Retrato de un donjuán
No le hables de libros, me dijeron, háblale de mujeres, de coches, de perros, de caballos. Bioy me esperaba a la hora del té sentado en una silla de ruedas junto a una mesa con mantel de hilo llena de bandejas con pastelillos y otras delicadezas en un salón muy amplio, elegantemente deshabitado de muebles, sólo con grandes espejos que multiplicaban el vacío, y el escritor vestía una chaqueta de espiguilla, un chaleco de ante, un pantalón de franela, una ropa de máxima calidad inglesa aunque un poco ajada como corresponde a un gran caballero. Estaba ya quebrado de cadera por una caída que se produjo desde la banqueta mientras trataba de alcanzar un volumen del último estante de la librería y además los analgésicos que estaba obligado a tomar lo tenían sumido en un sopor que era la exacta expresión de aquel mundo ya fenecido: una soledad de amplias estancias, de bibliotecas fatigadas, de maderas que crujían bajo los pasos, de un olor a polvillo clausurado, y al fondo de este espacio me esperaba el prócer en silla de ruedas esforzándose por ser amable y por sonreír con ojillos azules acuosos. Fue el verano pasado. Bioy Casares tenía 83 años y aún poseía un esqueleto británico con cierta transparencia rubia.En efecto, sólo parecía animarse cuando le hablaba de mujeres. Le dije que, a cierta edad, las mujeres te miran y ya no te ven. Bioy comentó que esa sensación él también la había experimentado. ¿Cuándo se sintió por primera vez invisible o transparente para las mujeres?
Bioy contestó escuetamente: "Hace tres años".
Sonrió con la mirada perdida en el espejo y parecía que estaba recordando la galería de amantes que pasó por su vida. Bioy me dijo que en aquella misma sala, sentados los dos a aquella misma mesa, solos Borges y él cenaron todas las noches durante más de treinta años. Cuando Borges se despedía, Bioy pasaba al gabinete y anotaba en un dietario esas conversaciones de sobremesa como un notario que levanta acta. Me aseguró que tenía más de 3.000 páginas escritas e inéditas. Esa cita nocturna diaria duró hasta que Borges se casó con María Kodama. Después ella sólo le permitía ir a casa de Bioy los sábados y domingos por la tarde. ¿Qué le pasaba a Borges con las mujeres? Bioy me contestó: "Que se enamoraba y ellas lo bloqueaban". Bioy cruzó los brazos con un gesto de tenaza sobre su pecho como hacen los jugadores de rugby para proteger la pelota.
En Buenos Aires, el escritor Bioy Casares vivía en la calle Posadas, esquina Schiaffino, frente a los jardines de La Recoleta, en uno de los cinco pisos de una finca que pertenecía entera a su familia y a la de su mujer Silvina Ocampo, a dos pasos de La Biela y del restaurante Lola, adonde solía ir cada día a comer, incluso en silla de ruedas. Degustaba allí entre caballeros bonaerenses encorbatados la cocina francesa y no hacía bolitas con la miga de pan como Borges mientras esperaba la merluza hervida en un restaurante vulgar de la calle Maipu, pero al margen de la nutrición ambos tenían un alma bipolar. Bioy admiraba a Borges por su talento literario; Borges admiraba a Bioy por su facilidad para conquistar mujeres. A los dos les unía la misma imaginación cultural, la misma ironía, el mismo asombro ante el misterio.
Una vida llena de fascinación, éxito, belleza, seducción y riqueza se quebró cuando su hija murió atropellada. Un escritor argentino, al enterarse de esta desgracia de Bioy, elevó la mirada al cielo como diciendo: "Ya era hora que a este triunfador le sucediera algo malo". Bioy Casares fue tan feliz que acabó sus días anunciando una tarjeta de crédito, no recuerdo si era de Visa o de Diner"s. Su talento y su fortuna corrieron parejos. Fueron extraordinarios.
Babelia
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