Lapesa o la ética
La muerte de don Rafael Lapesa ha caído sobre nosotros, sus amigos y discípulos, sobre las muchas personas que le queríamos y admirábamos, como si fuese una sorpresa. La enfermedad que acabó con su vida nos hizo intuir desde el primer instante que aquél iba a ser el principio del fin. Según avanzaban los meses inexorables del mal, íbamos asumiendo todos la convicción de que ya no reanudaría el querido maestro las labores que tenía empeño en dejar terminadas antes de que le abandonasen las fuerzas. En las últimas semanas ya se veía que no podíamos esperar nada. Y, sin embargo, el golpe definitivo nos ha dolido como llegado de improviso. Lo que aún le quedaba de aliento era algo así como el soporte físico de toda la presencia suya que, de forma inmaterial, estaba instalada y arraigada en nuestra mente y en nuestro sentimiento. Ahora seremos nosotros, en nuestra soledad, los depositarios de esa presencia.
La imagen que yo albergo de don Rafael desde que empecé a conocerle, hace ya medio siglo, es fundamentalmente ética. Sus clases, en su cátedra recién ganada de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, me descubrieron enseguida un profesor que consideraba su primer deber transmitir a los alumnos todo lo que sabía: no lucirlo, sino darlo. Literalmente, darlo. Todos los que han recibido sus lecciones destacan ante todo esta actitud que dejaba muy atrás la mera pedagogía y que era pura generosidad. Para él, ser profesor era el compromiso de dar un curso serio, denso y sólido, pero a la vez vivo, transparente, metódico, nunca farragoso, tan exento de pedantería como cimentado en un saber hondo y bien organizado. Hay algo más. Lapesa nunca entendió que el acto de enseñar se cerrase en la lección bien dada. El alumno -atención: no los alumnos- era el destinatario de ese acto, y había que aspirar -desafiando a la creciente masificación- a la atención personal del aprendiz. Un ejercicio corregido por don Rafael era exactamente esto: un ejercicio corregido, no simplemente calificado, que él devolvía al autor con observaciones y comentarios, escritos al margen con una letra menuda y clarísima y que no dejarían de iluminarle en las tentativas ulteriores. Esta entrega la ejercía Lapesa igualmente siempre que le tocaba dirigir o juzgar tesis doctorales que con inagotable paciencia leía y anotaba, con inmenso fruto para sus redactores.
Un excelente retrato, bastante conocido, del Lapesa juvenil, profesor ayudante en la Facultad de Filosofía de la República, es el que ha trazado de él Alonso Zamora Vicente, entonces discípulo suyo: 'Rafael Lapesa es capaz de esfuerzos extraordinarios. Se lee con verdadero espíritu de héroe los trabajos que queremos hacerle, escucha amablemente todos nuestros problemas y, de añadidura, nos regala con su consejo. Lapesa, por lo general, se lo sabe todo. Y todo lo comunica. Es el mejor fichero para el trabajo. Exacto, vivo, honrado. Es capaz de hacer lo que sea por sus alumnos; menos una sola cosa: enfadarse... Además, Lapesa encarna la modestia y la sencillez. Todo en él brota con la misma naturalidad y precisión que tiene la hoja en la rama'.
Cuando el profesor es maestro, su relación con el discípulo, aunque no siempre llegue a amistad personal, no es intelectual de una manera estricta; tiene una dimensión moral que le da sentido y calidad. El propio Lapesa, sin imaginar que sus palabras referidas a un maestro suyo pudieran un día recaer sobre él mismo, lo expresaba perfectamente: 'El verdadero maestro no limita su influjo al campo intelectual o al de la profesión: lo proyecta despertando vocaciones, modelando espíritus, actuando con sus enseñanzas sobre el vivir total de los discípulos. Su lección es plenitud humana, comportamiento ante la verdad, ante sí mismo y ante los hombres'.
Sentido moral y, juntamente, bondad natural. No nos avergoncemos de recurrir, como recurrió Antonio Machado, al ingenuo adjetivo bueno en las debidas ocasiones. He aquí dos claves de la personalidad de Lapesa como maestro y como hombre. Claves bien distintas, pero inseparables y siempre en apoyo la una de la otra. El autodominio, el silencio cortés o digno -no siempre fácil-, la lealtad a la conciencia, el valor para defender la justicia..., todo son tallos y ramas de unas mismas raíces.
Fue Dámaso Alonso, al considerar a Lapesa un 'héroe de la inteligencia' -y ya vemos que no fue el primero en llamarle héroe-, quien puso de relieve muy acertadamente el componente ético de su trayectoria intelectual. 'Se da a veces', dice, 'el hombre entregado con tal voracidad a su trabajo propio que para él lo demás no existe... Pero hay otros héroes cuyo trabajo, acuciado hacia una meta obsesionante, no les hace olvidar que viven en un mundo, que ellos forman parte de un tejido, de un sistema a cuya ordenación y desarrollo tienen que atender. Éste es el tipo de héroes a que pertenece Rafael Lapesa'.
No se trataba sólo de su entrega generosa a la enseñanza, sino de su colaboración nunca rehusada en obras colectivas o en tareas científicas corporativas que habían de ofrecerle poco renombre personal y que en cambio habían de restarle tiempo y energías para sus propias investigaciones. 'Si Lapesa no ha aumentado el número de sus empresas de alto velamen', escribió Américo Castro, 'esto se debe justamente a haberse dado con noble y abnegada generosidad a las demandas de sus prójimos'.
La verdad es que no son pocas las empresas de Lapesa 'de alto velamen'. Él ha sido trabajador (adjetivo) en una época en que el ideal de tantos es no pasar de ser un trabajador (sustantivo). El ahincado estudio, la memoria precisa, la mente clara, la delicada sensibilidad, la laboriosidad tenaz e, impulsándolo todo al unísono, la firmísima vocación tenían que producir necesariamente una obra muy considerable en cantidad y en calidad. Pero no es de la obra de don Rafael de lo que yo he querido hablar en el día de su muerte, sino de su ejemplo.
Manuel Seco es académico.
Babelia
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