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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Desafuero

El Tribunal Supremo chileno ha debido de tener muy buenas razones -inexplicadas y que los chilenos no han compartido- para mantener en vilo al país durante una semana, tiempo durante el que ha diferido el anuncio oficial de su decisión histórica de desaforar, por 14 votos contra 6, a Augusto Pinochet. La retirada al ex dictador de la inmunidad parlamentaria que ostentaba como senador vitalicio, una situación que se autoconcedió antes de abandonar el poder, desbloquea uno de los obstáculos fundamentales de la transición chilena hacia la democracia. Y abre sin posibilidad de recurso la vía al procesamiento del dictador por su responsabilidad en la nefanda caravana de la muerte, la ejecución por los militares tras el golpe de 1973 de más de 70 presos izquierdistas, 19 de los cuales siguen sin ser hallados. La Ley de Amnistía de 1973-1978 no puede aplicarse a casos de desaparecidos cuyos cadáveres no han sido encontrados; se consideran un secuestro irresuelto, no un asesinato, y por tanto un delito todavía en marcha. Atendiendo a motivos de salud, Pinochet, de 84 años, quizá no llegue a sentarse en el banquillo para afrontar las más de 150 querellas que acumula el juez Juan Guzmán. Pero el hecho de que hayan quedado expeditas las vías para ser enjuiciado en su propio país, dividido entre quienes le miran como salvador y quienes le ven como verdugo, representa mucho más que el reconocimiento de su papel en una atrocidad concreta. Señala un precedente de gran calado que reduce la franja de impunidad en la que se han movido y, lamentablemente, aún se mueven tiranos autores de crímenes execrables.

El efecto Pinochet resuena sobre todo en otros lugares de Latinoamérica (Paraguay, Argentina), pero llega hasta África y Asia. El caso que ha hecho historia legal sería impensable sin la acción del juez Baltasar Garzón, que inició los procedimientos que desembocaron en el arresto del dictador en una clínica londinense. En realidad, el Pinochet que regresó a Chile en marzo pasado, tras más de 500 días de detención domiciliaria, volvía no sólo humillado, sino moral y judicialmente derrotado. No en vano más de la mitad de los chilenos le considera culpable de gravísimos delitos contra los derechos humanos y cree que debe ser juzgado.

El desafuero anunciado ayer es una amarga píldora para las Fuerzas Armadas -poder autónomo, bastión de la lealtad al déspota y garantes de su seguridad-, que hasta el último momento han intentado influenciar la decisión judicial. Y que ayer se apresuraron a enviar a su jefe a la residencia de Pinochet para expresarle su solidaridad. Lo probable, sin embargo, es que el buen sentido se imponga en un ejército de imagen pública deteriorada y que recientemente se ha comprometido con el Gobierno a suministrar información sobre el paradero de más de un millar de víctimas de la dictadura. Es decir, que reconoce por vez primera su papel en las atrocidades pinochetistas.

El ajuste de cuentas de Chile con el hombre que pisoteó su dignidad entre 1973 y 1990 es, siquiera simbólicamente, la principal de las asignaturas pendientes del país andino en su complicado tránsito hacia la reconciliación. Esa cita con la historia resulta especialmente vital para la estrategia política del presidente Ricardo Lagos, un socialista moderado que tomó las riendas en marzo y que todavía está hipotecado por los militares, a cuyos altos mandos, por ejemplo, no puede destituir por impedimento constitucional. Una tutela ésta, la de los uniformados sobre el poder elegido, inadmisible en democracia; y que tampoco resultará inmune a la decisión de sentar a Pinochet en el banquillo.

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