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47º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Sigourney Weaver convierte en maravilloso un melodrama que sin ella sería del montón

Completó la jornada un soporífero, lúgubre y falso experimento rupturista de Nora Hoppe

En Un mapa del mundo, la hermosa diva gigante del cine estadounidense Sigourney Weaver -sin más arma que la enorme autoridad de su presencia, ya afinada por la lija de un gran oficio, que ha hecho aflorar el golpe de talento que se esconde bajo su legendaria piel- transforma por sí sola un melodrama correcto, bien planeado y hecho, pero como hay otros muchos, en una maravillosa película de especie única, inteligente, libre, conmovedora. Pero su compatriota Nora Hoppe echó un jarro de agua sucia a la fiesta nortemericana de ayer con The Crossing, lúgubre rareza experimental cuyo rupturismo huele a naftalina.

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Y ya que estamos metidos en rarezas lúgubres, el día gringo de San Sebastián lo trianguló un joven vasco, un alavés llamado nada menos que Tinieblas González. Lo hizo con el cortometraje The Raven... Nevermore, donde visualiza, al tiempo que el actor Gary Piquer recita en el ronco y cortante inglés bostoniano del genial y sombrío poema de Edgar Allan Poe, una cumbre gótica de la imaginación romántica. La idea es preciosa y algunos de sus desarrollos, sobre todo ambientales, también. Pero el abuso de efectismos digitales reduce sus alcances potenciales, al entrar en una dinámica de pirueta aérea propia de un filme de animación; y acallar con exceso de estruendos y estridencias la voz murmurada del loco, febril, portentoso poeta.Lo que quedó de ayer para mañana en San Sebastián fue la doble presencia, en la calle y la pantalla, de una Sigourney Weaver en plenitud artística y personal. Su trabajo en Un mapa del mundo roza lo eminente, sin que la película alcance tal altura considerada en sí misma. El director es el novato Scott Elliot, que deja ver buenas maneras, pero acompañadas de balbuceos. Sus imágenes son correctas y están vivas, pero dentro de ellas los actores se mueven cada uno por su propia cuenta, lo que pone de manifiesto bisoñez en la unificación del reparto ante la cámara.

El juego coral de los actores está urdido por profesionales muy competentes, entre ellos nada menos que Julianne Moore -recuérdese su sobria y exacta Elena de Tío Vania en la calle 42, la última película que dirigió el gran Louis Malle-, admirable actriz que en Un mapa del mundo sólo tiene una gran escena de lucimiento, la del llanto tardío que brota de su rostro tras la muerte de su pequeña hija, y no la desaprovecha, pues la borda con esa absoluta maestría que sólo da a los intérpretes con talento el polvo de las tarimas de los escenarios libres. Y las varias decenas restantes convencen como ella, pero cada uno a su manera.

No están bien engarzados, no se ven las huellas dactilares del director en su proceso de imbricación recíproca, por lo que a veces flotan dispersos y esto ocurre precisamente cuando Sigourney Weaver no está en pantalla o está en ella pero fuera de campo. En cambio, cuando la gran diva entra en los dominios de la cámara, se apodera por completo de lo que la rodea y todo lo que no es ella pierde fuste, se difumina. Ocurre esto no sólo a causa de que hay detrás de Un mapa del mundo un guión escrito a la medida exacta de su alta talla, sino también porque la niña bien neoyorquina, rica, elegante, guapa y larguirucha -que debutó hace 22 años en la Annie Hall de Woody Allen y cinco años después nos libró, con el consiguiente alborozo mundial, del bestia de Alien, mientras ya nos había deslumbrado en El año que vivimos peligrosamente, que sigue siendo su mejor película- es ahora una dama que roza el medio siglo y se las sabe casi todas en su oficio.

Paseo de una aristócrata

Si se juega a imaginar lo que ella hace en Un mapa del mundo hecho por otra, el tejido (en sentido noble) melodramático de Scott Elliot encoge como la seda o la lana de Cachemira cuando se las lava como si fueran esparto. La presencia totémica de la actriz es irresistible y sabe usarla sin soberbia, con solidaridad y discreción. Deja hacer, pero lo que ella hace es sólo verosímil hecho por ella. Llena la pantalla cuando entra ella y la vacía cuando sale. Medio siglo de paseo aristocrático por encima de la vida de la gente corriente, cuando el camino está orientado para indagar con inteligencia y humildad los comportamientos comunes, conduce a un cóctel gestual explosivo, a un ejercicio de presencia lleno de inimitable hermosura, pues Sigourney Weaver logra así dar aires principescos a las zancadas de una infortunada ama de casa que no sale de estrecheces, y convierte su calvario en un acto de elevación, como aquella Greta Garbo capaz de convertir en una diosa a la putilla parisiense Margarita Gautier. Porque ése, el filo de navaja por donde camina una estrella de la elegancia cuando se instala con talento y generosidad dentro del pellejo de una mujer del pueblo, es el registro interpretativo que mueve Sigourney Weaver en este pequeño melodrama que ella hace grande.

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