La paz y el orden mundial
En noviembre hará 10 años de la caída del muro de Berlín y, por tanto, del fin de la llamada guerra fría; frente al conflicto de la bipolaridad y de la consiguiente "satelización", se habló entonces de un nuevo orden internacional en el que se suponía que el número de los conflictos iba a disminuir considerablemente, puesto que no existían ya dos bloques disputándose la escena mundial. El resultado ha sido totalmente contrario al previsto: ha habido una proliferación de guerras locales y los motivos que originan las mismas se han multiplicado. En realidad, vivimos planetariamente en una tensión brutal y con conflictos locales que pueden estallar -y, de hecho, estallan- en cualquier momento. La situación pone el tema de la paz sobre el tapete con extraordinaria urgencia.En la práctica, la nueva realidad internacional, surgida como consecuencia del hundimiento de la Unión Soviética, se ha resuelto en una hegemonía indiscutible de Estados Unidos, lo que de hecho dificulta la emergencia de un orden mundial basado en un equilibrio justo y equitativo. Sin duda, éste podría encontrar cauce institucional a través de una reestructuración de la ONU -y muy especialmente de su Consejo de Seguridad-, pero la gran potencia mundial no parece dispuesta a laborar en este sentido. Mientras tenga asegurada una superioridad militar indiscutida, no es fácil que esa situación pueda cambiar, y eso parece que va a durar todavía muchos años. El resto de los países de momento deberá contentarse con que la ONU no desaparezca totalmente, con vistas a su indiscutible necesidad en un futuro. El aparato institucional de la organización debe mantenerse en la seguridad de que tiene un papel fundamental que desempeñar como instrumento de la paz mundial.
En cualquier caso, una visión realista de la actual situación mundial exige tomar como punto de partida la citada hegemonía norteamericana, lo cual a su vez supone mantener la vieja teoría de la paz expresada en el principio de si vis pacem para bellum ("si quieres la paz prepara la guerra"). En la práctica, eso implica seguir con la lógica de la guerra fría, ahora practicada unilateralmente por una potencia, basándose en la técnica de la disuasión y de la imposición coactiva por el miedo.
El resultado es que seguimos viviendo en un orden internacional que da por supuesto el hecho de la guerra como inevitable y, como consecuencia, favorece el mantenimiento del animus belli entre las naciones y colabora en la construcción de una cultura de la guerra que promoverá incesantemente más y más guerras.
El proceso de globalización en que estamos involucrados exige urgentemente cambiar ese planteamiento, si no queremos vernos inmersos -de hecho, ya está ocurriendo- en una proliferación creciente de guerras locales que pueden convertir el planeta en una bola incendiaria. Naturalmente, es imperioso para la salud de todos detener ese proceso, lo cual sólo podrá hacerse si construimos una cultura de la paz opuesta a la cultura bélica hasta ahora imperante.
Ahora bien, una cultura de la paz sólo puede lograrse si invertimos los términos de la teoría tradicional: si vis pacem para pacem ("si quieres la paz prepara la paz"), lo cual supone a su vez una nueva educación que tenga como objetivo prioritario las palabras y no las armas. Esto no supone, como puede entender un lector desprevenido, una simple declaración de intenciones. El dar prioridad a las palabras supone privilegiar el diálogo y las condiciones que lo favorecen.
La educación para la paz requiere la adquisición de una serie de técnicas tan sofisticadas como pueden ser las de la guerra. En primer lugar, el diálogo mismo, lo cual no es siempre fácil cuando se trata de interlocutores con intereses opuestos. Hay técnicas que favorecen el diálogo y otras que lo imposibilitan o dificultan; todo lo cual supone un aprendizaje que requiere adiestramiento: apertura al "otro" y receptividad respecto a su situación. Pero esa ubicación de apertura y receptividad no puede lograrse si no se parte de una disposición anímica inicial que sea favorable a ello, y a su vez esa disposición requiere compartir un mismo criterio: considerar el conflicto como indeseable y el enfrentamiento como un estado anormal. La normalidad en la convivencia humana es la paz, y este criterio, que es básico, no siempre resulta compartido por todo el mundo. He aquí un principio irrenunciable a toda cultura de la paz.
A partir de este principio habría que desarrollar esas técnicas a que antes aludíamos; haré un breve y somero recuento de ellas. La primera es introducir la duda sobre lo que nosotros pensamos; no creer que siempre toda la razón ha de estar de nuestra parte y ninguna en la parte contraria. Al introducir esa duda estamos ya dando un paso muy importante para aprender a escuchar, ya que ser receptivo a las posibles razones del otro es la segunda condición para poder establecer un diálogo y hasta ulteriormente una eventual negociación, fin último de todo conflicto que no acabe con el aplastamiento del contrario. Ahora bien, antes de llegar a negociar entre partes que están en conflicto, se requieren tres requisitos imprescindibles: uno primero y de carácter psicológico elemental, que es la práctica de la propia contención; tenemos que aprender a contenernos para no imponer de modo avasallador lo que creemos nuestras razones; uno segundo consiste en identificar los elementos comunes de quienes disputan, pues siempre bajo todo conflicto hay una base compartida por los contendientes en la que habrá que hacer pie para llegar a un acuerdo; en tercer lugar, creo que es indispensable introducir en toda negociación interlocutores ajenos al conflicto, pues sólo éstos, con la imparcialidad propia de su posición, podrán detectar objetivamente esos elementos comunes.
Estas técnicas, particularmente desarrolladas en cada caso, son las que permitirán construir una cultura de paz, a la que estamos necesariamente abocados en un mundo globalizado, a menos que queramos hacer un infierno de la vida en nuestro planeta. Es posible que algún lector se esté preguntando a esta altura de mi exposición sobre la pertinencia de lo dicho para un orden internacional en el que el protagonismo es de la política y de los políticos, con su característica agresividad. A ese lector habría que recordarle que la cultura es un todo indisoluble, y lo que empiezan siendo prácticas cotidianas en la vida de la gente y una mentalidad diluida en el conjunto social, acaba impregnando a las esferas más elevadas donde se toman las grandes decisiones que acaban afectándonos a todos.
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