acabará matando por salir en la tele para poder dar fe de su existencia. En fin, que hoy en día la caridad es un negocio, genera puestos de trabajo y mueve una publicidad que vale mucho dinero... Estamos entrando en otra manera de hacer las cosas y quizá en el futuro éste sea el único modo de obtener algo para el que no lo tiene. De momento, habrá que modificar el dicho: la caridad bien entendida, empieza por el lucimiento de uno mismo.

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